I
La primera tarea de la política es entender extensa y profundamente la realidad. Esto no significa exclusivamente entenderla racionalmente – es decir, ser capaces de manufacturar una idea clara y distinta del mundo, una idea que sea fruto del análisis metódico, ocupado en rastrear el presente en el pasado, distinguir las partes que lo constituyen, y categorizar sus funciones, con el fin último de dominar, actuar sobre la realidad, instrumentalizarla.
Nuestra visión de la política es diferente. Exige más que la razón. Involucra también al cuerpo y al corazón. Por eso decimos que la realidad política no puede articularse a partir de un documento de Excel, ni las decisiones políticas pueden formularse a partir de mediciones estadísticas. Tampoco puede concebirse a la política como un «campo de juego» donde la propaganda ejerce su astucia y manipulación. Todas estas son expresiones policiales, administrativas, de eso que llamamos «política», pero no son la política misma.
La política es siempre revolucionaria, radical, o no es política. Y esto es así porque la acción política siempre va más allá del orden impuesto por la razón «policial-administrativa», con el intento de hacer visible y expresar sus olvidos, sus ocultamientos, el trasfondo de exclusiones e injusticias subyace al orden social vigente. En este contexto, la política mayúscula no puede aprenderse en una escuela de gobierno, que aspira es producir cuadros burocrático-administrativos, en la actual dispensación encargados de defender el orden constituido frente a los desafíos de la política.
II
La política se caracteriza fundamentalmente por su vocación transformadora. Esa transformación comienza en el agente político, en la consciencia individual. La mente, las actitudes, los comportamientos del agente político son los objetos primarios donde la política ejerce su transformación.
Ahora bien, cuando decimos que el punto de partida de la transformación individual es «entender la realidad», lo que estamos diciendo es que la transformación individual está al servicio de la transformación del mundo.
Ante el problema del sentido del mundo, la política no propone a los individuos las vías «estoicas» de aceptación del mundo, o las vías gnósticas de huida del mundo (o «sálvese quien pueda»); aunque no se oponga a dichas fórmulas o disciplinas privadas de autorrealización.
Para la política, como decíamos más arriba, la transformación personal está al servicio de la transformación del mundo. En este sentido, el agente político, el militante político, es un «agente religioso» en sentido sustantivo, superior a aquellos enfocados exclusivamente en la salvación personal, aun cuando el horizonte del agente político sea secular y sus anhelos secularizantes.
De este modo, es cierto que el militante o agente político actúa en primer lugar en su psique y en su escenario emocional, modificando sus comportamientos individuales, pero la meta no consiste en forjar una identidad personal, sino encarnar a un agente universal. Todo esto explica la importancia de la «crítica de la religión», que no puede ser nunca antirreligiosa, porque es expresión de la más alta religiosidad, en tanto subsume en dicha crítica a todas las vías privadas de autorrealización al anhelo de transformación de la realidad del mundo. En breve, necesitamos cambiar individualmente para transformar la realidad, porque percibimos la injusticia del mundo en el que vivimos, la violencia, la opresión, la explotación, la miseria, la desigualdad, la indiferencia, la explotación destructiva de nuestro mundo común.
En este marco, deberían tratarse como parte de un único corpus, entre otras, las enseñanzas de Buda, Jesús y Marx, porque, efectivamente, para cambiar el mundo debemos cambiarnos a nosotros mismos, pero solo podemos cambiarnos a nosotros mismos si cambiamos el mundo. Esta es la perspectiva dialéctica, que como una forma de koan, une de manera intrínseca nuestra suerte personal con la suerte de los otros, exigiendo nuestro compromiso con la libertad, la igualdad y la fraternidad.
III
Cada uno de nosotros está llamado a contribuir a cambiar el mundo, porque es un mundo cruel e injusto. Quienes buscan la plena realización de sus existencias individuales (eso que llamamos «el sentido de la vida»), tarde o temprano llegan a comprender que esa vida plena de sentido que tanto anhelan no puede realizarse dándole la espalda al problema del mundo y a la responsabilidad que dicho problema supone.
No obstante, debido a la «lógica de la división del trabajo» y «la mecanización de la imagen del mundo», hemos acabado creyendo que no tenemos la responsabilidad de cambiar el mundo entero, sino que debemos enfocarnos exclusivamente en el pequeño patio o jardín que es nuestra propiedad, para cultivar una vida de intimidad con las pequeñas cosas que nos rodean.
Esta actitud es completamente errónea y nefasta. De la misma manera que no lograríamos tener la casa que habitamos limpia enfocándonos exclusivamente en mantener aseado el retrete, no crearemos una sociedad justa ocupándonos exclusivamente de nuestros asuntos e intereses, y olvidando por ello las condiciones de posibilidad que hacen nuestra vida posible: las clases subalternas, las minorías excluidas, la naturaleza no humana de donde extraemos nuestros recursos y nos deshacemos de nuestros desechos, otros animales no humanos.
Una sociedad injusta no permite que los individuos puedan expresar la justicia. Una sociedad injusta obliga al justo a actuar injustamente (convirtiéndolo en su cómplice).
IV
Aquí es donde la distinción entre la política profunda y la política superficial cobra sentido. La política profunda no cede ante la injusticia. Busca adecuar a la sociedad a la justicia, y no al revés, como hace la política superficial (a la que Rancière reduce a mera agencia policial, y nosotros asociamos a la «administración» o burocracia), cuya tarea consiste en educar u obligar coercitivamente a los individuos a pensar y actuar injustamente para perpetuar el orden vigente.
De este modo, si lo que queremos es verdadera, genuinamente, vivir en la justicia y en el bien, estamos obligados a cambiar la realidad cruel e injusta que hemos construido. No hay alternativa. ¿Cómo podría ser de otro modo? El santo budista Shantideva, al dedicar sus esfuerzos pedagógicos, lo expresó del siguiente modo:
«Mientras dure el espacio y mientras dure el mundo, que viva disipando las miserias del mundo».
Lo cual está en perfecto acuerdo con la Tesis 11 sobre Feuerbach en la que el joven Marx denunciaba a los filósofos por no haber hecho otra que interpretar de diversos modos el mundo, cuando en realidad, de lo que se trata, es de transformarlo.
Como señala Francisco en su carta encíclica Fratelli Tutti refiriéndose a la solidaridad, está expresa mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad:
«Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares».