Bicentenario desde la otra orilla

Lo que sigue a continuación es mi respuesta a un amigo argentino que me escribió dándome testimonio de los festejos por el Bicentenario de nuestra patria. Con el fin de cumplir con mis deberes ciudadanos (pese a vivir fuera de mi país aún me considero obligado a mi tierra que me dio el habla y la pasión de ser), ofrezco esta comunicación para dejar por escrito públicamente mi posición política al respecto.

Estimado Carlos,

Te agradezco el testimonio. La escritura es una radiografía del alma. Es difícil no aprehender quién es el otro cuando se anima a dar forma a sus pensamientos. Por esa razón, independientemente de las diferencias que puedan existir en las visiones del mundo que tiene cada cual, produce cierta alegría encontrarse con alguien que se toma el trabajo de no reducir el lenguaje «postal» a la jerga de los celulares.

Por lo tanto, reitero mi agradecimiento por tu testimonio. Desde aquí las cosas, sin embargo, no las leímos del mismo modo. Y paso a relatarte, desde nuestra humilde periferia, cómo entendimos lo ocurrido.

Es cierto, probablemente, que el intento de sacar rédito partidista de los acontecimientos sea un modo arbitrario de acercarse a los festejos de la última semana. Sin embargo, creo que sólo en la mente de un «fanático liberal» puede animarse la creencia de que un festejo bicentenario en donde lo que se festeja es, justamente, el logro de la soberanía, no es un acto político.

Evidentemente, es un acto político, y por lo tanto debe leerse como un acontecimiento político. Por supuesto, cuando hablamos de partidos políticos, lo primero que nos viene a las «mientes» son las estructuras básicas y los comités, pero lo partidario también hace referencia a las parcialidades dentro de la totalidad, y es en este sentido, también, que los actos de los otros días fueron partidarios.

Por supuesto, en este sentido nada es claro, y nadie puede en su sano juicio afirmar con rotundidad lo que significan los signos, porque en un acto de las características carnavalescas que se vivieron, donde todos más o menos se mezclaron con todos, pese a los intentos por una minoría bastante miope de mantenerse encerrada detrás de las vallas, no hay manera de medir las ideologías subyacentes que empujan a la gente a la plaza.

Sin embargo, creer que todo se reduce al auto y la quinta y tener internet, como si ese fuera el único deseo de los argentinos in toto, me parece partidario, lo cual pone de manifiesto que aquellos que pretenden no hacer política hacen política por narices, porque somos animales políticos (como decía Aristóteles) aunque apostemos a la antipolítica.

Pero no deslegitimo con ello el deseo de alcanzar una feliz estancia en esta tierra de espinas que nos toca vivir. ¡Válgame Dios!, pero yo soy más o menos aristotélico en estas cuestiones, sobre todo porque soy budista, que es más o menos lo mismo. Y nosotros creemos, como Aristóteles que una vida buena se logra adquiriendo y jerarquizando de manera adecuada los bienes que nos ofrece «la vida y la vida buena». La «vida» (lo infraestructural) en este sentido son la casa y la quinta y el autito nuevo y la buena conexión de internet de la que hablás. La «vida buena» son las cuestiones que tienen que ver, hoy ya no con ser un ciudadano de la Polis, sino ser un ciudadano local, nacional y global, y participar activamente en los menesteres de la comunidad local, nacional y global. Tener pasión por el mundo que nos toca vivir. Que nada nos resulta ajeno, si querés ponerlo en lenguaje más o menos poético.

Pero además, el Estagirita hablaba de la contemplación, y los budistas de la sabiduría trascendental. Una vida buena no puede prescindir de la trascendencia, de algún modo de entender la enfermedad y la muerte, y de cierta postura explícita y pública acerca de ello. Hablar de la enfermedad y la muerte, contra algunos izquierdistas ateos, con los cuales compartimos un montón de cosas, pero no ésta, significa reconocer que no todo nos lo jugamos en la vida, que hay un ámbito de la existencia humana para la cual nuestros proyectos póliticos, económicos y sociales no tiene una solución. Esta disputa no sólo la mantenemos con Marx y sus herederos, sino también con los neoliberales que como hijos bastardos de Hegel, creyeron y aún creen pese a las duras evidencias que los enfrentan, que el futuro es el presente: capitalismo y democracia liberal.

Los liberales han querido que estas cuestiones sobre la vida buena pasaran a «mejor vida», que se quedaran encerradas en la esfera privada de cada cual. Nosotros, que compartimos con los conservadores cierto hartazgo con la enmascarada moral burguesa, y con los nietzscheanos cierta repugnancia hacia todo lo que es burocrático y gerencial, terapéutico y estético-consumista, creemos que hay que sacar a la calle los bienes a los que aspiramos, para horror de las señoras gordas y los famosillos del Colón (en el teatro Colón la oposición festejó un bicentenario paralelo. Dicen que el Colón estaba bárbaro -testimonio recogido en Facebook.)

En cierto modo, nosotros somos tradicionalistas revolucionarios. Lo cual parece un contrasentido pero es la mejor explicación que tenemos a nuestra disposición. No creemos que debamos olvidarnos del pasado heredado, de la cultura griega y judia (ahora también la budista), pero creemos que debemos digerirla y reeditarla como latinoamericanos, y eso significa que no sólo habla el criollo, sino también el indio y el mestizo, en igualdad de condiciones. Es decir, que en esta época de cambios donde nuestra voz comienza a escucharse en el mundo, debemos hacer de la cultura global, cultura local, y ésta a su vez una ofrenda testimonial de nuestro peculiar ser en el mundo.

Pero para llevar a cabo nuestras ilusiones debemos comprender que, ocupados exclusivamente en los quehaceres de la vida, de la producción y la reproducción, nos hemos olvidado de la vida buena, a la que sólo admiramos a través de cablevisión. Desde esta perspectiva, aunque la apariencia y la realidad no vayan siempre de la mano, hay detrás de este bicentenario argentino un sabor Latinoamericano (utópico y heróico) del cual deberíamos sentirnos orgullosos.

Las comunidades se hacen a través de sus relatos, de sus narraciones identitarias, y una parte (un partido) de la Argentina ha adoptado siempre, con abrumador y despiadado estilo, una postura europeista (los más grasas prefieren Miami) que desdibuja lo que somos. En su reeditado antiperonismo, en su odio y su asco visceral hacia todo aquello que huela a otra Argentina diferente a la suya, esa postura europeista corre el peligro de convertirse en traición.