«La ignorancia es moralmente reprochable».
Si alguien me pregunta por qué razón me fui de la Argentina, parecerá una exageración decir que me fui por cuestiones políticas. Pero en cierto modo, así es.
En mi caso no fue la persecusión la que me obligó a escapar de mi tierra. De esa madre mía que me nutrió y educó en la niñez y en la adolescencia, ofreciéndome una historia para poder decir quién era yo en este mundo nuestro que habitamos todos.
Lo que me obligó a escapar fue la vergüenza insoportable de todos los días en la cara de la mayoría de mis compatriotas ante el espejo del horror. Eso, la vergüenza.
Veinte años después de mi partida reconozco que la huída fue inútil. Apenas pasa un día sin que esa vergüenza angustiosa se me atragante, y la rabia se me suba del estómago al corazón.
Sin embargo, nunca encontré las palabras justas, y acaso estas sean también impropias.
La vergüenza se ha convertido en carne de mi carne, en mi compañera de todos los días, como una enfermedad que nos va pudriendo desde adentro y hace que todas las flores se marchiten con nuestra mirada.
No quiero relatar lo que todos deberían saber y todos saben, aunque pretendan no saber. Eso no significa que esté en contra de la repetición. Repetir, como en el poema el verso que vuelve a decirse una y otra vez, graba en el alma la esencia de lo repetido que se convierte por fin en verdad. En este caso, nos protege de las crucifixiones futuras que no supimos evitar, de los sacrificios aun por venir.
En cambio, voy a hablar de la vergüenza, que es lo que me toca. De ese temor a mirarme en el espejo de la memoria, que me acompaña durante este exilio voluntario en busca del perdón que no llega. La vergüenza de saber de lo que fuimos capaces. La vergüenza de saber que lo peor es una posibilidad de nuestro ser nacional. Vergüenza ante la evidencia de una comunidad alienada, indecente y fraticida.
«La inocencia: un lujo que no debemos permitirnos».
Ellos, los muertos, no estaban llamados en principio a ser mejores o peores.
Tampoco habían sido elegidos como héroes o traidores.
No tenían necesariamente razón, aunque tampoco estaban equivocados.
Pero la frívola maldad de sus torturadores y asesinos, el silencio complice de sus conciudadanos, y la sorna y escepticismo de los cretinos, les convirtió en símbolos inequívocos de la Verdad cegada y la Justicia enmudecida.
La historia los convirtió en víctimas y héroes.
Recuerdo el día que descubrí que habían existido, esos que debían haber no sido. El día que vi las primeras fotos en blanco y negro de un fosa común en la prensa nacional. Recuerdo las miradas nerviosas de algunos argentinos, el asco y la indignación contenida por el descuido de la masacre desprolija. Recuerdo en sus miradas, la unísona promesa de olvido.
Recuerdo la horrorosa sorpresa y la soberana frivolidad que se impuso a nuestras vidas para que las voces de los muertos quedaran acalladas. Recuerdo muchas cosas…
La vergüenza se nutre del recuerdo, es como un vómito que sube caliente por la garganta desde el fondo del alma.
La vergüenza es mi escándalo, mi mazmorra de miseria de la que no debería haber escape posible.
Hay quienes lo intentan, que exigen el olvido e irritados piden silenciar la memoria con la excusa de un futuro mejor. Pero el futuro será el eco de los gritos de los muertos pasados, o la decencia de nuestra justicia presente.
Los que pretenden olvidar son fantasmas de sí mismos, como Patroclo en el Hades, dejan de ser humanos y se convierten en meras apariciones, vagando sin destino en las espurias alegrías que les ofrece la frivolidad, como castigo por los crimenes cometidos a los desaparecidos y a quienes le sobrevivieron.
* «Los Argentinos son Derechos y Humanos» fue un eslógan utilizado por la dictadura militar Argentina en la época en que se disputó el Mundial de Futbol 1978. El propósito era responder a las denuncias internacionales por la violación de los derechos humanos que se estaban cometiendo en nuestro país.
Otro eslogan de la época que merece recordarse fue «El silencio es salud». Con este mensaje se conminaba a la ciudadanía a cerrar el pico.
La llamada ‘Dictadura Militar’ causó la muerte a decenas de miles de personas, secuestradas, torturadas y asesinadas en cumplimiento de una estrategia político-militar al servicio del gran capital, e inspirada en las doctrinas neo-liberales en boga. Los cuerpos de las víctimas recibieron el más indigno de los tratos: fueron quemados y enterrados en fosas comunes, o fueron lanzados al río o al mar desde aviones de la Fuerza Aérea, con el propósito de hacer desaparecer cualquier evidencia de su existencia.