Buddhism: ¿El nuevo espíritu del capitalismo en la era de la globalización y la exclusión?

Estos fragmentos se redactaron en el marco de un debate en las redes sociales con algunos amigos budistas. Mi intención en un futuro próximo es articular un post más elaborado. Por el momento, para seguir sumando perspectivas, los expongo a vuestra consideración.
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Para quienes no estén familiarizados con su filosofía más sofisticada, no resultará seguramente interesante. Pero, para quienes hayan intentado ahondar en sus nociones, creo que puede resultar sugerente.

Como ustedes saben, en la versión de Nagarjuna y su linaje, el Buda define la realidad última como «vacía de existencia inherente». Eso no quiere decir, en modo alguno, que las entidades no existan, sino que no tienen esencia. Su verdad relativa es que surgen en dependencia de causas y condiciones.
A partir de allí, uno puede preguntarse, con un propósito eminentemente político en mente, y con la vista puesta en la necesidad de integrar diversos horizontes de sentido (algunos de ellos irrenunciables para nosotros), si la vacuidad (la ausencia de esencia) de un capitalista opresor y explotador, es idéntica a la vacuidad de un oprimido y explotado.
La respuesta es que las vacuidades [son paradójicamente idénticas y distintas].
Si fueran [verdaderamente idénticas], podríamos establecer la vacuidad de las manzanas sobre las naranjas, y las acciones buenas sobre las acciones negativas.
[Si fueran verdaderamente distintas] tendríamos que dar cuenta de algún elemento esencial que las diferencie. Pero, eso destruiría toda la lógica de la argumentación.
Lo que es realmente interesante es lo que distingue y hace irreductible las vacuidades. [Para mí, en este punto], lo más importante es valorar la diferencia «residual» de la vacuidad (la identidad relativa).
Por ese motivo, me adhiero a una versión hiper-realista en lo que respecta a la negación de las esencias (o vacuidad), contra las versiones relativistas y posmodernas en boga [que pese a su entonación sagrada de la diferencia acaban reduciéndola a mera ficción: o sopa cósmica indiferenciada].
Las consecuencias políticas de ello deberían inferirse con cierta facilidad. Sin embargo, las corrientes principales del budismo occidental contemporáneo (y, por qué no, también del budismo tradicional) tienden a hacer caso omiso de este problema (por razones estrictamente «ideológicas», en sentido marxista), o a interpretarlas según el modelo que Dostoievski ilustró con el fragmento del «Gran Inquisidor».
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Lo que es paradójico es que las dos verdades son idénticas y distintas.
Si enfatizamos la distinción, acabamos sustantivando la división «apariencia y realidad».
Si enfatizamos la identidad, acabamos reificando una verdad en detrimento de la otra, en cualquiera de las versiones disponibles.
Por ese motivo, propongo una suerte de hiper-realismo que vaya más allá de toda alternativa reduccionista.
Sin embargo, no estoy pensando estas cuestiones con un propósito metafísico en mente. Estoy pensando en ello convencido que debemos recuperar la ética y la política como filosofía primera. Por ese motivo insisto en establecer como punto de partida una visión hiper-realista.
Una perspectiva realista ni reifica ni reduce los fenómenos a un lenguaje descriptivo alternativo. Está con lo que hay, y trabaja a partir de allí todo el potencial que la experiencia encarnada ofrece a través de sus dimensiones subsidiarias (arte, religión, ciencia).
Por otro lado, no podemos establecer (1) que la verdad relativa y la verdad última son completamente distintas y, a continuación, afirmar que (2) eso no significa que «todo vale»; sin que ello suponga (3) serias consecuencias éticas y políticas. Algo importante queda despreciado en el tránsito entre (1) y (2).
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La idea de que un CEO o un comandante militar pueda establecer, a través de argumentos metafísicos, que la última verdad acerca de sí mismo es «vacuidad» (lo que sea que signifique para él o ella esa palabra mágica), resulta en consecuencias tramposas y peligrosas. Por eso pienso que debería ser una prioridad escribir un nuevo análisis, en la línea de Weber, que podría llamarse «Nuevo Budismo como espíritu del hiper-capitalismo» o algo por el estilo.
A modo de ilustración, daré algunos ejemplos.
Como ustedes saben, en Argentina ganó las elecciones un candidato que representa un proyecto político socialmente regresivo, que está implementando un programa de austeridad terrible (e innecesario), tomando una enorme cantidad de deuda en un escenario financiero enloquecido y destruyendo la frágil industria local, produciendo altas tasas de desempleo, con el fin de bajar los costos laborales, creando millones de nuevos pobres.
Lo que me interesa es la conexión de la retórica de este gobierno con eso que yo llamo «el budismo corporativo», que le permite jugar de manera perversa con todo el conjunto de distinciones que alimenta el binomio «realidad-apariencia», de manera muy sintomática.
Hace unas horas leía las declaraciones de su socio más importante en esta contrarrevolución conservadora que está sufriendo América Latina, al presidente Michel Temer, quien señalaba que su política estaba inspirada en la que llevó adelante Margaret Thatcher en Gran Bretaña.
Mauricio Macri decía cosas semejantes antes de iniciar su campaña populista en el 2015 con el fin de hacerse con la presidencia. Muchos de sus seguidores son inflamados defensores de las obras de Ayn Rand, Friedrich Hayek y Mario Vargas Llosa, en una combinación explosiva que adornan con la «sabiduría» de la auto-ayuda y las nuevas espiritualidades, entre las cuales, el budismo y sus derivados tienen un rol destacado.
La estrategia populista del gobierno de Macri se esfuerza en sintonizar con estas nuevas sensibilidades. Por ejemplo, el consejo de ministros del gobierno de Macri, cuando se reúne, no discute las políticas públicas. Lo que se enfatiza es que ellos hacen «retiros espirituales», en chacras y estancias campestres, en las que, en su mayor parte, se esfuerzan en el diseño de estrategias comunicacionales que acompañan la implementación del plan de austeridad, que es el verdadero objetivo del gobierno.
Sin embargo, el gobierno no habla de austeridad, ni habla de ajustes, ni habla de desempleo, ni habla de recortes sociales. El gobierno habla de «sinceramiento». Lo que vemos, lo que sentimos, lo que percibimos e interpretamos, no es la realidad, es pura apariencia. Detrás de todos estos fenómenos esta la verdad, la cual se representa con la salud de su presidente, la belleza de la primera dama, el éxito social, y la ola de personajes hollywoodense que en estos días invaden el escenario porteño convertido en el teatro en el que se despliega nuestro «regreso al mundo verdadero», después de doce años perdidos en las meras apariencias.
Por su puesto, soy consciente que Argentina es un país raro (aunque uno debería preguntarse, ¿qué país no lo es?), pero justamente, esa rareza es la que resulta más interesante a la hora de desenmascarar el aspecto ideológico detrás de toda esta movida, y la extraña asociación de «tradiciones» detrás de los cambios culturales que acompañan estos cambios estructurales en la economía y la sociedad argentina.
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Otro ejemplo: hace algunos meses, en Valencia (España), se organizó un retiro de meditación con un importante maestro occidental, Alan B. Wallace. En el mismo estuvo presente Rodrigo Rato, un famoso político español del Partido Popular, ex presidente del Fondo Monetario Internacional, que está siendo investigado por estafas al Estado y otros actos de corrupción usuales. Lo interesante es la enorme publicidad que se le dio al asunto y, según me cuentan quienes participaron en el evento, la relevancia que le dio la propia organización y muchos de los participantes a la presencia del exministro de Hacienda. Hay una extraña y peligrosa promiscuidad entre muchos budistas occidentales y el establishment que da que pensar, comenzando con la fascinación con Hollywood y lo que eso implica en el imaginario colectivo a nivel global.
Pensando en el budismo tibetano, especialmente, entiendo la estrategia del Dalai Lama y su séquito por razones obvias. Sin embargo, las opiniones políticas del Dalai Lama son recibidas por muchos de sus seguidores de manera acrítica, ciega, debido justamente a una articulación religiosa que tiende a suspender cualquier disidencia (en cualquier área) como una suerte de desviación moral peligrosa. Pero eso ha dado como resultado una suerte de homogenización del imaginario de los budistas occidentales asociados al budismo tibetano, en lo que respecta a su percepción política del mundo que resulta muy problemática.
Obviamente, si pensamos en esa autoridad política que de facto tiene el Dalai Lama, debido a la autoridad religiosa de la que esta investido entre sus seguidores, y la comparamos con el modo en el cual cuestionamos esa misma pretensión de autoridad e «interferencia» política cuando la ejercita otro líder religioso, como ocurre con el Papa Francisco, salta a la vista lo problemático del asunto. Supongo que habrá que analizar cuánto en este solapamiento entre el orden religioso y político está relacionado con los diferentes modelos de acomodamiento en las sociedades del Atlántico norte.
Con esto, sin embargo, no estoy promoviendo una política laicista de completa separación, ni mucho menos. Sólo intento poner de manifiesto que, pese a su pretensión de lo contrario, la comunidad budista occidental en modo alguno escapa a las tensiones entre lo teológico y lo político. Vale la pena, en este sentido (y prometo continuar con este análisis en otro post, analizar, por ejemplo, el Ratnavali de Nagarjuna, a la luz de un texto muy interesante de Al-Farabi sobre Platón, sobre el cual Leo Strauss nos llamó la atención).
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Otro ejemplo puede ayudar a entender lo que quiero decir. Poco después del comienzo de la llamada «crisis de los refugiados», el Dalai Lama fue entrevistado en Alemania. En ese momento, el debate acerca de lo que debía hacerse con los recién llegados estaba en plena ebullición. El Dalai Lama opinó entonces que los refugiados no podían ser recibidos por Europa debido a su gran número y recomendó que se hicieran esfuerzos para resolver los problemas que habían producido la crisis en Siria. Con el tiempo, esa opinión del Dalai Lama fue modificándose, pero el daño ya estaba hecho. La entrevista inundó las redes sociales, acompañando la opinión con la siguiente descripción del Dalai Lama: «El refugiado más longevo del mundo opina que…». Además de ser falsa dicha descripción, el carácter ideológico de la entrevista resultaba evidente. Pero lo interesante es la manera en la que se replicó dicha argumentación entre los budistas tibetanos, quienes rápidamente respondieron renunciando a articular argumentos decididos a favor de una política responsable que asumiera los costos de la tragedia.
Por supuesto, la posición del Dalai Lama era interesante e «iluminada» en muchos sentidos. Podía ayudar a pensar con más amplitud las causas del problema. Sin embargo, en su conjunto, resultó negativa. Como juzgo negativa su militante manifestación de amistad con George W. Bush.
Recuerdo, hace algunos años, su visita a Buenos Aires. Participé de todos los eventos que realizó. En todos ellos no dejaba de nombrar a su «very dear friend, George W. Bush». Obviamente, muchos de nosotros nos sentimos avergonzados ante tantas muestras de simpatías hacia un gobernante que, seguramente cumplió un rol importante en la causa tibetana frente a la opresión China, pero que ha sido tan pernicioso para muchos otros pueblos del mundo.
En breve, creo que, en cuestiones políticas, la opinión del Dalai Lama es como la de cualquier otra persona, y no deberíamos de modo alguno tomarlo como un referente absoluto. E insisto en esto, recalcando que el Dalai Lama es un referente crucial en mi vida espiritual. Sus enseñanzas han ido conformando en los últimos treinta años mi discurso filosófico y religioso de manera rotunda, hasta el punto de considerarme en este sentido, uno de sus seguidores.
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Ahora bien, no creo que esta posición del Dalai Lama sea circunstancial. Por el contrario, creo que está asociada a un conservatismo que es bastante evidente entre los budistas tibetanos, en general. Pero no quiero hacer de este el tema de mi conversación, aunque considero que, para la articulación de una narrativa emancipatoria, y debido al enorme peso que tiene la posición del Dalai Lama a nivel global, resulta finalmente un obstáculo.
Por ejemplo, siempre me ha resultado muy sintomática la resistencia de la izquierda frente a la causa tibetana. Por supuesto, en parte, esto es comprensible si uno piensa en las simpatías que suscitó el maoísmo entre muchos izquierdistas en su momento, y la fuerte tradición antirreligiosa, atea, que caracteriza a esta corriente. Sin embargo, creo que hay algo más profundo y problemático, que está asociado (como contrapartida) a la actitud de «estudiada» indiferencia de los budistas tibetanos frente a otras reivindicaciones de justicia en el mundo.
Ejemplos de ello son las narrativas oficiales del budismo tibetano importadas a América Latina. Pero, también, la manera en la cual el budismo tibetano se ha embarcado en una agenda de integración con la ciencia contemporánea.
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Hace algunos años participé en el Summer Research de Mind and Life organizado en Alemania. Tuve ocasión de hablar con Mattieu Ricard. Lo que me llamó la atención fue la sesgada y (en muchos sentidos «superficial») comprensión de los problemas inmediatos que estamos padeciendo a nivel global. Aunque un experto en cuestiones del corazón, Ricard era completamente indiferente a los efectos políticos de su discurso en América Latina, donde tiene numerosos seguidores entre la derecha política heredera del pinochetismo.
Eso me ha hecho pensar en los sectores dominantes del budismo tibetano como en el Opus Dei de la Iglesia Católica. Aunque también asocio algunos elementos nocionales, utilizados ideológicamente, como es el karma, a sus análogos calvinistas, como la predestinación, que permiten una fuerte justificación de clase.
Todo esto no tiene el propósito de menoscabar la religión budista, su pedagogía, el camino espiritual que propone, ni a sus líderes espirituales y sus iglesias en Occidente. Lo que pretende es promover un debate abierto, crítico, que implica una suerte de rebelión entre aquellos de nosotros que admiramos y nos identificamos con el budismo en Occidente, de manera semejante al modo en el cual nos hemos rebelado contra las tentaciones teológico-políticas que intentan coartar nuestra libertad democrática o suspender nuestras luchas a favor de la justicia social.
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Hace unos años tuve la oportunidad de charlar extensamente con Stephen Batchelor. Acababa de publicar su controvertido libro After Buddhism. Obviamente, además de su obra, lo que me llamó la atención fue el ataque concertado contra la misma (y contra su persona) de los representantes occidentales más reputados (Alan Wallace, tal vez, el más articulado en su crítica, rondando la condena personal).
En aquel momento le llamé la atención a Batchelor acerca de un cuento de Jorge Luís Borges, «Los teólogos», que cuenta la historia trágica de una confrontación entre dos importantes intérpretes católicos en el siglo XII. Convinimos que hasta cierto punto, en lo que concierne a la discusión filosófico-teológica, el budismo en Occidente se encuentra aún cautivo del escolasticismo proselitista tibetano, que en muchos sentidos es pariente de nuestra historia de herejías y prohibiciones medievales.
Por supuesto, el escolasticismo tiene virtudes extraordinarias para destacar (aquí no lo utilizo como un adjetivo despreciativo), pero en momentos críticos como el que estamos viviendo, resulta un serio obstáculo a la hora de explorar temas que ni siquiera merecían consideración en el horizonte de una sociedad teocrática, o que no son interesantes para las autoridades y élites culturales por razones estratégicas o institucionales.
Para mí, los temas más significativos giran en torno a cómo acomodar nuestra imaginación política actual, con las «verdades» que nos propone el budismo tradicional. Esta es la tarea pendiente. Hemos reinventado el budismo para que se acomode a nuestra política cultural y nuestras políticas identitarias, pero ¿qué vamos a hacer con la democracia y la justicia social en la era de la globalización y la exclusión?
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Volviendo a la distinción «apariencia-realidad» que estamos discutiendo, creo que tenemos que hacer un esfuerzo crítico para cancelar la hegemonía de esta distinción en nuestra descripción de la realidad. Y tenemos que hacerlo utilizando la argumentación analítica y la crítica cultural.
Por otro lado, tenemos que combatir la idea de «interioridad» (de una vida interior) que es más genuina, «más auténticamente lo que verdaderamente somos», que lo que manifestamos pública o socialmente.
Obviamente, hay importantes razones para hablar de una «revolución interior», pero el discurso tiene una faceta perversa que debe ser corregida. Esto puede sonarle terrible a algunos, pero además de ser muy marxista y wittgensteiniano (by the way) es muy budista. Porque si tuviera que decirlo utilizando una imagen emblemática, diría que un auténtico maestro budista se define (precisamente) como alguien que no tiene vida privada tal como nosotros la entendemos.
Cuando uno lee los textos del Canon Pali, por ejemplo, si hay algo que llama la atención es justamente esa ausencia de «privacidad» del Buda. Uno podría creer que «irse de retiro», aislarse, consiste en «privar-se», pero es justamente lo contrario. Uno se va de retiro para cancelar su privacidad, o más bien, para aprender a superar enteramente la distinción público-privado, con el fin de poner la totalidad de su propia vida a la luz. Por eso resulta tan burda la jugada ideológica de presentar a nuestros líderes en su vida cotidiana, en su privacidad, intentando hacérsenos tragar que lo más auténtico de ellos es lo que no nos muestran, aquello que sesgadamente ponen de manifiesto en su vida íntima.
Y es por ese motivo (un motivo de política cultural) que tenemos que ir en profundidad y refutar cualquier residuo positivo de la vacuidad.
Cuando los budistas hablan de vacuidad hablan de un fenómeno exclusivamente negativo, sin residuo. Pero si es así, y no queremos quedar cautivos de una perspectiva nihilista, tenemos que llevar el argumento hasta sus últimas consecuencias.
Y allí, lo que nos encontraremos es que la negación como negación es idéntica en todos los casos, pero como siempre es la negación de un particular, en cada caso es diferente.
Por ese motivo, si tengo que decir qué es y quién es en última instancia el CEO o el comandante militar o (para el caso, el revolucionario, el santo o el trabajador) diré que es precisamente (aunque circunstancialmente) eso que tengo delante, que obviamente puede y debe ser entendido como algo mucho más complejo, multidimensional y contradictorio, pero, de seguro, no es la transparente realidad/espaciosidad que figura en nuestros libros de autoayuda budista.
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Bueno, esa es precisamente la versión ideológica que convierte al budismo en Occidente en sospechoso en el campo político, y en un obstáculo para cualquier cambio emancipador.
Pero vamos por partes:
Con respecto a la idea de adoptar una visión hiperrealista, lo que quiero decir es que existe una tentación muy grande en seguir atados a la dualidad «apariencia y realidad». La cual se articula del siguiente modo:
Los fenómenos son aprehendidos como si fueran verdaderamente existentes (como poseedores de una suerte de «esencia» objetiva), cuando en realidad están vacíos de existencia inherente;
Eso significa que son ilusorios;
Pero hay una manera más verdadera de percibirlos;
Sin embargo, eso no significa que nosotros adoptemos una postura que afirma que «todo vale» (nihilismo), porque si queremos acceder a esa perspectiva iluminada que nos permitirá ver las cosas como realmente son, tenemos que ser personas éticamente saludables.
Esta es la primera línea argumentativa. La segunda línea argumentativa nos dice que, obviamente,
nosotros no tenemos acceso a esa visión iluminada, pero
hay seres iluminados y administradores de esa sabiduría iluminada (su sacerdocio) que si lo tienen.
Por lo tanto, podemos renunciar a nuestras opiniones y ponernos a disposición de esa expertise para resolver nuestros dilemas ético-políticos.
Obviamente, el caso más flagrante de ideología en estado puro ocurre cuando el practicante le pide al maestro que le haga un «mo» (adivinación) porque no quiere pagar el precio de tomar una decisión y necesita que alguien la tome por él o ella.
Pero en términos políticos ocurre algo parecido. Simplemente, la mayoría de los budistas pasan de la película, como si vivieran en Marte, o en una suerte de Shangri-la.
Vimos algo semejante en esta campaña electoral en los Estados Unidos, cuando el Dalai Lama se sumergió en Londres en la campaña de apoyo a Hillary Clinton de manera abierta. O, cuando el Dalai Lama, en su primera intervención frente a la crisis de refugiados defendió la postura alemana de que Europa no podía recibir a todos los refugiados. Con el tiempo, esa postura fue cambiando, pero la gente en los centros budistas tendió a repetir lo que su líder religioso proponía como opinión política, sin filtro crítico de por medio.
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Volviendo al tema anterior: en realidad, lo que el argumento de la vacuidad refuta es una noción metafísica (la existencia de una esencia [existencia inherente] y no los fenómenos mismos). Por lo tanto, no plantea una alternativa a los fenómenos que percibimos, sólo niega que existan de cierto modo.
Es decir, la vacuidad no dice nada acerca del mundo, sino del modo en que el mundo existe. La vacuidad nos regresa a nuestra responsabilidad individual y colectiva de manera brutal y sin residuo. Nos obliga a preguntarnos sin mediaciones: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué experimentamos el mundo como lo experimentamos? Y estamos de regreso en el surgimiento dependiente, la causalidad en todas sus dimensiones: materiales, biológicas, psicológicas, espirituales, políticas, etc. todas las que quieras. Y con ello, la demanda ineludible de estar llamados (por las circunstancias existenciales mismas) a articular proyectos individuales y colectivos con diversos bienes o metas significativas en el horizonte.
Pero es ahí donde aparece la ideología en estado puro. En vez de concentrarnos en cambiar la realidad, hacemos lo que se ha hecho desde siempre, «posponemos» los juicios sobre esta realidad tan complicada que tenemos delante, y nos desembarazamos del costo que supone pensarla y transformarla aquí y ahora. Es decir, adoptamos una postura conservadora, encontramos un sinnúmero de justificaciones para que las cosas sigan estando como están.
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Recuerdo hace unos años, escuchando a un famoso historiador tibetano, en Oxford, hablando de su fascinación y su enorme admiración por la monarquía inglesa y su confesión (extraordinaria para mí en aquel momento) de que la monarquía británica era lo que ponía coto a las fuerzas revolucionarias que podían acabar con la estabilidad del país (de ahí su admiración).
Obviamente, el impacto de la llamada «Revolución Cultural China» para los tibetanos ha sido una tragedia, y obviamente, en su caso, es comprensible esa fascinación con lo que el historiador llamaba la «historia evolutiva de Gran Bretaña» en contraposición con la «historia revolucionaria francesa o rusa», por ejemplo.
Pero, qué ocurre cuando miramos la historia del imperio inglés desde otra perspectiva, cuando la miramos desde la de los excluidos y oprimidos, y observamos lo que estos han padecido, no durante una generación, sino durante siglos, y lo hacemos prestando atención a los ideales que ese imperio decía representar y defender en el mundo (democracia y justicia social) y las verdaderas consecuencias de su acción.
No creo que quepan muchas dudas ahora mismo que el budismo tibetano es profundamente conservador desde el punto de vista político y socio-económico. Lo fue antes de la llegada de los chinos a Tíbet, y lo sigue siendo en el exilio. La noción de justicia social es prácticamente inexistente, y con respecto a la democracia no caben muchas dudas que no es precisamente una noción relevante en su imaginario. Como en la filosofía política clásica, platónica, o en la política medieval cristiana, la política es, al fin de cuentas, cuestión de sabios o filósofos, no es algo que concierna directamente a los individuos.
Pero todo eso sería más o menos irrelevante si esta visión de las cosas no estuviera asociada, cada vez con mayor fuerza, con las élites culturales, políticas y financieras que «comandan» el capitalismo global.
Yo creo que el budismo occidental, como en otra época el protestantismo calvinista, se ha convertido en el «nuevo espíritu del capitalismo global». Obviamente, eso no quiere decir (como bien señala Zizek) que el capitalismo sea homólogo al budismo, pero si que el budismo es «homologable» al capitalismo global, y es allí donde debe entrar la crítica ideológica.
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Con respecto a la pregunta acerca de la actitud o postura que debamos cultivar con respecto a algunos líderes políticos que consideramos «enemigos o antagonistas» ideológicos (al menos circunstanciales) de nuestros ideales emancipadores, quisiera decir unas palabras, porque es un tema recurrente en los argumentos que promueven una suerte de quietismo político.
Mi respuesta, en breve es: «Cuáles sean las consecuencias personales para ellos: que se vayan al infierno imaginado por Dante, o sufran en los ciclos de existencia descritos en la imaginería indo-tibetana, no es el tema de esta discusión.
Y para refrendar mi posición, contaré una anécdota:
Recuerdo una ocasión en la que, comiendo con Dagri Rimpoché en Barcelona, nos contó la historia del día en el cual recibieron la noticia de la muerte de Mao Tse Tung en su monasterio en Tíbet. Los militares chinos alinearon a todos los monjes en el patio y les comunicaron que Mao había muerto. Evidentemente los oficiales chinos esperaban una muestra de respeto por parte de los tibetanos. Sin embargo, después de un rotundo silencio que llenó el patio del monasterio, Dagri Rinpoche, que entonces era un hombre joven, no pudo contener la risa. Comenzó a reírse a carcajadas. Para horror de los chinos, a los pocos instantes, la muerte de Mao se convirtió en una carcajada cósmica.
Lo que quiero decir con todo esto es que debemos escapar al chantaje ideológico que nos incapacita, nos paraliza o nos «divierte» de los asuntos éticos y políticos fundamentales que tenemos la responsabilidad de resolver, obligándonos a posponer la justicia «más allá de esta vida», con el fin de preservar (de ahí el conservadurismo) el mundo tal como lo conocemos.
Obviamente, yo no creo en una justicia implacable o perfecta (en este mundo). No creo que el tema de la justicia sea cuestión de «todo o nada». Por el contrario, creo que una de las cualidades que debe encarnar un bodhisattva es asumir cierto grado de injusticia contra sí mismo para hacer nuestras relaciones posibles, viables. Pero estamos en una situación extrema que merece un tipo de seriedad que la discusión «teológica» (con todos mis respetos) no tiene.
Qué vaya a pasar con un líder político o un CEO que contribuye a una catástrofe medioambiental, que pone en riesgo la vida de todos, o promueve una política económica que destituye las vidas de seres humanos de todo su potencial emancipador, que es autor intelectual o material de un genocidio, no es el tema que me incumbe aquí y ahora.
Obviamente, desde una perspectiva religiosa o espiritual, esta persona merece todo nuestro amor y cuidado, y es parte de nuestra vocación no excluirla de nuestra esfera de consideración y trabajar por su salvación espiritual personal.
Pero, repito, ese no es el tema. Estamos hablando de regresar la discusión a una dimensión «realista» en la que podamos juzgar de manera no partisana las causas y las condiciones de una experiencia colectiva emancipadora, sin las constricciones que nos impone la política fundamentalista, que nos obliga a suspender nuestro juicio para acomodarse a ideales que, finalmente, acaban poniéndose al servicio de las oligarquías dominantes.
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Con respecto a la prioridad de lo ético-político por sobre lo metafísico y soteriológico, hay varias razones para ello, pero la más importante (quizá) es que tenemos que aceptar que nuestros argumentos tienen que acomodarse a un escenario multicultural, pluralista en términos religiosos, que nos exige traducciones en un escenario secular de disputa en el cual, algunos de nuestros ítems argumentativos acaban siendo puestos al servicio de una política regresiva.
No quiero ahondar en el tema. Quienes, como yo, hemos frecuentado centros budistas en Occidente, que hemos tenido una experiencia de primera mano entre las comunidades budistas en Oriente, e intentamos entender los argumentos que se vierten en el espacio público, no deja de sorprendernos, por momentos, cuán conservadoras y oligárquicas son muchas de las posturas que se asumen. Especialmente entre los budistas occidentales tibetanos y otros colectivos asociados.
Y esto debería llamarnos la atención, y deberíamos tener una actitud crítica al respecto, especialmente si mantenemos vivos en otras esferas los ideales emancipadores de democracia y justicia social.
De otro modo, vivimos una suerte de doble vida. Por un lado, promocionamos toda clase de respuestas contraculturales y emancipadoras (tanto en la política cultural e identitaria, como en la ecología), pero, por el otro, estamos al servicio de ideales que se asocian de manera «desvergonzada» con los poderes que hacen sostenible el capitalismo global en su versión más salvaje.