Apuntes sobre arquitectura, filosofía y política

en colaboración con Carla Habif Hassis Bosso

INTRODUCCIÓN

Lo que proponemos es recuperar el diálogo que mantuvimos a modo de un comentario impersonal sobre lo que se dijo, se presupuso y se intuyó en nuestra conversación.
En este primer párrafo haremos como si de un diálogo se tratara. Nombraremos a los participantes reales o ficticios. Haremos mención del lugar y la ocasión. Y dejaremos constancia del marco del diálogo, lo que permitirá señalar la intencionalidad de los autores.

Se trata de un grupo de amigos a quienes convocó una larga historia de intimidad y la accidentalidad de sus itinerarios. Reunidos a almorzar, conversaron durante algunas horas mientras en el exterior la ciudad continuaba burbujeando. El escenario del evento: un loft a pie de calle en el barrio Gótico de Barcelona, en la medianía de una primavera generosa.

La discusión política de los amigos en torno a una próximas elecciones legislativas en la Argentina cedió paso a una conversación teórica en torno a la arquitectura. De este modo, como en los antiguos diálogos platónicos en los que el proemio servía para ofrecer la dirección inicial de lo que devendrá, sabemos que aquí se ha querido hacer coincidir la cuestión de la Paideia (la formación/educación) con la Política.

Por lo tanto, aquí “ciudad” cuando hablamos de arquitectura sigue queriendo decir, aunque de manera diferida, Polis. Por lo tanto, el arquitecto, que es de lo que circunstancialmente vamos a ocuparnos en esta ocasión, es un filósofo que medita sobre el fondo del objeto que le incumbe. No se trata de un mero técnico de la construcción, sino un pensador filosófico y político.

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En principio, reconocemos que el valor que otorgamos a lo histórico que es una obviedad para nosotros, debe convertirse en interrogante para poder ser pensado. Nuestras identidades están profundamente arraigadas en lo histórico. A diferencia de lo que ocurría y aún ocurre en otras articulaciones identitarias, la nuestra gira en torno a lo accidental como lo definitorio de lo que somos.

Para otras formas de ser persona, lo que cuenta no es la contingencia, lo que llamamos “secular” (saecolorum: lo que pertenece a los siglos, al tiempo), sino la relación que establecemos con lo divino, o con el tiempo mítico de los orígenes, o lo paradigmáticamente ideal. La historia, en estos casos, es lo ilusorio, aquello que debe superarse para acceder a lo “realmente” real, la realidad en sí, lo último. Lo que cuenta es el modo en que la eternidad o la divinidad se manifiesta en el tiempo; o el modo en que la estructura narrativa que recibimos de nuestros ancestros míticos se repite en el presente preservándose en el modo del rito.

El advenimiento de la modernidad, el desencantamiento del mundo, trajo consigo una redescripción de los procesos constitutivos de nuestras identidades: ahora somos lo que hemos llegado a ser: evolutivamente (biológicamente) y culturalmente (históricamente). Somos lo devenido. Es decir, que nos caracterizamos por nuestra radical contingencia. La estructura subyacente que compone nuestra identidad se manifiesta en la imagen del proceso. Por tanto, en nuestro imaginario somos el producto de un proceso, muchas veces ciego, que se articula a partir de la pura contingencia, pero que tiene como telos (como finalidad y propósito) la autoconciencia. Incluso el pensamiento postmoderno puede pese a sus malogrados intentos contar con cierta versión teleológica de la historia. El fin de la historia o el fin del relato o el fin del sujeto se dicen para significar cierta iluminación. Lo que se ilumina en este caso es que todo es contingencia, azar, nomadismo. Sin embargo, el nómade ha descubierto su verdad en su nomadismo, ha iluminado su condición de radical temporalidad. Lo que antaño era considerado ilusorio, aquello que era la superficie del ser, ahora se ha convertido en el material de nuestra existencialidad. Estamos hechos, como diría Shakespeare, del material de nuestros sueños. A lo que aspiramos, como ocurre con las sabidurias orientales, es a un despertar, un hacernos conscientes de estar hechos de ese material para adoptar una ética «líquida» (Bauman) «crepuscular» (Lipovesky), en pos de una fidelidad a nuestra auténtica condición como individuos-yo.

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La ciudad, sea ésta concebida a partir de metáforas orgánicas o mecanicistas, puede resultar y de hecho resulta en un relato. Lo constitutivo de la categoría «ciudad» es, justamente, que su unidad no es meramente geográfica, sino histórico-narrativa. Se trata de una identidad que se forja a partir de los imaginarios sociales sobre los cuales se realizan las prácticas sociales, pero también a partir de lo que es donado a los habitantes de dichas ciudades como trasfondo de significaciones, como escenario, en principio no tematizado, donde descubren su ser-en-el-mundo. Las sucesivas generaciones contribuyen a la construcción de un escenario meta-histórico: la ciudad, en la que el pasado, presente y futuro confluyen como tres instancias de la psique, o como sucesivas capas geológicas componiendo un palimpsesto que testimonio nuestro devenir.

Los modernos nos definimos a nosotros mismos de modos plurales. Entre los elementos constitutivos de nuestra identidad tiene un lugar destacado el ser ciudadanos de esta o aquella urbe, por ejemplo. Un barcelonés, un porteño (de Buenos Aires) o un Neoyorquino son modelados por su pertenencia y participación en la vida urbana, y en el tránsito y convivialidad con la escenografía urbana. La Sagrada Familia o el Empire State forman parte del trasfondo destacado de los relatos de dichos ciudadanos como sujetos históricos.

En la ciudad moderna la consciencia de la pluralidad étnica, por ejemplo, convive con la consciencia de una pluralidad temporal. No sólo se mezclan lugares distantes: el barrio chino, la calle de los paquistaníes, etc., sino diversos tiempos históricos. En las estructuras arquitectónicas actuales conviven el pasado, el presente y el futuro en lo recuperado o restaurado, en lo escondido, en lo visible, en lo proyectado y en lo que está en construcción.

Como ocurre con la identidad de los individuos, las ciudades se despliegan en un proceso siempre inacabado y abierto. La planificación es incapaz de disolver la accidentalidad, que tuerce el rumbo, limita o expande el horizonte de las ciudades de modo análogo a lo que acontece con la “casualidad” que da forma o sirve como materia prima para la construcción de nuestros relatos identitarios.

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La arquitectura (como ocurre también con la pintura o la escultura) debido a su materialidad, debe encontrar la manera de decir algo, preservando lo recibido sin anquilosarse en el pasado. Esto ocurre en muchos niveles. Nos detendremos en tres instancias:
1.Materialidad
2.corporalidad
3.Reflexividad

Pongamos un ejemplo sobre la materialidad. Una construcción arquitectónica que utiliza la madera debe decir algo del árbol, y en la medida que es capaz de preservar el árbol (materia) en su corporalidad (forma) ofrece a la construcción cualidades naturales específicas que contribuyen a su estética. Lo mismo ocurre con la piedra, el cristal o el aluminio. El arquitecto dice o esconde en la obra acabada (el cuerpo) lo que la materialidad de suyo ofrece a la forma para su individualidad. Esta noción es aristotélica: el principio material es a un mismo tiempo principio individual. Claro que es necesario distinguir dos modos de materialidad.
1.La materialidad burda
2.La materialidad sutil.
En el primer caso hablamos de los ladrillos y el cemento. En el segundo caso hablamos de algo que es inivisible, que no es el árbol propiamente, sino aquello que hace al árbol. En cierto modo que aun permanece velado, podemos hablar de la materia de la arquitectura en términos generales como de la naturaleza. La materia última y primera es la naturaleza, invisible e incognosible. Sobre la naturaleza el hombre hace su habitat haciéndola habitable a partir de su actividad formalizadora.
El arquitecto hace transparente o esconde los orígenes materiales de la materialidad al corporalizarla. En la materialidad, lo ideal formal, se hace cuerpo individual.

Lo ideal, sin embargo, supera lo material para lograr su propósito. La supera en cuanto es capaz de hacer flexible lo sólido o hacer opaco lo transparente, o viceversa. Todo esto ocurre constantemente, lo que muestra que la forma, la corporalización de la materia, implica no un dominio de ella, sino un diálogo en subordinación.

Respecto a la reflexividad lo crucial es el distanciamiento con la materialidad y la formalidad en la cosa para ofrecer dos respuestas al interrogante sobre la existencia de la cosa:
1.De dónde vengo
2.Quién soy
Llevado al ámbito arquitectónico, el edificio sale de si mismo para encontrarse con su historia y reconocerse constitutivamente como parte de la ciudad, del mundo y fundado en una naturaleza que reclama un reconocimiento pese a su ocultamiento aplastante en la urbe.

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El pasado es materia como lo es la piedra o el cristal. El arquitecto se encuentra con el pasado como con un ladrillo. Debe ser capaz de hacerse dueño del pasado sin someterlo. Puede ocultarlo o ponerlo a la vista, permitir que se haga manifiesto, o aniquilarlo. Cualquiera sea la decisión que tome el arquitecto respecto al pasado, éste es ineludible. En el primer caso, el ocultamiento aparece como aniquilación y en el vacío se escucha el reclamo en la forma del reproche del ayer y en la alienación del hoy. En la recuperación, lo que se ofrece en las huellas de la memoria un homenaje que es también una esperanza de futuro.

En este último caso, el arquitecto se encuentra frente a los siguientes desafios:
1.Ofrecer respuestas a las exigencias funcionales
2.Resguardar el pasado que, como hemos dicho, es materia de nuestra identidad.
3.Proponer una estética de integración que no sea mera superposición, mero encolado de lo dispar, sino en la forma de un relato que haga posible la unidad existencial de la obra: la obra como una vida en la que la memoria, la exigencia de hoy, y la proyección del futuro, encuentren su sentido.

Respecto al pasado, podemos distinguir dos modos de recuperación:
1.La recuperación meramente historiográfica (que se reduce al registro del pasado y al hacerlo visible en el modo del monumentalidad)
2.La metafórica (que acompaña al registro con una interpretación de dicho pasado en función de lo que somos: el ejemplo que se ofreció fue el siguiente: El edificio en cuestión había sido originariamente un palacio del siglo XII. Hoy, debido a ciertas clausulas testamentarias, es destinado como refugio vigilado para el tratamiento de disminuidos mentales considerados de peligrosidad social.

Con respecto a la noción de una estética de integración temporal, decimos que la integración no sólo ocurre con el pasado, sino que hay consciencia del futuro de un modo jamás acontecido anteriormente. Por ejemplo, a partir de la noción de la “sostenibilidad” que se incorpora a la obra lo futuro que se encuentra en el presente como esperanza. Todo esto hace exige al arquitecto pensamiento y no mera técnica. Pensar significa aquí ir a la esencia del objeto particular al que dedica sus esfuerzos: el ser del objeto arquitectónico.

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Walter Benjamin hablaba del tiempo moderno como un tiempo homogéneo. Y Heidegger hablaba de la espacialización del tiempo. Con ello mentaban lo siguiente: La existencia de un tiempo sagrado hacía posible una proximidad (una intimidad) impensable en lo secular entre dos fechas que se encuentran distanciadas cronológicamente por miles de años. Un ejemplo: las Pascuas de hoy están más próximas de la crucifixión de Cristo que del mundial de futbol de 1978. Cuando el carácter sagrado del tiempo desaparece, el tiempo se vuelve homogéneo. La homogenización equivale a una espacialización en el siguiente sentido: en un mismo espacio encuentran su lugar eventos disímiles que ocurren simultáneamente. El periódico de hoy, 23 de mayo de 2009, acomoda cosas que han ocurrido en todo el planeta en una única fracción de tiempo universal y homogéneo.

El tiempo de la recuperación abre la puerta para otra cosa, la experiencia epifánica. En un edificio en el que conviven rastros de siglos diversos, el diálogo que establece el arquitecto, y el transeúnte renueva en la lectura de la contemplación y habitación integrada del mismo, tiene el poder de llevarnos a la experiencia epifánica.
Aquí epifánico equivale a la superación de la cosa como mero instrumento. La cosa se muestra en su historia. Al mostrarse se expresa y en ella nos expresa a nosotros que a partir de nuestra participación en su escenario-mundo damos forma a lo que somos. La cosa rompe la tiranía de la funcionalidad y nos devuelve a un escenario de texturas, policromías, textualidades ocultas.

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Cuando en la obra el arquitecto recupera el pasado desde un presente que exige su habilidad técnica pero también su capacidad de decir quienes somos a partir del ayer, y como hemos dicho, a partir de las exigencias mudas del futuro (el planeta-mundo no sólo quieren ver las piedras que estamos montando unas sobre otras, no sólo quiere la monumentalidad, también exige que nuestra tecnología no destruya el hipotético futuro que ellos-ello piden ser) cuando esto ocurre, decíamos, el arquitecto propone (con su particular estilo) un ejercicio de integración epifánico: como en Proust, el tiempo perdido es recuperado. Todos los arquitectos anteriores no sabían que iban a participar en ese diálogo, que iban a contribuir a esa escena de máxima consciencia del arquitecto de hoy. Proust no sabía que cada una de sus actividades olvidadas iban a ser recuperadas a través de la memoria para hacer posible el sentido de lo que ya no tenía sentido o sólo lo tenía de modo accidental y superfluo. Ahora el pasado puede reintegrarse en el presente y proyectarse en el futuro.

El arquitecto sabe, además, que su obra, para ser una muestra de dicha recuperación y proyección no puede actuar de espaldas a la comunidad, sino en diálogo con ella, porque sabe que la libertad (la posibilidad de establecer criterios para dar forma a lo que somos, si lo que queremos es dar forma a una identidad, y eso es lo que queremos siempre, porque estamos en la busqueda permanente de significación y de sentido en todo) debe hacerse no sólo atomisticamente, a través de un diálogo solipsista del edificio consigo mismo, sino en el diálogo con sus espejos, con aquello que es su entorno y que en su fachada se refleja en la forma de dar respuesta a los cuerpos, a la historia del lugar que dichos cuerpos arquitectónicos ocupan, en un ejercicio de radical reflexividad.