Budismo, Filosofía y política (3): ¿La religión después de la religión?

En este capítulo vamos a abordar dos cuestiones. En primer lugar, como prometimos en el capítulo anterior, vamos a dirigir nuestra atención a los caminos que llevaron al surgimiento de la sociedad moderna occidental. Lo haremos muy sucintamente, enunciando dos esferas de investigación que Charles Taylor ha bosquejado en el capítulo final de A Secular Age.

En segundo lugar, y en línea de continuidad con la aproximación de Taylor respecto a las condiciones de la creencia en la era secular, voy a permitirme traer a colación las conclusiones que Marcel Gauchet ofreció en Le désenchantement du mond acerca de lo que él llama “la religión después de la religión”.

Comencemos, por lo tanto, con la cuestión planteada por Taylor: ¿Cómo explicamos el surgimiento de la era secular? Aquí, Taylor nos invita a realizar una doble aproximación. Por un lado, nos dice, es necesario estudiar las transformaciones filosóficas que se produjeron después de la muerte de Tomás de Aquino. De acuerdo con esta versión, la crítica que se produjo durante la Baja Edad Media a la doctrina “realista” del aquinate contribuyó al surgimiento de la era secular. En esta historia del advenimiento de la modernidad, la teología nominalista, posibilista y voluntarista de autores como Duns Scoto, Guillermo de Occam y otros, dio pie al surgimiento de una ciencia mecanicista y a la creciente importancia de una nueva postura instrumental de la agencia humana. El nominalismo, por su parte, adelantó el desarrollo de esa distinción terminante de la que hablamos en el capítulo anterior, entre lo natural y lo sobrenatural, entre el orden inmanente y la realidad trascendental. Finalmente, la postura instrumental contribuyó al radical giro reflexivo que estuvo en la base de la aprehensión triunfante, intelectual y pragmática, del mundo.

Todo esto ayudó a generar el tan mentado dualismo moderno en el cual la mente se encuentra enfrentada a un universo entendido de manera mecanicista y vaciado de todo sentido, un universo sin propósito interno, como ocurría con el cosmos antiguo y medieval. Es decir, de acuerdo con esta versión, la crisis intelectual abierta durante la Baja Edad Media contribuyó al desencantamiento del mundo, lo cual implica señalar motivos teológicos detrás del anti-realismo que ayudó a vaciar al cosmos de las Ideas y las Formas significativas que habían reinado hasta entonces.

Como dijimos, Taylor reconoce la importancia de esta versión de los hechos y nos anima a explorar todo este proceso desde esta perspectiva, pero nos dice que los cambios intelectuales son secundarios en relación a una serie de reformas en las prácticas y los imaginarios sociales que transformaron el trasfondo de sentido, preparando el terreno para los cambios intelectuales de los que hablamos más arriba. No vamos a extendernos en esta cuestión. Lo importante es que en un momento determinado durante la Edad Media comienza a producirse una suerte de descontento o insatisfacción entre las élites acerca del equilibrio jerárquico que caracterizaba a las sociedades medievales que distinguían entre la vida laica y las vocaciones renunciantes, es decir, entre aquellos que vivían una vida corriente y aquellos otros que se entregaban plenamente a la devoción religiosa.

Todas las civilizaciones organizadas en torno a una “religión superior”, adoptan una distinción semejante. Por un lado, identifican las formas superiores de compromiso que apuntan a un logro “trascendente” y, por otro lado, identifican formas más prosaicas que se orientan hacia alguna forma de prosperidad y florecimiento. Taylor ilustra esto diciendo que se trata de civilizaciones que operan en “diferentes velocidades” complementarias. Por un lado están los “virtuosi” y por otro lado están los laicos. Eso lo encontramos en la cristiandad latina de la que estamos hablando, pero también lo constatamos en las sociedades budistas. Los monjes y eremitas se comprometen con la práctica devocional de manera absoluta. Los laicos organizan sus vidas corrientes ofreciendo una parcela de su tiempo y de sus bienes para garantizar un futuro próspero en esta vida y en las futuras. Al mismo tiempo, los laicos sostienen las instituciones religiosas y la práctica de los monjes y eremitas facilitándoles las condiciones para la práctica.

Ahora bien, durante la Edad Media, este orden jerárquico entró en crisis. Las élites comenzaron a demandar que se redujera la distancia entre el compromiso de los “virtuosi” y los laicos. Debido a ello, se produjeron incontables reformas cuya intención era que la gente expandiera sus formas de práctica y sus devociones. Finalmente, cuando ocurre la Reforma mayúscula, se intenta llevar a toda la sociedad a adherirse a estándares superiores.

Por lo tanto, en la Edad media teníamos el siguiente arreglo jerárquico. Por un lado, un elemento doctrinal más desarrollado que era propio de la vida devocional que tomaba forma por medio de la oración interior, las prácticas meditativas. Por el otro lado, un contenido rudimentario, que estaba dirigido a la vida corriente de los laicos, y que incluía prácticas como el ayuno, abstenerse del trabajo, atender misa, realizar actos litúrgicos, devoción a los santos, etcétera. Pero la distancia fue acortándose paulatinamente.

Hay muchas cosas que podríamos apuntar sobre todo este proceso, pero no tenemos espacio para ello, porque nuestra intención nos impide detenernos extensamente en esta cuestión. Sin embargo, creo que es importante tomar conciencia que nuestra imagen de la religión tiene una historia, que la civilización occidental estuvo sujeta a un intenso proceso de reformas que acabó borrando la distancia entre los dos tipos de espiritualidad y que esta des-diferenciación acabó contribuyendo al desencantamiento del mundo moderno.

Pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de desencantamiento del mundo? El tema es muy extenso. Lo que nos interesa es comprender cómo hemos llegado hasta aquí, que ha significado el paso desde un mundo encantado, un mundo habitado por espíritus, demonios y fuerzas morales, a un mundo en el cual estas entidades han desaparecido completamente, un mundo en el que lo único que queda es el lugar donde existen los pensamientos y los sentimiento, un lugar que llamamos “mente”, o más bien, más específicamente, “mente humana”, la única clase e mente que existe en este tipo de universo. Estas “mentes”, decimos, existen “dentro” de nosotros, en el espacio interior que nos permite o posibilidad ejercitar una autoconsciencia introspectiva.

No puedo dejar de insistir acerca de la relevancia de esta transformación. En la época en la cual los humanos aun vivíamos en un mundo encantado, este estaba habitado a su vez por espíritus buenos y malos. Estaba Satán y otros muchos demonios que amenazaban a los humanos por todos lados. Y estaba Dios y los espíritus benignos que nos protegían de los ataques de los demonios. Por otro lado, no solo existían mentes, sino también el poder residente de los objetos. Un mundo encantado era un mundo que permitía la existencia de reliquias, por ejemplo, y otros objetos de poder.

Lo que ocurre en la modernidad es que progresivamente estas entidades desaparecen. Todo comienza a estar “dentro de la mente”. Las cosas solo tienen sentido en la medida en que suscitan ciertas respuestas en los sujetos, en la medida en que somos seres con mente, es decir, criaturas con pensamientos, sentimientos, sensaciones, etcétera.

En este sentido, podemos decir que en el mundo encantado, la frontera entre la mente y el mundo se encuentra difuminada. Fenómenos como la posesión son perfectamente comprensibles en un marco de estas características. Sea en la forma maligna, en la cual nuestras facultades superiores son eclipsadas por la actividad demoniaca, o en la forma de la influencia benéfica, como ocurre con la posesión de Dios o del Espíritu Santo, que entran dentro nuestro otorgándonos de ese modo la gracia.

Visto desde la perspectiva del sujeto, podemos decir que el contraste entre el “yo” moderno y el “yo” pre-moderno ocurre especialmente en el ámbito de la experiencia existencial. El “yo” moderno es un yo atrincherado, un yo que es capaz de distanciarse, de desvincularse de aquello que es exterior a su mente. De algún modo, este yo puede entenderse a sí mismo, hasta cierto punto, como invulnerable. Sea como sea, la ambición de este “yo” es, justamente, desvincularse de aquello que se encuentra más allá.

En contraste, el “yo” pre-moderno es un “yo” poroso. Sus fuentes más poderosas e importantes se encuentran “fuera” de la mente. No hay una frontera clara entre lo interno y lo externo. El yo poroso es vulnerable a los espíritus, a los demonios, a las fuerzas cósmicas. Pensemos en el principio de sanación en este marco de sentido. La curación por medio de objetos sagrados, de reliquias, etcétera, es, hasta cierto punto, análoga a la medicina que conocemos, pero muy diferente. En el caso pre-moderno, el pecado y la enfermedad se encuentran hasta cierto punto relacionados. A lo que se aspira es a una sanación física y espiritual, justamente porque la demarcación entre lo físico y lo moral no existe.

Para nosotros, en cambio, el mundo no-humano que se encuentra más allá de nuestra mente es percibido como un dominio en el cual rige la ley natural sin excepciones. De este modo, resulta muy difícil en el mundo pre-moderno adoptar una postura de increencia. En ese mundo, Dios es el espíritu dominante, es la garantía de que en el campo de fuerzas que habitamos, el bien triunfara. Rechazar a Dios, en el cosmos pre-moderno, no implicaba, como ocurre en nuestros días, retirarse hacia el círculo de seguridad del “yo” atrincherado, sino atreverse a vivir en un campo de fuerzas sin su garantía. En ese caso, la única alternativa que teníamos era refugiarnos en otros protectores, como en su enemigo, Satán.

Por lo tanto, lo que esto pone de manifiesto en última instancia es la posibilidad de desvinculación radical que conlleva el paso a la concepción del “yo” moderno en relación al entorno físico y social. En contraposición, el yo pre-moderno, el yo poroso, era un yo inherentemente social. Las fuerzas espirituales amenazaban a la sociedad en su conjunto, y las fuerzas espirituales benefactores hacían lo propio con la sociedad. La Iglesia, como decíamos, ejercía la magia buena, garantizaba la continuidad de la comunidad afrentada por los demonios.

Todo esto desde el punto de vista antropológico. Desde el punto de vista cosmológico, la transformación que trajo consigo la modernidad también fue extraordinariamente dramática. El cosmos pre-moderno, a diferencia del universo moderno, se caracterizaba por ser una totalidad ordenada. Lo que subyacía era la idea de una totalidad existencial, organizada jerárquicamente, en la cual había niveles superiores e inferiores del ser. En cuyo ápice habitaba Dios, la eternidad, la Ideas, etcétera, y en el caso de la religión bíblica, nosotros estábamos situados en un lugar determinado en una historia definida. En cambio, el universo de la modernidad es un orden regido por leyes naturales, un universo en el cual fluye el tiempo secular, es decir, un universo ilimitado. Pensemos en la imagen que nos ofrece la cosmología actual: en ella, nosotros habitamos un planeta, dentro de un sistema solar, que a su vez se encuentra dentro de una galaxia, entre otras innumerables galaxias.

Creo que estos apuntes pueden ayudarnos a tomar consciencia de la distancia que existe entre nosotros y nuestros antepasados, y algunos de nuestros contemporáneos, como los tibetanos de los que estamos hablando. Hay muchas otras cuestiones que merece la pena estudiar. Como decía, no voy a abundar en esta dirección, pero sí animarlos a estudiar el tema en la medida de lo posible. El texto de Taylor sobre la secularización es extraordinariamente rico. Abunda en análisis fenomenológicos e históricos de enorme valor, además de ofrecernos una articulación ontológica que nos permite valorar las transformaciones eludiendo las tentaciones historicistas, progresistas o conservadoras.

Porque uno de los problemas que tenemos que encarar, en todo caso, es valorar dicha transformación. Y aquí nos encontramos con dos posiciones extremas, y dos intentos por eludir el determinismo. Hay quienes creen que el proceso de desencantamiento del mundo que ha permitido, entre otras cosas, la ciencia moderna, los regímenes políticos modernos y la economía moderna, además de una nueva concepción del ser humano sometido a una exigente autodisciplina para amoldarse a una sociedad de acceso directo con estas características, sólo puede ser interpretada de manera positiva. Otros, en cambio, sostienen que en el camino de estas transformaciones ha habido ganancias superficiales que esconden una pérdida absoluta. La postura moderna, de acuerdo con estos intérpretes, ha cometido una suerte de pecado mortal contra su propia naturaleza al robarle el alma a la creación para someterla a sus propios designios.

Quienes quieren eludir la exigencia de definirse acerca de estas transformaciones pueden adoptar dos posturas. Algunos autores se niegan a emitir juicio alguno so pretexto que se trata de realidades inconmensurables las que se contraponen. No se puede juzgar desde la modernidad lo que le antecedió, como tampoco pueden juzgarse los imaginarios sociales actuales desde el pasado o sus análogos contemporáneos.

Creo que esta última opción no es válida en última instancia. Mantener un cierto agnosticismo antes de tomar una decisión al respecto parece una elección acertada. Pero eventualmente, tenemos que decidir acerca de ello. Creo, y en esto sigo a Taylor de buena gana, que el advenimiento de la modernidad no puede ser leído de manera radical a favor de una interpretación que sólo le adjudica pérdidas o ganancias. La modernidad ha traído consigo buenas y malas noticias. La ardua tarea que nos toca a nosotros es decidir cuáles son esos logros y esas pérdidas y determinar qué puede salvarse del pasado y a qué debemos renunciar del presente si queremos vivir una vida más lúcida, más iluminada.

Como ven, no hay duda que esto es importante si queremos entender el budismo. Porque, a fin de cuentas, el budismo echa sus raíces en culturas que aún no han debatido con su propia modernidad o se encuentran dando los primeros pasos en esa dirección. Para nuestro caso, que es el estudio del budismo tibetano, les recomiendo que vean la película Kundum, de Martin Scorcese. Se trata de la historia del actual Dalai Lama, el relato de su descubrimiento como reencarnación de su predecesor, una ilustración de su educación, en la que no falta una crítica a la cultura tradicional, como así también, al fanatismo y cerrazón de Mao Tse Tung, con quien el Dalai Lama tuvo un encuentro en Pekín poco antes de la invasión definitiva, etcétera. Pero también contiene una muy interesante reflexión acerca de la modernidad. En reiteradas ocasiones el propio Dalai Lama o algún miembro de su círculo plantean el desafío que implica pensar y promover un Tibet moderno.

Es muy importante comprender que hay dos aspectos de eso que llamamos “modernización”. Por un lado, están los cambios funcionales, cambios que se encuentran estrechamente asociados con la ciencia, la tecnología, la acumulación de capital, los regímenes burocráticos de gestión estatal, etcétera. Por otro lado, tenemos los aspectos culturales que giran en torno a nuestra concepción del mundo, del ser humano, de la historia, de Dios o la divinidad, etcétera.

Muchas veces esos dos aspectos se confunden. Hay mucha gente que cree que ser moderno implica necesariamente adoptar una postura mimética con la cultura europea o estadounidense, nuestros modelos originales de modernidad. Para estas personas, ser modernos implica, en buena medida, hacer a un lado las propias tradiciones culturales para dar lugar a las culturas de los países considerados más adelantados. Esa fue la postura adoptada por los iluministas argentinos, y es la postura adoptada mayoritariamente por una parte de las élites sudamericanas en la actualidad. Para muchos, se trata de realizar una metamorfosis de la demografía local, con el fin de convertirnos en buenos europeos o, al menos, en buenas semblanzas de los europeos o estadounidenses.

No está demás decir que este tipo de actitud está basada en un doble engaño. Por un lado, la idealización de los pueblos que tomamos como modelos que llega hasta el absurdo. Por el otro lado, una interpretación perniciosa de nuestra propia cultura que sólo puede acabar resultando en una suerte de neocolonialismo cultural. Buena parte del “cosmopolitismo” imperante entre las élites tiene este tipo de sabor anti-local. Si el localismo desenfrenado resulta problemático, como el propio Dalai Lama confiesa cuando rememora el aislacionismo voluntario que los tibetanos promovieron durante siglos, y que en esta época se traduce en algunos casos en antiglobalización, la promoción de una globalización que haga tabula rasa con las diferencias, no resulta mejor. En nuestro caso, los abanderados de esa modernización malentendida promueven una mímesis: queremos ser como ellos. Incluso nos inventamos barrios que sean como los de “allá”, nos vanagloriamos de tener aquí un París o un Miami, pero más exclusivo. Y si las cosas no funcionan como queríamos, nos mudamos a esos otros lares.

En fin, la modernización no consiste necesariamente en abandonar nuestras raíces culturales. Se trata de pensar los procesos de transformación funcional de los que hablábamos más arriba a la luz de nuestra cultura. Los budistas tibetanos tienen que pensar esas cuestiones. Tienen que hacer cuentas y decidir a qué están dispuestos a renunciar y de qué modo. Ellos se encuentran abocados en esa tarea. No hace falta decirlo, pero parece prudente recordarlo, que es una prueba de inteligencia por nuestra parte, nosotros que estamos interesados en descubrir de qué se trata el budismo y otras tradiciones exóticas que han traído a nuestros barrios los vientos de la globalización, que seamos conscientes de los procesos de cambio que viven las sociedades en las cuales han surgido o han echado raíces estas enseñanzas.

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A continuación, voy a ocuparme de unas pocas páginas del libro de Marcel Gauchet, El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión, que pueden ayudarnos a poner en perspectiva nuestra atracción puntual hacia la tradición budista en el marco de una atracción más general que se ha hecho evidente entre nosotros hacia eso que se llama de manera un tanto liviana “la nueva espiritualidad”.

El libro de Gauchet es sobre la religión y la secularización. Es decir, es un intento por entender la religión a partir de una hipotética “muerte de la religión”, o como señala Taylor, es un intento por captar el fenómeno de la religión desde la perspectiva de aquellos que han vivido su desaparición.

Recordemos que en el capítulo anterior introdujimos varios sentidos del término “secularización”. Dos de ellos, dijimos, tienen un sentido sociológico: (1) el que se refiere al vaciamiento de lo religioso en el espacio público; y (2) el decaimiento masivo de la creencia y la práctica religiosa.

El primero sentido se concentra en el declive de la creencia personal para explicar la secularización del espacio público. En este relato se otorga un lugar preponderante al surgimiento de la ciencia moderna, a la cual se le concede el privilegio de haber desplazado a la religión, convirtiendo en increíbles las antiguas creencias.

La segunda teoría enfatiza una noción de la religión que le otorga a esta una función en la construcción de los imaginarios sociales. La religión, en este sentido, es entendida como un conjunto de creencias que dan pie a la articulación de un patrón de prácticas. La religión, por lo tanto, es el modo en el cual experimentamos o pertenecemos a una totalidad social superior.

Comencemos con una breve clarificación de la hipótesis que defiende Gauchet. Para ello voy a seguir muy de cerca el prólogo de Taylor a la edición inglesa de la obra en cuestión.

La teoría de Gauchet gira en torno al segundo sentido del que hablamos más arriba. Según él, vivir en una sociedad religiosa implica un modo muy diferente de ser del que nosotros conocemos en nuestra era secular. Nuestra manera de entender la historia de la religión nos dice que las transformaciones que se han producido, desde las versiones “primitivas” hasta las “formas superiores” que adoptan en el período axial el confucianismo, el budismo, las doctrinas Upanishádicas, el judaísmo profético o la teorización platónica, son un “avance”, un progreso, una actualización de los potenciales de la religiosidad.

Pero para Gauchet lo que ocurre es justamente lo contrario. Para él, la forma religiosa más perfecta la encontramos al comienzo, en la etapa “primitiva”. Los supuestos avances se caracterizan por la introducción de una incongruencia en las doctrinas en cuestión que producirán, andando los siglos, con el advenimiento de la modernidad primero y su desarrollo posterior, la muerte de la propia religión.

En breve: la historia de Gauchet nos dice que no hemos ido progresando a medida que pasábamos de un estadio religioso a otro hipotéticamente superior, sino que hemos ido atravesando estadios de deterioro hasta alcanzar la realidad social en la cual vivimos actualmente, que podemos definir como lo opuesto a la realidad originaria.

Gauchet comienza reflexionando sobre las peculiaridades del animal humano. Nos dice que los seres humanos son unos animales cuya característica distintiva consiste en la actividad reflexiva respecto a sí mismo y su propia situación. En este sentido, el ser humano no adopta una actitud meramente pasiva ante el lugar predeterminado que habita, sino que se encuentra siempre volcado a redefinirlo. Es decir, además de su capacidad autorreflexiva, el ser humano es un agente cuya capacidad le mueve a una intensa actividad de transformación del mundo.

Ahora bien, lo que distingue los modos religiosos originales es la concepción de que el orden del mundo ha sido preestablecido en la época fundacional. Dicho orden se caracteriza por ser irremediablemente fijo. En este marco, a cada uno de los individuos se le ha asignado un lugar en dicho orden que no puede rechazar. En este sentido, en el marco de las religiones “primitivas” no existe cuestionamiento alguno acerca de dicho orden con el fin de transformarlo.

En estas formas religiosas tempranas, nos dice Gauchet, el mundo había sido establecido en un pasado “tiempo de los orígenes”, que era inaccesible a todos los habitantes de ese mundo. Todos los miembros de la sociedad se encontraban en la misma situación con respecto a ese tiempo fundacional. Ninguno estaba más cerca de ese punto primordial que el resto. Cada uno cumplía su rol. El modo de aproximarse al tiempo sagrado era a través de la renovación de los rituales que se realizaba la colectividad en su conjunto.

Ahora bien, de acuerdo con esta interpretación, el resto de la historia humana se caracteriza por una progresiva ruptura con esa unidad original. La obra de Gauchet pretende ofrece una suerte de “genealogía” de las diversas etapas en ese proceso de ruptura que comienza, primero, con la creación del Estado, como ocurre en Egipto y en Mesopotamia, en el cual se rompe el equilibrio de las sociedades tempranas al concentrar el poder y el ejercicio de control en el Estado, transformado el orden sagrado en una jerarquía, en la que ahora es posible distinguir a ciertas personas o clases que se encuentran más cerca del orden invisible que otros.

En el caso de las religiones “superiores” del período axial, todas ellas tomaron el orden difuso y variado de las religiones primitivas e intentaron unificarlas bajo un principio trascendente supremo: un Dios creador supremo; algún principio de orden unificador, como el Tao; o el ciclo inacabable del Sâmsâra al que se contrapone la liberación del Nirvana; o el orden de Ideas unificadas por el Bien. Todo esto pone de manifiesto la existencia de un orden trascendente más allá del orden en el cual habitan los seres corrientes.

Eso implicaba, en primer lugar, que el orden que habitaban los seres humanos no era auto-explicativo, dependía de una realidad superior al que podía accederse o aproximarse a través de la devoción o la comprensión. Eso conllevaba, en segundo término, un paso a favor de la individuación, un giro hacia el sujeto, en tanto este era llamado a entender las ideas, aproximarse a Dios o alcanzar la Iluminación. Lo sagrado no estaba en el pasado irrevocable al cual sólo podíamos acercarnos a través del rito. Había un camino para ponerse en contacto con lo sagrado.

Como dijimos, esta ruptura con la religión primitiva tenía en su propio seno el potencial para la destrucción del orden sagrado. El resultado es la sociedad moderna post-religiosa. Eso no implica que los seres humanos hayamos logrado una comprensión absoluta acerca de nosotros mismos. Todavía estamos sujetos a una alteridad que no nos permite alcanzar esa transparencia plena a la que aspiramos. En este caso, el otro o lo otro ya no es Dios, ni es el Nirvana, o el Tao,o las Ideas eternas. Ahora lo otro es el futuro. Nuestra sociedad se encuentra abocada al futuro, el cual pretende comprender y controlar sin éxito. Por más esfuerzos que realizamos por proyectar nuestro presente sobre el futuro, más se nos escapa. El futuro se nos hace cada vez más inconcebible.

Todo esto muestra que somos, en cierto modo, la contracara de las sociedades “primitivas” que a diferencia nuestra tenían la mirada vuelta hacia el pasado originario, a la época fundacional del orden cultural que habitaban.

Pero eso no significa, según Gauchet que la religión haya desaparecido de nuestro mundo completamente. Pervive en nuestra fe personal y las prácticas colectivas que inspira. Ya no se trata, como en el pasado de un orden sagrado en el cual estábamos inmersos socialmente. Ahora la religiosidad, nos dice Gauchet, gravita en torno a un conjunto de cuestiones que las religiones “primitivas” primero, y luego las religiones “superiores” de manera imperfecta, mantuvieron ocultas, cuestiones que giran en torno a quiénes somos, a cuál es el sentido de la existencia, etecétera.

Como hemos indicado a lo largo de todas estas páginas introductorias, el resultado de este vaciamiento de la religiosidad en la esfera pública y el decaimiento en las lealtades hacia las doctrinas y prácticas tradicionales por parte de los individuos, sumado a la multiplicación de alternativas, problematiza las respuestas. La experiencia contemporánea de la religiosidad es una experiencia fragmentada que se traduce en una búsqueda espiritual en la cual los individuos pretenden encontrar respuesta a las grandes preguntas recogiendo de manera desordenada en las ruinas de las grandes tradiciones fragmentos que puedan servirles para componer lo que se ha dado en llamar “una religiosidad a la carta”.

Ahora bien, creo que la crítica de Taylor a la posición de Gauchet es acertada hasta cierto punto. Lo que le achaca, igual que ha otros pensadores contemporáneos que han hecho del “sentido de la vida” el núcleo de la nueva espiritualidad, que no tomen en consideración que existen aun adherentes que modelan su vida espiritual tras los pasos de modelos como Buda o Jesús, cuyos caminos de realización no pueden ser reducidos exclusivamente a partir de esa “sed de sentido” a la que se pretende subsumir la espiritualidad contemporánea. Lo que nos recuerda Taylor es que además de la búsqueda de comprensión, estas tradiciones tienen como elementos centrales de sus respectivos proyectos, ideales como karuna o ágape que no pueden reducirse exclusivamente, como decíamos, a alcanzar una comprensión de nuestra identidad o el sentido de lo existente. Creo que esas críticas deben ser tenidas en cuenta.

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De lo anterior se puede inferir que, de acuerdo con Gauchet, hay dos errores que es necesario eludir ante la religiosidad actual. Por un lado, creer que la pervivencia de un núcleo subjetivo de religiosidad asegura la permanencia de la función religiosa en nuestras sociedades. Por el otro lado, creer que el declive del rol de la religión en nuestras sociedades modernas representa un signo seguro de su desaparición final. En contraste con la posición de Taylor que augura nuevas articulaciones de la religiosidad y aun reserva a las religiones tradicionales un lugar en el espacio público que debe ser abordado teniendo en cuenta la fragilidad ineludible de todas las posiciones en las actuales circunstancias, Gauchet considera que la discontinuidad de la función social de la religión ya es un hecho. Sobre esta base, nos anima a explorar otros senderos, como “prolegómeno – nos dice – a una ciencia del hombre después del hombre religioso.” De acuerdo con Gauchet, hay tres aspectos que estructuraron la experiencia del hombre religioso que nos antecedió que continúan estructurando nuestra propia experiencia “post-religiosa” que giran en torno a (1) nuestros procesos de pensamiento; (2) la organización de nuestra imaginación; y (3) el problema del yo.

Creo que, independientemente de la interpretación que realiza Gauchet sobre la época histórica presente y los tránsitos que han estado detrás del surgimiento de la modernidad, e independientemente del lugar que otorga Gauchet a los aspectos que hemos indicado y ahora vamos a explorar, vale la pena abordarlos porque es posible constatar en ellos algunas de las razones que han impulsado a muchos occidentales a asumir de manera completa o fragmentaria algunas de las doctrinas y prácticas budistas de las que hablaremos en las páginas que siguen.

El primer residuo del que nos habla Gauchet es el que concierne al contenido del pensamiento. Si prestamos atención a la multiplicidad inagotable de lo sensible, la infinita trama de objetos diversos y diferencias concretas, caemos en la cuenta que involucran otra realidad: aquella que nuestra mente encuentra cuando vamos más allá de lo visible para examinar la unidad y continuidad subyacente. Esta dualidad que concierne a lo visible y lo invisible es algo que podemos constatar en nuestros procesos corrientes de pensamiento. Esta distinción se encuentra en la base de cierta aprehensión sagrada de lo real. Pero también puede ser abordada desde una perspectiva atea. En el caso del budismo, la dualidad de lo visible y lo invisible, de la multiplicidad y la unidad subyacente se entiende en términos de vacuidad, una imagen extremas que se refiere a lo indiferenciado, a lo ilimitado, a la totalidad sin centro, donde convergen y se disuelven todos los fenómenos.

El segundo residuo se refiere a la experiencia estética. Aquí, nos dice Gauchet, no se trata del modo en que pensamos la naturaleza profunda de las cosas, sino del modo en que organizamos imaginariamente nuestra aprehensión del mundo. Por un lado, es posible concebir una relación con lo real que esta circunscrita a la mera percepción de los datos fácticos que llegan a nuestros órganos sensoriales. Sin embargo, nuestro trato con las cosas se encuentra imbuido y articulado por la imaginación, lo cual hace posible la experiencia estética que transforma en significativa las experiencias ordinarias presentándolas bajo una luz familiar. La enorme relevancia del arte para la cultura moderna, que ha llevado a concebirlo como un sustituto de la propia religión y al artista como una suerte de profeta que se encuentra en contacto con algo que está más allá de la visión ordinaria de las cosas, se encuentra estrechamente conectada con el lugar privilegiado que se otorga en la tradición tibetana a la imaginación en las prácticas tántricas, por ejemplo, en las cuales el propósito explícito consiste en combatir la visión ordinaria de las cosas.

Finalmente, tenemos el problema de nuestra identidad. De acuerdo con Gauchet, si hay una lección general que podemos extraer del enorme cuerpo de devociones orientadas al encuentro de algo que se está más allá y es superior a nosotros mismos y a todas las especulaciones acerca de la realidad intangible, es la enorme dificultad que tenemos los seres humanos para aceptarnos a nosotros mismos. Es como si sólo pudiéramos tener éxito en la aprehensión de nosotros mismos si nos instalamos entre la auto-negación y la autoafirmación. En cierto modo, todas las tradiciones religiosas parecen coincidir en la implementación de dispositivos que nos llevan, de manera contradictoria, a afirmarnos y a negarnos simultáneamente. El budismo no es ajeno a este cuerpo de devociones, sus enseñanzas sobre la congruencia de la vacuidad y la interdependencia se encuentran en continuidad con esos residuos de religiosidad que le permiten al hombre moderno conectar con una espiritualidad que en principio le es ajena.