En este capítulo me gustaría abordar la cuestión del presente. Creo que es importante, antes de iniciar nuestra exploración del budismo, que tomemos conciencia de lo que implica ser moderno, lo que implica habitar una sociedad donde se ha producido un desplazamiento radical de la religión en el espacio público y una “fuga” masiva de creyentes de la órbita de las doctrinas y prácticas tradicionales.
Abordar esta cuestión como prolegómeno al estudio de las doctrinas budistas nos será de enorme utilidad. Nos ahorrara muchos malentendidos. Entre otras cosas, como veremos, porque la transmisión del budismo no consiste exclusivamente en una traducción/transmisión de elementos culturales que pertenecen a escenarios geográficos diferentes, sino que además, en muchos casos, y muy especialmente en el caso tibetano, la transmisión, por decirlo de algún modo, se encuentra en el registro de una traducción/interpretación de doctrinas y prácticas que pertenecen a otra época histórica.
Esto no es nuevo para nosotros. En el ámbito de nuestro propio universo civilizacional estamos obligados a realizar este tipo de ejercicio. Volver al pasado premoderno, sea en su versión antigua (griega, judía o cristiana), o a los textos medievales, implica moverse, dentro de la territorialidad occidental, a una época histórica diferente.
En el caso que nos concierne ahora mismo, algunos de nosotros hemos tenido la fortuna de encontrarnos cara a cara con maestros criados y educados en Tibet antes de la invasión china. Hemos tenido ocasión de convivir con los tibetanos y hemos sido iniciados a sus prácticas rituales y litúrgicas. Esa experiencia ha sido muy valiosa, porque nos ha permitido acceder de primera mano a las peculiaridades de dicha cultura. Sin embargo, es preciso reconocer que, al menos en nuestro caso, no estábamos preparados para interpretar adecuadamente la experiencia con la cual nos enfrentábamos. Por un lado, por falta de herramientas conceptuales adecuadas, no sólo para la comprensión de las doctrinas y prácticas exóticas que se nos presentaban, sino también, por la falta de una comprensión auténtica de nuestras propias peculiaridades.
Ahora comprendemos que el estudio de materias como la religión, en la cual el elemento hermenéutico tiene un peso inmenso, no puede dejar de incluir en el proceso de comprensión, al propio sujeto que intenta realizar dicha comprensión. Es decir, un paso ineludible de todo el proceso de aprendizaje en estos menesteres consiste en poner bajo la lupa al propio investigador, el trasfondo o imaginario con el cual se aproxima de manera implícita al objeto de su interés. Eso implica (1) adoptar una postura crítica frente a las formulaciones explícitas que el propio observador o investigador ha adoptado como verdades, y que por ello colaboran en el condicionamiento de la interpretación de las doctrinas y prácticas novedosas; y (2) adoptar una postura semejante frente a las propias prácticas (la mayoría de ellas inarticuladas, pero asumidas plenamente por los partícipes en un juego de vida determinado), que median en nuestra comprensión del objeto en cuestión.
Por estas razones, como decía, vamos a abordar la cuestión de la modernidad, especialmente centrándonos en uno de sus aspectos más relevantes, la secularización, como una de las peculiaridades de nuestra condición presente.
Teniendo en cuenta que en ocasiones se presenta al budismo como una religión atea, o se la presenta como una “forma o estilo de vida” en contraposición a una práctica religiosa, queremos saber hasta qué punto nuestras preferencias en este respecto no se encuentran condicionadas por las necesidades que nosotros, como habitantes de un mundo secular, pretendemos encontrar en esas lejanas geografías de lo sagrado donde el budismo ha echado sus raíces culturales.
Recordémoslo: nosotros habitamos un mundo vaciado de contenido religioso en el espacio público; un mundo, como decíamos más arriba, en el cual, exceptuando los círculos de especialistas, se han fragmentado los relatos sistemáticos transmitidos por las grandes tradiciones religiosas y se han vaciado las prácticas sacramentales y litúrgicas que en su momento daban forma a la totalidad de la experiencia del creyente.
Comencemos, entonces, aproximándonos a la cuestión de la secularización. La biografía sobre esta cuestión es muy extensa. Pero habiendo explorado el estado actual del debate, por mi parte seguiré estrechamente las investigaciones que han llevado a cabo tres autores: Charles Taylor, Marcel Gauchet y Pierre Manent. Creo que pueden ayudarnos a bosquejar un cuadro aproximativo de la cuestión que nos sirva para nuestro propósito introductorio. Por supuesto, el debate está lejos de haberse cerrado y hay muchas otras posiciones respecto a lo ocurrido. Mi intuición, de todos modos, es que los autores que he citado tienen algo importante que decirnos. Especialmente, el trabajo de Taylor resulta esclarecedor (1) porque ha sabido indagar en los hechos históricos de esa mutación cosmológica, antropológica y ética que es el advenimiento de la modernidad con una sólida argumentación ontológica como fundamento; y (2) porque su análisis histórico no descuida incentivar a otros investigadores a abordar una lectura pormenorizada acerca de lo que implica la modernidad para las sociedades no europeas y como debe entenderse la secularización en estos otros escenarios alternativos. Por lo tanto, siendo sudamericanos, y específicamente, argentinos, es importante leer los textos de estos grandes autores que han teorizado sobre la modernidad y sobre la secularización teniendo en cuenta que el objeto al cual ellos dedican sus esfuerzos son las sociedades del Atlántico norte. A nosotros nos toca clarificar nuestras peculiaridades.
En breve, tal como lo plantea el filósofo canadiense Charles Taylor, lo que nos interesa, básicamente, es entender qué ha ocurrido en nuestra civilización en los últimos siglos, cómo ha sido posible que hayamos pasado de una situación, alrededor del año 1500, en la cual era prácticamente ineludible la creencia religiosa, la creencia en Dios, a una situación como la actual en la cual ya no resulta axiomática la creencia, e incluso, en algún sentido, resulta difícil sostener dicha creencia en vista a las condiciones culturales en las que vivimos. Esa es la pregunta que nos incumbe, y a dar una respuesta a esa cuestión nos abocaremos a lo largo de las próximas páginas. Repito: lo que nos interesa es blindar nuestra interpretación del budismo de los malentendidos más groseros en los que es posible caer debido a un desconocimiento de nuestra propia condición.
Lo primero es responder de manera general a qué nos referimos cuando hablamos de secularización. O, lo que es lo mismo, qué implica para nosotros hablar de una sociedad o una época secular. En este sentido, podemos decir que hay tres usos que se da al término secularización.
Por un lado, se dice que las sociedades modernas son seculares en contraposición a las sociedades premodernas porque, a diferencia de estas últimas, que se encontraban enteramente fundadas en algún tipo de fe, adherencia a Dios, o noción de lo último, el Estado moderno occidental se encuentra libre de esta conexión. Es decir, el espacio público, el lugar de la política, la economía y la cultura, está libre de Dios. Esto hubiera sido impensable durante la cristiandad, y aún más inconcebible en las sociedades arcaicas en las cuales lo divino estaba en todas partes.
Por lo tanto, en este primer uso, cuando hablamos de secularización nos referimos a que las diversas esferas sociales (de la política, de la economía y de la cultura) se encuentran vaciadas de la presencia de Dios. Eso no significa, evidentemente que la gente no pueda seguir creyendo en Dios, o practicando vigorosamente su religión. Pero lo que es seguro es que la creencia y la práctica religiosa han sido desplazadas mayormente al ámbito de lo privado.
Un segundo uso de la noción de secularización hace referencia a la “fuga” masiva de practicantes en los dominios tradicionales. O, para decirlo de otro modo, la gente ha dejado de concurrir a la Iglesia. Los sacramentos se utilizan como ocasión social para marcar ciertos hitos y generar compromisos familiares, pero ya no representan lo que eran en el pasado. En Europa, donde este fenómeno ha alcanzado cotas extremas, es posible constatar que las Iglesias están vacías. Si uno asiste un domingo a las grandes y suntuosas catedrales del viejo mundo lo más probable es que se encuentre con muchos turistas y ancianos. No hay jóvenes. Los templos están vacíos. Se han convertido en museos.
Estos dos primeros usos pertenecen al ámbito sociológico. Pero hay un tercer sentido del cual nos vamos a ocupar de manera extensa, que hace referencia a las condiciones de la creencia. Lo que nos interesa en este caso, como decía, es explicar cuál es el contexto en el cual tiene lugar nuestra búsqueda y experiencia moral, espiritual y religiosa en una época como la que vivimos, en la que resulta tan difícil creer en Dios, en la que existen tantos obstáculos para formar parte de una institución religiosa determinada, en una época en la cual se nos presentan tan numerosas y variadas opciones en este terreno.
En este sentido, lo que nos interesa investigar no son las doctrinas morales, espirituales o religiosas, sino más bien lo que implica la creencia y la no-creencia en término de experiencias vitales. O para decirlo de otro modo: ¿Qué significa vivir como creyente o no-creyente?
Este tema es crucial. Recuerdo que en cierta ocasión, Sogyal Rimpoché nos contó que uno de sus maestros enfatizaba la importancia de que la gente estuviera abierta a la creencia en algo más allá de esta vida a la hora de iniciar un proceso de sanación física y espiritual. Con ello, Sogyal Rimpoché pretendía que existen dos maneras muy diversas de abordar o entender nuestra existencia, dos perspectivas alternativas contrapuestas. Por un lado, tenemos la perspectiva del creyente. Por el otro, tenemos la perspectiva del no creyente. La diferencia es el modo en que concebimos nuestra vida. En ambos casos, sin embargo, adoptamos una cierta forma moral/espiritual. Esa forma tiene, ineludiblemente una estructura, que puede ser visualizada de esta manera:
• Todos tenemos una cierta intuición acerca de la plenitud
• En vista a ello, tenemos al menos una cierta imagen acerca de cómo actuaríamos si estuviéramos en ese nivel de plenitud
• Y cuáles serían las experiencias subjetivas que se producirían una vez hubiéramos alcanzado dicho estadio.
Ese lugar de plenitud es aquel hacia el cual nos orientamos moral y espiritualmente. Es el lugar que ofrece sentido a la realidad. Podemos identificar ese lugar de modos muy diversos. Hay quienes señalan que la plenitud es la propia presencia de Dios, otros se adhieren a la convicción de que es la voz de la naturaleza, otros se refieren a una fuerza que fluye a través de todo lo existente, etcétera. Pero cualesquiera sea la interpretación que ofrezcamos acerca de ese lugar de plenitud, lo cierto es que éste señala una suerte de orden que nos permite jerarquizar y organizar nuestras prioridades.
Por lo tanto, independientemente de que hablemos de creyentes o no creyentes, parece que nuestra experiencia básica se encuentra necesariamente estructurada por una orientación básica que consiste en cierta idea que tenemos acerca de la plenitud, de la realización, y esta idea viene acompañada de una cierta intuición acerca de qué es lo que sería vivir una condición de plenitud como la que imaginamos y cuáles serían nuestras sensaciones si accediéramos ha dicho estadio. Pero además, como contracara, a esa imagen de plenitud corresponde una suerte de lugar negativo, el cual también viene acompañado de una cierta intuición acerca de lo que implicaría habitar dicha experiencia. Ese lugar negativo es interpretado como una experiencia de distanciamiento o de ausencia, en contraposición a la experiencia de presencia de lo divino, una experiencia de exilio, de confusión o melancolía. Se trata de un lugar de cautividad, de caída, y está ilustrado por infinidad de formas espantosas de encarnación.
Es decir, seamos o no creyentes, nuestra vida se encuentra ordenada a partir de una cierta intuición de lo que consideramos el bien, la plenitud, la felicidad, el propósito último, el sentido definitivo de nuestra existencia, etc. Y una intuición acerca del mal, acerca de aquellas experiencias de alienación, distanciamiento, cautividad, caída, que representan aquello de lo cual deseamos escapar. Esto es, de manera más elaborada, de lo que hablábamos en el primer artículo, cuando decíamos que todos los seres desean ser felices y no quieren sufrir. De manera ineludible, las experiencias de los seres vivientes están estructuradas por ciertas intuiciones acerca de la plenitud y su contrario. En el caso de los seres humanos, el modo en que concebimos la realización y la caída adopta formas muy peculiares y elaboradas. Pero, sea como sea, la estructura parece ser constitutiva o, para decirlo de otro modo, no parece posible pensar acerca de un ser viviente si no admitimos el carácter constitutivo de la orientación hacia el bien, en cualquiera de las formas que queramos imaginarlo.
En filosofía podríamos decir que el análisis de dicha estructura es un análisis de tipo ontológico. Y, con ello, lo que pretendemos es que se trata de un análisis de algo constitutivo de la experiencia de los seres vivientes, y en particular, de los seres humanos. Permítanme que les explique qué es lo que quiero decir cuando digo que algo es constitutivo. Por ejemplo, si juego al ajedrez sé que el alfil se mueve a través de diagonales, hacia adelante o hacia atrás indistintamente. Uno de mis alfiles corre a través de las casillas blancas y el otro a través de las casillas negras. Este movimiento es constitutivo del juego de ajedrez, en el sentido de que si alguien moviera la pieza “alfil” de otro modo, definitivamente no estaría jugando al ajedrez. En ese sentido, la orientación hacia el bien resulta una condición constitutiva de los seres vivientes, y en especial, como decía, de los seres humanos.
Por supuesto, la mayoría de nosotros habitamos una suerte de condición intermedia. No habitamos el lugar de plenitud al cual aspiramos, pero tampoco habitamos las formas de negación, el lugar de negatividad que tanto tememos. Es más, nuestra condición intermedia nos permite escapar a esas formas perversas que nos aterrorizan. No experimentamos el éxtasis, el gozo de la condición de plenitud, pero no estamos sometidos al sufrimiento indecible de la caída o el exilio definitivo del bien.
Esa condición intermedia está hecha o manufacturada por medio de una serie de disciplinas, por un cierto orden “cultural”. Se trata de una suerte de rutina que nos permite, eso sí, tomar contacto con lo significativo en nuestra vida cotidiana, manteniéndonos al mismo tiempo a distancia de lo negativo, lo monstruoso, la violencia desbordada, el enloquecimiento al cual puede arrastrarnos el deseo, etcétera. Pensemos, por ejemplo, ciertas experiencias de adicción o las experiencias de depresión profunda. Hay algo aterrador en instancias de ese estilo. El individuo es arrastrado a los límites de la indignidad.
Para algunas personas, ese lugar intermedio puede ser mucho más que un simple estadio transitorio. Puede ser un fin en sí mismo. Uno puede imaginarse que esa condición intermedia no es realmente intermedia, un escalón en el camino hacia la plena realización, sino más bien el verdadero propósito de nuestra vida. En este caso, creemos que la plenitud es lo que la disciplina, el orden cultural, es capaz de ofrecernos, las rutinas de una vida familiar, laboral, política, etcétera, determinada.
Como decía, esa estructura de nuestra vida moral/espiritual es común a los creyentes y a los no creyentes (“Todos queremos ser felices y no queremos sufrir”). Sin embargo, la vida del no creyente puede reducir la plenitud a esa condición intermedia, ahora entendida como una meta en sí misma. En este caso, se trata de vivir plenamente esa condición intermedia, o para decirlo de otro modo, se trata de “vivir la vida tal cual es”, porque es “la única vida que tenemos a la mano”, “lo único que se nos ha ofrecido”. Entonces, la condición intermedia se convierte en una forma de plenitud. Aquí el agente considera que la condición ordinaria no es poca cosa. Nos dice: nos hemos acostumbrado a creer que este tipo de vida es una vida mediocre, pero eso debido a la aspiración a una existencia en el más allá de la muerte. De este modo, el no creyente que se aferra a la vida corriente siente a la propia creencia como un verdadero obstáculo en su camino de asunción plena de esta vida finita nuestra como meta definitiva y exclusiva. En síntesis: para el no creyente, el lugar de la plenitud consiste en convertirse en un tipo de persona para la cual esta vida corriente, esta vida ordinaria, es plenamente satisfactoria.
Volvamos con atención al axioma budista que nos dice: Todos los seres quieren ser felices y no quieren sufrir. Pensémoslo de nuevo a la vista de lo que hemos introducido en este capítulo. Todos los seres intuyen que existe algo como la satisfacción plena, la felicidad, el logro absoluto, en nuestro caso, lo máximo a lo cual puede aspirar un ser humano. También intuyen que hay algo como el mal o el sufrimiento o la devastación de uno mismo. Esta es nuestra condición estructural.
Ahora bien, porque estamos dotados de inteligencia, podemos imaginar la meta de diversos modos, podemos imaginar diferentes caminos para alcanzar esa idea del bien que imaginamos y eludir el mal que nos acecha. Pero además, en el caso de los seres humanos, podemos imaginar una suerte de condición intermedia, modelada por rutinas y tareas, que apunta de algún modo a avanzar hacia el logro de nuestra aspiración a la plenitud, al tiempo que circunstancialmente nos protege del mal que nos amenaza.
Como decíamos, la diferencia entre el creyente y el no-creyente está en que en el caso del primero, en el caso del creyente, el lugar de la plenitud se encuentra estrechamente relacionado con algo que se encuentra más allá de sí mismo, más allá de la existencia ordinaria, corriente que vivimos.
Para el cristiano, por ejemplo, la plenitud es algo que nos ha sido donado en el marco de una relación personal con Dios, un ser capaz de un amor y una generosidad infinita. En este sentido, el modo de aproximarse a esa relación es por medio de ciertas prácticas, ciertas disciplinas, ciertas rutinas, como son la oración, la caridad, etc. Por lo tanto, el cristiano asocia su propia plenitud a la relación que establece con su creador, y entiende dicha relación en el marco de una continua aproximación a Dios por medio de ciertas prácticas, ciertas disciplinas, ciertas rutinas, como son la oración, la caridad, etcétera. Pero además, el cristiano es consciente de que vive en una condición intermedia. Sabe que aún está cerrado dentro de sí, que aún se encuentra atado a pequeñas cosas que le alejan de Dios, a cosas insignificantes que lo distraen y entorpece su relación con su creador.
En el budismo ocurre algo análogo. El practicante budista, pese a que no define el lugar de plenitud en referencia a una relación con un ser personal, enfatiza la trascendencia del yo. El lugar de la plenitud no es algo que el sujeto encontrará en sí mismo, no al menos en el yo tal como lo entendemos actualmente. Lo que el budista necesita es una cierta apertura que le permita recibir ese poder que se encuentra más allá de sí mismo.
Por lo tanto, los budistas y cristianos comparten algo muy importante de sus respectivas perspectivas que es necesario enfatizar una y otra vez, como decía, para eludir malentendidos. En ambos casos, el lugar de la plenitud es algo que se encuentra más allá del sujeto, más allá de uno mismo. En cambio, el no creyente moderno define el lugar de la plenitud como algo que debe conquistar dentro de sí. Esa es la gran diferencia.
Por supuesto, el caso del no creyente puede presentarse de diversas formas. En algunas versiones, por ejemplo, la plenitud consistiría en actualizar el poder de la razón. El individuo es consciente del extraordinario potencial de su propia inteligencia humana, la cual le permite conquistar la naturaleza, conquistar su propio cuerpo, someter todo lo existente a una rigurosa disciplina instrumental. Si lo pensamos bien, podemos percibir el carácter devocional del agente racional hacia ese poder que lo distingue del resto de lo existente. Lo vemos especialmente en el ámbito de la ciencia y la tecnología. Los actores en estos escenarios sienten una enorme reverencia hacia ese poder analítico e inventiva.
En otras versiones, el lugar de la plenitud no es la razón del sujeto, sino la capacidad del ser humano de contemplar de manera fría, desvinculada, el mundo que le rodea y la vida humana sin ilusión. Aquí el sujeto pretende actuar lúcidamente. Hay cierta sensación de heroicidad en el sujeto que adopta este paradigma moral/espiritual. Se dice a sí mismo: el mundo es absurdo, la vida humana es insignificante, el universo es hostil, no existe el bien y el mal. Pero pese a todo, hay una apuesta, que consiste en mantener la lucidez, en mantener la compostura, de mantener el talante ante el absurdo de la existencia en general. El lugar de plenitud es esa postura o actitud heroica frente al absurdo.
O uno puede adoptar una postura romántica (ecológica), y luchar denodadamente contra la concepción autosuficiente de la razón. En este caso, el individuo imagina el lugar de plenitud como algo que se encuentra más allá de sí mismo, como ocurre con el budismo o el cristianismo. Sin embargo, el “más allá” no se encuentra más allá de la naturaleza, sino que se encuentra en la naturaleza misma. La razón instrumental es estrecha y todo lo disminuye y fragmenta. La plenitud consiste en unirse a la naturaleza para evitar la destrucción que produce el orgullo, la arrogancia humana.
Finalmente, y lo que cada vez es más común entre nosotros, es que adoptemos una postura postmoderna, que comparte con los budistas, los cristianos y los románticos la necesidad de negar la razón autosuficiente, sin ofrecer a cambio una fuente externa de poder, un lugar de trascendencia para el yo. Para esta postura, todo está fragmentado, inevitablemente. No hay centro de ningún tipo, no hay plenitud, todo es, como mucho, un sueño. Aquí la plenitud, de nuevo, es el coraje, la inspiración, la grandeza con la cual uno se enfrenta a lo inevitable de la diversidad y la falta de sentido último.
Como ven, lo que caracteriza nuestro actual estado de cosas es que, a diferencia de lo que ocurría a nuestros ancestros civilizacionales, los cristianos de otras épocas históricas y los judíos y paganos anteriores; y a diferencia de lo que ahora mismo ocurre a nuestros contemporáneos de otras culturas, como es el caso de muchos budistas tibetanos; a diferencia de ellos, decía, para nosotros el horizonte moral/espiritual es un horizonte de alternativas, un horizonte en el cual, no sólo nuestras opciones cuentan. Un mundo en el cual, personas inteligentes, serias, con buena voluntad, a las que probablemente conocemos personalmente, no concuerdan con nuestra idea acerca de la plenitud, con nuestra idea de lo que implica vivir una vida significativa, etc.
Esto es muy diferente al modo en el cual nuestros ancestros experimentaron sus propios horizontes morales. Lo cual resulta evidente cuando pensamos en el modo que nuestros antepasados concebían las experiencias negativas, aquellas experiencias opuestas a la plenitud. Cuando uno lee al maestro tibetano Chogyam Trungpa, uno de los primeros lamas tibetanos que enseñaron en Occidente a finales de los sesenta y principios de los setenta del pasado siglo, se encuentra con un hecho curioso. A la hora de presentar la contracara de las experiencias de plenitud, Trungpa decide transformar los ejemplos tradicionales, los escenarios de terror de los que hablan las escrituras, que tienen una realidad ontológica incuestionable, en experiencias exclusivamente psicológicas. Cuando Trungpa les habla a los occidentales acerca de los infiernos en los cuales podemos renacer debido a la acumulación de karma negativo, Trungpa presenta esos modos de existencia como experiencias subjetivas.
Sin embargo, lo que queda claro en los textos tradicionales es que existen escenarios, como nuestro mundo, escenarios “reales”, en los cuales sus habitantes experimentan sufrimientos indecibles, son quemados vivos, acuchillados incontables veces, devorados por bestias terribles, etc. Parte del entrenamiento que nos propone el lam.rim, el camino gradual, al cual estaremos prestando atención, consiste en meditar en los diversos mundos de sufrimiento que experimentan los seres vivientes a lo largo de su errancia a través de la existencia cíclica, eso que en sánscrito se llama el sâmsâra. Un ejemplo semejante encontramos, por ejemplo, en las ilustraciones de Jerónimo Bosch. Los escenarios de posesión que nos presenta son interpretados como objetos reales de miedo, no se trataba de imágenes cuyo propósito era ilustrar ciertas condiciones psicológicas a las cuales podían estar sometidos los sujetos. Pero, como ocurre con las explicaciones budistas, las cristianas también han debido dar un vuelco en este sentido. Cuando en la doctrina cristiana se habla del infierno, ahora se dice que no tiene una existencia real, con lo cual se da a entender, muy de acuerdo con el giro cartesiano, con el giro subjetivista que ha traído consigo la modernidad, que su existencia es meramente psicológica. Por esa razón, cuando escuchamos frases como “todo está en tu mente”, para nosotros resultan casi evidentes, porque estamos condicionados para creer en tales cosas. Es parte de nuestro “make up”, de nuestra peculiaridad epocal.
Para los budistas del Tibet y otras tribus del Himalaya y para los aldeanos de poblaciones como Sri Lanka; de igual modo que para nuestros ancestros cristianos y otros creyentes que asumen de manera “natural” las creencias de sus sociedades originarias en nuestro propio continente, la geografía moral/espiritual a la que se adhieren es la realidad sin más. En cambio, para nosotros, las cosas son muy diferentes. Nosotros vivimos nuestra condición vital, nuestro horizonte moral/espiritual como una construcción. Es decir, no se trata de una realidad inmediata, como ocurre con nuestro entorno natural, como las montañas y los ríos que tenemos delante, que son inmediatamente reales, como eran reales para nuestros ancestros las fuerzas espirituales y los demonios que habitaban sus universos.
En este sentido, podemos decir que nuestro universo moral/espiritual se encuentra erosionado. Parte de esa erosión es producto de nuestra consciencia de que existen otras opciones. Que la nuestra en particular, si es el caso que hemos adoptado una opción definitiva, puede ser correcta, pero existen otras que no necesariamente son erróneas, en contraposición a la nuestra.
Como señala Taylor, nuestra situación existencial es paradójica. Resulta que, por un lado, vivimos nuestra realidad inmediata vinculados por medio de nuestra perspectiva respecto a ella, pero al mismo tiempo, practicamos una suerte de desvinculación, de distanciamiento respecto a la realidad, porque sabemos que nuestra manera de entender lo real es sólo una opción entre otras opciones.
Ahora bien, si queremos entender acertadamente la diferencia que existe entre la experiencia del creyente y el no-creyente, como dijimos, lo que importa no es exclusivamente prestar atención a las doctrinas explícitas de uno y otro acerca de la realidad. Lo que importa es prestar atención a los trasfondos o “marcos” tácitos de comprensión.
¿Qué son los trasfondos o marcos tácitos? Digamos que se trata de aquellas comprensiones no articuladas que damos siempre por supuestas en nuestro trato con el mundo. Recurramos a un ejemplo que nos ofreció Wittgenstein. Cuando un geólogo estudia las diversas capas del terreno, da por descontado que el universo no comenzó hace cinco minutos. No necesita explicitar esa comprensión que tiene del mundo. Su actividad se basa enteramente en ese supuesto. Si creyera lo contrario, no tendría sentido estudiar las diversas capas de la corteza terrestre. Ese conocimiento implícito es muy importante. Frente al mismo, la mayoría de las veces actuamos con franca ingenuidad.
Por esa razón, cuando intentamos articular lo tácito, los presupuestos básicos desde donde partimos, abrimos un nuevo camino de comprensión. De este modo, como estamos haciendo ahora mismo, podemos entender la gran diferencia que distingue a los creyentes y a los no creyentes. Lo que los distingue es, justamente, el trasfondo desde el cual actúa cada uno de ellos. Aún cuando compartan, en contraste con los habitantes de otras épocas y culturas, una comprensión común que responde, como decíamos, al hecho de que en nuestra situación actual, nuestra posición es sólo una posición entre innumerables otras alternativas.
Un modo de embarcarse en una clarificación sobre la brutal transformación en el trasfondo de significación que han sufrido nuestras sociedades modernas en relación a su pasado es poniendo atención a ciertas categorías conceptuales propias de nuestra época. Ejemplos de esas categorías en el terreno que nos incumbe son “inmanencia/trascendencia”; o “natural/sobrenatural
Para la mayoría de nosotros, los habitantes de las modernas sociedades occidentales, a diferencia de lo que ocurría con los habitantes de las sociedades antiguas y medievales, la naturaleza constituye un nivel de existencia independiente de la realidad. Es decir: por un lado, tenemos la esfera de cosas que conciernen a la naturaleza, lo inmanente – la existencia física, biológica, psicológica, histórica, social, económica; por el otro lado, tenemos la esfera de lo trascendente, de lo sobrenatural que hipotéticamente adopta diversas formas.
Esta distinción hubiera resultado ininteligible para nuestros antepasados. Y esto se debe a que nosotros los modernos hemos inventado un orden de la naturaleza cuyo mecanismo puede ser comprendido y explicado sistemáticamente en sus propios términos, independientemente de una hipotética significación más profunda, como podría creerse si uno se adhiriera a la concepción de que dicho orden es el resultado de un acto gratuito de amor por parte de su creador, como ocurre en el cristianismo; o la manifestación de una esfera primordial, como sostiene el budismo.
En el marco de esta comprensión básica, los occidentales hemos sido capaces de imaginar una alternativa al lugar de la plenitud. Para los creyentes, el lugar de la plenitud, de la perfección, de la felicidad, se encuentra más allá de la vida humana, es decir, se encuentra en una realidad trascendente al sujeto y al mundo cerrado que habita. Para los cristianos, el lugar del florecimiento humano está estrechamente vinculado con la relación que el hombre establece con Dios, y depende, como decíamos, del amor y la obediencia de la criatura hacia su creador. Para el budismo, en cambio, el lugar del florecimiento humano se ilustra como una experiencia permanente e irreversible de gozo y sabiduría que ocurre como consecuencia de una transformación radical de la propia identidad, y que se logra yendo más allá de los engaños, de la ignorancia de la vida condicionada. En cualquier caso, para estas dos tradiciones, el adherente, la persona devota, está llamada a realizar una suerte de ruptura interna con las metas exclusivamente inmanentes del florecimiento mundano. En un caso, como decíamos, esa renuncia es equivalente a servir a su creador, mientras que en el caso budista la renuncia está conectada con la extinción del ego.
Ahora bien, tenemos que ser cuidadosos. Porque esta orientación última hacia el más allá puede ser malinterpretada. Podemos equiparar la plenitud con la mera renuncia, como ocurre en el estoicismo. Podemos acabar pensando que se trata de renunciar enteramente a este mundo sin residuo, de renunciar enteramente a nosotros mismos, hasta la extinción de nosotros mismos. Esta interpretación implica una suerte de mutilación del mensaje de las enseñanzas budistas y cristianas. Recordemos que en el caso cristiano, una parte crucial en los Evangelios consiste en los relatos en los que Cristo hace posible el florecimiento meramente humano para aquellas personas afligidas que él es capaz de sanar. En todo caso, lo que estas tradiciones nos están diciendo es que el florecimiento humano, los logros mundanos, son buenos, pero no son nuestra meta última.
De manera análoga al ágape cristiano, el budismo anuncia como cualidades supremas de la mente iluminada el amor bondadoso y la compasión. Por otro lado, cuando prestamos atención “sociológica” a las comunidades budistas, nos encontramos con el hecho de que, de modo semejante a lo que ocurría en la cristiandad, la población se dividía entre aquellos renunciantes vocacionales y aquellos que vivían sus vidas dentro de formas corrientes de florecimiento, acumulando mérito con el fin de lograr un renacimiento positivo en el futuro.
De acuerdo con Taylor, el surgimiento de la secularidad moderna se encuentra asociado al establecimiento de una sociedad que, por primera vez en la historia, ofrece una alternativa, ampliamente aceptada por la mayor parte de sus participantes, que consiste en un humanismo autosuficiente, es decir, un humanismo que no acepta de modo alguno logros finales más allá del florecimiento meramente humano, ningún tipo de adherencia a algo más allá de dicho florecimiento.
En este sentido, cuando pensamos en las sociedades anteriores a la nuestra, pensamos en sociedades en las cuales los seres humanos no se concebían a sí mismos como la entidad más elevada en la jerarquía del ser. Para aquellas personas, el ser humano ocupaba un lugar intermedio en la gran pirámide de la existencia. Por arriba de los hombres, existían los Dioses y los Espíritus, o seres de una clase superior que demandaban y merecían nuestra adoración, reverencia, devoción y amor.
Este es el concepto global en el cual los occidentales encontramos la tradición budista. Como he dicho desde el comienzo, creo que debemos ahondar en nuestra autocomprensión, porque, debido a nuestra situación, corremos el riesgo de interpretar el budismo, como otras tradiciones orientales hoy de moda, de una manera estrecha que acaba por confirmar las tendencias excluyentes de nuestro tiempo que coinciden en afirmar que todo nos lo jugamos aquí y ahora, porque no existe nada más allá del orden cerrado que hemos inventado.