Argentina y el final de los derechos humanos

Escribir para sobrevivir en un tiempo de oscuridad

Las publicaciones que hacemos en este blog, como otras de este estilo, son irrelevantes políticamente. En Argentina sólo un puñado de personas conocen de su existencia, y quienes tienen acceso a estas entradas en muy raras ocasiones reflexionan sobre ellas o intentan entablar un diálogo que convoque a otras subjetividades a pensar acerca de lo que somos, lo que hemos hecho de nosotros [personal y colectivamente], y lo que podemos esperar, en Argentina y en el mundo como totalidad relativa. Por ese motivo, pienso a veces en estas entradas como ejercicios profilácticos [en el sentido griego del término, es decir, como mera actividad defensiva dirigida a evitar el avance de nuestro contrincante, en este caso, sobre el dominio de nuestra subjetividad].

El espíritu de nuestro tiempo

Pero lo que me motiva, contrariamente a lo que pudiera creerse, no es una suerte de cruzada moral (aun cuando creo que, de un modo u otro, lo que padecemos es una crisis ético-espiritual con derivaciones en todas las esferas de nuestra existencia: epistemológica, económica, política, cultural, medioambiental).
Muy por el contrario, mi intención es combatir el moralismo emotivista del cual se alimenta el macrismo y otras fuerzas afines, operando sobre las pulsiones básicas de los individuos como criaturas y no como ciudadanos: miedo, odio, codicia desenfrenada.
Pero lo que me preocupa no es el triunfo del macrismo [o del trumpismo u otros semejantes en Europa y otros lugares del mundo]) sino más bien lo que el macrismo encarna culturalmente. Porque considero su triunfo un enorme retroceso cuyos efectos, para cada uno de nosotros y para los tejidos sociales en los que hemos estado inmersos, serán enormes y profundos. Reconfigurando nuestras identidades individuales y colectivas, ensanchando la distancia con aquellas transformaciones por las que pugnamos para «salvar» nuestra civilización, y quizá la especie humana en su conjunto, de su propio suicidio colectivo.

La indiferencia y el mito de los derechos humanos

Por ese motivo, insisto en que no debería resultarnos indiferente lo que está ocurriendo. Deberíamos abocarnos diariamente a «meditar» estas cuestiones (sentarnos con ellas – no eludirlas; y pensarlas a la luz de nuestros ideales y las consecuencias del cambio que se nos propone) aunque más no sea, como decía más arriba, con el propósito profiláctico de impedir que el avance biopolítico de estas fuerzas acabe conquistando, junto al espacio público sobre el cual extienden su dominio, la totalidad de nuestra subjetividad, a través de la transformación de las instituciones, que están produciendo una nueva subjetividad jurídica, la cual se adecua de manera menos conflictiva con la subjetividad flotante de la posmodernidad digital. En la red, lo que disgusta u ofende, se borra, se hace desaparecer, con un clic. En el entramado societal, lo que disgusta, ofenda u obstaculiza al mercado, es tratado de manera análoga.
Hace muchos años, el escritor polaco Leszlek Kolakowski escribió extensamente sobre la indiferencia ante el sufrimiento, la muerte, el dominio tecnológico sobre la humanidad y la injusticia. Kolakowski nos puso sobre aviso sobre sus consecuencias.
En nuestra cultura posmoderna, esa indiferencia ha sido contenida, [en parte] por el mito epocal de los derechos humanos. Durante los últimos 30 años hemos visto como las poblaciones del mundo eran movilizadas masivamente detrás de su estandarte, esperanzadas de estar construyendo un mundo más humano, justo, hermanado y pacífico. La utopía de los derechos humanos, el último meta-relato del siglo XX, está llegando a su fin.
Fue el carácter paradójico de los derechos humanos, el uso perverso de su retórica por parte de los poderosos, su traición cotidiana, la apropiación de sus categorías por parte de las élites corporativas y burocráticas, lo que acabó corroyendo nuestra convicción acerca de ellos. Los derechos humanos han pasado de la exaltación del nuevo orden mundial aclamado por las élites liberales después de la caída del bloque soviético, a la trampa de los débiles contra la cual disparan las nuevas derechas globales en su afán depredador en la era del capitalismo global neoliberal.
Y a medida que nuestra fe en los derechos humanos se ha ido debilitando (nuestra fe en la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los seres humanos [y, por qué no, también nuestra consciencia efectiva de hermandad con otras especies no humanas que habitan el planeta]) otro mito ha comenzado a ocupar su lugar. El viejo mito de la voluntad de poder, el viejo mito que Ni
etzsche consagró literariamente, el del Übermensch que hoy pretenden encarnar las élites corporativas y sus fuerzas armadas gubernamentales, y que el pueblo raso asume como la verdad más verdadera y la justificación final de su servidumbre complaciente.

El hechizo del poder

Argentina, como otros lugares del mundo, ha caído bajo el hechizo que entroniza este poder, esta fuerza, esta voluntad de dominio amoral del mundo, asumiéndolo como el más elevado y codiciado signo de la nueva aristocracia planetaria. El mito del amo que reduce sus objetos de dominio a esclavitud, negando a las personas y a la naturaleza cualquier derecho, convirtiendo todo en instrumentos para ejercitar su voluntad. La vida como un juego, como carcajada, como crueldad manifiesta. Ejercicio en el que los poderosos se prueban a sí mismos y entre ellos, su erótica de poder.
El fracaso de los derechos humanos como discurso mítico a nivel global anuncia el final de una época, y el comienzo de otra, oscura, cruel y violenta, de maneras hasta ahora desconocidas por nosotros, como ha sido siempre. Un nuevo poder, como nos enseñó Foucault, un nuevo dispositivo, una nueva manera de matar y de morir.
El macrismo [como otras expresiones análogas en el mundo en el que vivimos] escenifica en Argentina, una escena local de este triste final.