CARTOGRAFIAR EL PRESENTE. El «representacionalismo» y el problema de lo real

Introducción

Uno de los principales problemas que enfrentaremos en nuestro futuro inmediato (lo que algunos denominan «la pospandemia») es que algunos de los mapas con los que contábamos puede que se hayan vuelto obsoletos. Por ese motivo, quisiera hablar en este artículo acerca de los «mapas» y los «territorios».  

Comencemos con lo más básico: un mapa solo tiene utilidad para nosotros si sabemos dónde estamos ubicados en un territorio.

Imaginemos que habitamos en una isla en medio del océano. Vivimos felizmente, en armonía con nuestro entorno natural, totalmente ignorantes acerca de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Ni siquiera sabemos muy bien qué es ese derredor nuestro más allá del dibujo en el horizonte.

Resulta que un buen día, unos extranjeros aparecen en nuestras costas, con espadas, fusiles y cañones, y desbaratan nuestra existencia apacible, matándonos o convirtiéndonos en esclavos. Los imaginarios conquistadores tienen una ventaja enorme sobre nosotros. Son los poseedores de mapas sofisticados que les han permitido llegar hasta nuestra isla, conquistarla y saquearla. 

Sin embargo, imaginemos un segundo caso. Aquí nos encontramos con el superviviente de un accidente marítimo, un náufrago que ha podido alcanzar una pequeña isla después de semanas a la deriva aferrado a los restos de la nave en la que viajaba. Entre los objetos que ha logrado rescatar de la catástrofe, hay un mapa.  Sin embargo, debido a que no logra saber dónde se encuentra en el territorio, el mapa tiene para él escasa utilidad práctica. 

Esto significa que la tarea de orientarnos exige, por un lado, un conocimiento encarnado de nuestra situación en el territorio y, por el otro lado, representaciones que nos permitan orientarnos a partir de esa situación en nuestro entorno.

Mi primera reflexión a partir de esta ilustración cartográfica es que, para enfrentar la llamada «pospandemia», lo primero que tenemos que constatar es adónde nos ha dejado «en el territorio» esta nueva crisis del capitalismo. Porque la pandemia, como todos sabemos, además de ser una crisis sanitaria, es también una crisis del capitalismo y una crisis de representación política, además de un terremoto social y cultural cuyas consecuencias son aún difíciles de discernir. 

En este contexto, uno puede preguntarse: ¿a qué islas nos ha arrojado esta tragedia global a cada uno de nosotros? Pero, además, necesitamos saber si los mapas que tenemos a nuestra disposición servirán para orientarnos, teniendo en cuenta de que existe la posibilidad (como ocurre en las películas de ciencia ficción) de que la catástrofe que hemos vivido haya trastocado el eje del planeta y con ellos todas nuestras coordenadas.  

En cualquier caso, no sería la primera vez que ocurre algo semejante. Muy por el contrario, la historia de la humanidad puede leerse como la historia de la configuración y reconfiguración de cartografías a través de las cuales los seres humanos individual y colectivamente intentan encontrar su lugar en el mundo y desarrollar estrategias para garantizar la provisión de sus necesidades, y dar forma a una vida buena. 

Por lo tanto, comenzar con la cuestión cartográfica es, a mi modo de ver, un acierto.

El mapa y el territorio

El problema filosófico que plantea la cartografía se encuadra en la cuestión general de la «representación».  Este es uno de los problemas centrales de la filosofía. Es más, uno está tentado a decir que es EL problema central de la filosofía. Una manera ilustrativa de explicar esta afirmación es diciendo que las ciencias humanas, sociales y naturales se dedican a cartografiar lo real desde diversas perspectivas, prestando atención a diversos territorios, mientras que la filosofía problematiza dichos mapas, preguntándose, por ejemplo, de qué modo los mapas (las representaciones) existen en lo real, y qué relación tienen unos mapas con otros. 

Pero incluso dentro de la propia filosofía, el tema de la representación puede abordarse desde muy diversas perspectivas. La metafísica y la ontología, cuando abordan lo relativo al ser y el ente, están hablando de la representación. La filosofía del lenguaje y la filosofía de la mente, cuando abordan la cuestión del sentido y la referencia, o la relación del sujeto y el objeto, están hablando de la representación. En la estética o en la filosofía de la naturaleza ocurre algo semejante. Y obviamente, en la filosofía práctica, especialmente en la política, el tema de la representación tiene un lugar destacado, como demuestra todo el universo de problemas alrededor de la autoridad y la representación política.  

Ahora bien, el sentido primario lo encontramos en la epistemología o teoría del conocimiento. ¿Qué relación existe entre la mente y el mundo? ¿Qué relación podemos establecer entre las palabras y las cosas? ¿Se adecuan nuestros pensamientos a lo real, es decir, nos sirven nuestros pensamientos para descubrir lo real, o son instrumentos que inventan realidades diversas sobre un trasfondo que nos es desconocido y es en sí mismo incognoscible? ¿Tienen las palabras y las cosas una relación de adecuación, o las palabras flotan a la deriva de un universo informe que las palabras moldean arbitrariamente? ¿Estamos como sujetos en contacto directo con el mundo, o solo nos vinculamos a través de nuestras representaciones? ¿Hay un trasfondo común en el cual todas las representaciones pueden conmensurarse, o las realidades representadas que habitamos, puramente convencionales, acaban siendo inconmensurables?

Las respuestas a este tipo de interrogantes no solo tienen consecuencias para nuestra comprensión del conocimiento o nuestra teoría de la verdad, sino que tienen consecuencias también a la hora de definir cuestiones teóricas en otros ámbitos. Por ejemplo: en la política o en las ciencias jurídicas, el modo en el cual interpretemos al sujeto político y al sujeto jurídico está estrechamente relacionado al modo en el cual concebimos la relación entre la mente y el mundo. De igual modo, la relación entre capital y trabajo está estrechamente vinculada a nuestra comprensión de la mercancía, o la manera en la cual concibamos la noción de valor o el dinero. Y esto, una vez más, está vinculado con el modo en el cual aprehendemos nuestras relaciones sociales y los procesos de producción, distribución y realización del capital. Lo cual depende, a su vez, de nuestra manera de aprehender en general los fenómenos sociales, es decir, la manera en la que conocemos y actuamos sobre el mundo natural y social, como nos enseña Marx. De manera análoga, cuando prestamos atención críticamente a nuestra relación con la naturaleza, la clave, como señala el filósofo noruego Arne Naess, la encontramos en la dimensión epistemológica, el modo en el cual aprehendemos lo real, o bien de manera atomista o sustancialista, animando un modo instrumental de relación, o bien en el marco de una noción de radical interdependencia, que anima la adopción de un modelo gestáltico que promueve el cuidado. En todos estos casos, la cuestión de fondo es el modo en el cual cartografiamos lo real, el tipo de perspectiva que adoptamos, y la manera que entendemos la relación entre el mapa y el territorio. 

A continuación, me valdré de un fragmento literario muy conocido del escritor argentino Jorge Luís Borges que dice así: 

En aquel imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisfacieron y los Colegios de cartógrafos levantaron un mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas.

El fragmento no tiene desperdicio. Me conformo con apuntar dos cuestiones y ofrecer un corolario.

Comienzo con lo más obvio: el tema de las escalas. Un mapa debe graficar de manera simplificada un territorio. El imaginario mapa del imperio cuyo tamaño coincide puntualmente con el mismo es inútil. Al final, nos dice el imaginario autor a quien Borges hace reseñar este asunto, solo quedan fragmentos y ruinas del mapa despedazado, habitados por animales y por mendigos. 

El segundo aspecto es filosófico. Si los mapas y los territorios fueran equivalentes, no estaríamos hablando de mapas y territorios, porque las representaciones no pueden ser jamás lo representado. Y lo que decimos de los mapas, lo decimos también de las ideas, las palabras, los conceptos, los esquemas, las llamadas «sentencias con pretensiones de verdad», etc. 

Ahora bien, esta inadecuación entre las representaciones y lo representado no es accidental. Es un aspecto constitutivo de la cognición y el lenguaje humano. Si la relación entre las representaciones y lo representado fuera absoluta (como ocurre en el imperio imaginado por Borges) no estaríamos hablando en modo alguno del lenguaje humano. Porque lo que caracteriza al lenguaje humano es justamente que, sobre un mismo referente, caben diversas referencias. Sobre el territorio pueden dibujarse infinidad de mapas.  

Sin embargo, uno de los ensueños que animó a la razón moderna fue, justamente, encontrar una representación que fuera capaz de subsumir dentro de sí misma todos los objetos relevantes de lo real. Incluso Einstein batalló denodadamente para formular una teoría unificada en su disciplina. Einstein, pese a sus descubrimientos revolucionarios, era un hijo de la razón cartesiana, un socialista, como él mismo se definía. Como Descartes, aunque a su manera, deseaba encontrar un fundamento para el conocimiento; como Kant, que quiso cartografiar un territorio donde fundar su ciencia unificada del conocimiento; y como Hegel, que intentó articular una historia unificada a través de la cartografía del espíritu en evolución, Einstein y todos los modernos creían en lo real, y anhelaban cartografiarlo descubriendo una fórmula paradigmática o maestra. 

¿Qué significa ser moderno? ¿Y posmoderno?

Durante las últimas cinco décadas, más o menos, hemos discutido qué significa ser moderno. 

A partir de la década de 1980, comenzamos a discutir la posmodernidad. 

La «Guerra contra el terror», primero; la crisis de las subprime, después; y la década de descalabro social producido por las políticas de austeridad que siguieron a la crisis financiera, convirtieron en (aparentemente) anacrónicos esos debates. 

Hoy nos enfrentamos a la pandemia y a la pospandemia con el regreso consolidado de Marx al debate público, y profundas dudas sobre la relevancia del carácter genuinamente emancipatorio de las políticas de la identidad cuando éstas se encuentran desvinculadas de una crítica sustantiva del capitalismo. 

Pasaré de puntillas sobre estos asuntos. Me referiré únicamente a la modernidad y a la posmodernidad desde la perspectiva que me interesa explorar en esta presentación, que no es otro que el tema de la «representación», en términos epistemológicos y políticos. 

Como el tiempo es tirano y el formato de este seminario no permite que me extienda, presentaré el tema de manera sucinta e ilustrativa, como si estuviera contándole una historia a mis hijos. Eso significa que la explicación contendrá imprecisiones, pero intentará aprehender lo más esencial. La metáfora del mapa y el territorio me permitirá abordar el tema de manera sencilla. 

Comencemos con la experiencia de las sociedades premodernas después de la revolución axial. Es decir: las sociedades que vivieron bajo el influjo o el imaginario de las grandes tradiciones filosóficas clásicas, como las que articularon Sócrates, Platón o Aristóteles, o las grandes religiones mundiales, como el budismo. 

Para los budistas tradicionales el Dharma existe, es real. La prueba de esta creencia es que el Buda no inventó el Dharma, sino que lo descubrió, y sus seguidores llaman al Dharma «la verdad última», más allá de las apariencias convencionales en las que están cautivos los no iluminados, los no despiertos. En este contexto, los budistas sostienen que todas las cartografías son relativas, incluso las que el propio Buda articuló para conducirnos a lo real de suyo más allá de las palabras. Hay una famosa parábola que ilustra a la perfección esta relación entre los mapas y el territorio. 

Un grupo de ciegos escuchó que un animal extraño, llamado elefante, había sido llevado a la ciudad, pero ninguno de ellos conocía su contorno y forma. Curiosos, dijeron: «Debemos inspeccionar y conocerlo a través del tacto, del que somos capaces». Por ello, lo buscaron, y cuando lo encontraron lo rodearon. La primera persona, cuyas manos tocaron la trompa, dijo: «Este ser es como una serpiente gruesa». Para otra persona, cuyas manos tocaron sus orejas, parecía una clase de abanico. Para otra persona, cuyas manos tocaron sus piernas, dijo, el elefante es un pilar, como el tronco de un árbol. El ciego que puso sus manos en el costado del elefante dijo: «Es una pared». Otro que palpó la cola, lo describió como una cuerda. El último, que tocó su colmillo, dijo que el elefante es duro, suave al tacto y como una lanza. 

He escuchado muchas interpretaciones contemporáneas de esta parábola. Incluso algunos expertos budistas occidentales suelen prestar atención exclusivamente a la relatividad de todas las representaciones a partir del ejemplo de los ciegos. Sin embargo, lo interesante es que en la parábola hay un elefante que todos los ciegos intentan describir. El elefante es el Dharma, aquello que es el caso, la verdad última. Las representaciones de los ciegos, la verdad convencional, relativa, que articulan las palabras. 

En el caso de Platón ocurre algo semejante. En el famoso símil de la caverna, Platón nos dice que unos hombres están encadenados observando las sombras de unas figuras proyectadas contra el fondo de la caverna. Liberado, uno de los habitantes ascenderá hasta el exterior donde podrá vislumbrar la verdad y el bien con sus ojos desnudos. Después regresará a la cueva, para comunicar a sus compañeros lo que ha descubierto. 

De modo que, en ambos casos, los mapas no corresponden a los territorios. En el mejor de los casos, como ocurre en la filosofía platónica, o en las enseñanzas budistas, los mapas orientan a sus usuarios para salir de la cueva o recuperar la vista y contemplar directamente lo real. 

A continuación, echemos un vistazo superficial a nuestra herencia posmoderna. Como los modernos, pese a haber decretado el fin de todos los metarrelatos, la posmodernidad está apasionada con los suyos propios: tópicos como «el fin de la historia», «la muerte del sujeto» o «el choque de las civilizaciones», alientan secretamente la articulación de una representación totalitaria, incluso cuando insisten en la fragmentación y la pluralidad de los relatos. Son, en última instancia, metarrelatos, pero fundados en la experiencia de la estafa que supuso la modernidad (la promesa incumplida de libertad y progreso que acabó convirtiéndose en un orden totalitario y campos de concentración). Sin embargo, a diferencia del imaginario moderno, el posmoderno solo acepta un lado de la ecuación. Para los posmodernos, en palabras de Derrida, todo es intepretación, y para Foucault, toda verdad es un dispositivo de poder. Es decir: existen los mapas, las cartografías, las representaciones, pero no existe lo real. Los mapas inventan, no descubren realidades posibles. De modo que el mundo se convierte en una agregación de inconmensurables burbujas. 

Ahora sabemos, como nos enseñó Marx, que, a igual derecho, lo que define una circunstancia es el poder. De modo que el orden moral del posmodernismo ha acabado, como dice Samuel Moyn, convirtiéndose en el compañero de viaje, tal vez involuntario de eso que en su momento David Harvey llamó el «nuevo régimen de acumulación flexible», el neoliberalismo, que ha acabado convirtiendo nuestras realidades en tierra arrasada. 

A finales de la década de 1960 y comienzos de la década de 1970 el proceso de globalización capitalista inició una mutación paradigmática en la esfera socio-económica, con profundas implicaciones en las esferas de la política y la cultura, y consecuencias determinantes para nuestro medioambiente. Como señala Harvey en La condición posmoderna (1990):

Aunque la simultaneidad no constituye, en las dimensiones cambiantes del tiempo y el espacio, una prueba de conexión necesaria o causal, pueden aducirse sólidos fundamentos a priori para abonar la afirmación según la cual existe alguna relación necesaria entre la aparición de las formas culturales posmodernistas, el surgimiento de modos más flexibles de acumulación del capital y un nuevo giro en la «comprensión espacio-temporal» de la organización del capitalismo.

Por mi parte, yo interpreto la emergencia de las nuevas espiritualidades, asociadas especialmente a las sabidurías de Oriente, como por ejemplo el budismo, estrechamente vinculadas al ethos posmodernista, en tanto reinterpretan las enseñanzas tradicionales del Buda, acomodándola a la nueva cultura y facilitando la expansión y consolidación de los regímenes de acumulación flexible o neoliberalismo, e interpreto a algunos movimientos sociales como el feminismo o el ecologismo, en la línea de lo argumentado por Nancy Fraser, como movimientos cooptados involuntariamente por esos regímenes de acumulación al desvincular sus respectivas reivindicaciones identitarias, de una crítica sustantiva del capitalismo. 

En el caso del budismo, pensemos que, si en el pasado sus primeros estudiosos e intérpretes asociaban la figura de Buda a la de Sócrates o la de Kant, por ejemplo, y lo consideraban un caballero ilustrado; ahora la asociación se hacía a los imaginarios nietzscheanos, heideggerianos, foucaultianos o derridianos. De este modo, el budismo coqueteaba con el nihilismo, aunque continuara promoviendo una ética burguesa, imprescindible para domesticar la negatividad aniquiladora que postulaban sus distorsionadas fórmulas argumentativas. 

A finales de la década de 1990, el proyecto neoliberal comienza a mostrar su rostro más oscuro. A la creciente desigualdad, producto de los nuevos regímenes de acumulación asociados al capital ficticio, la deslocalización, la flexibilización laboral, los ajustes y políticas de austeridad genocida, hay que sumar la beligerancia extrema, la guerra sistemática como herramienta de acumulación por desposesión, y la destrucción medioambiental. 

Es en este contexto que propongo, como hace Nancy Fraser, volver a los metarrelatos. Porque detrás de su bandera emancipadora, el posmodernismo ha acabado desarmándonos, fragmentándonos, cooptando nuestras estrategias de resistencia y distorsionando hasta la inocuidad nuestras rebeliones.

En este sentido, coincido con muchas otras personas, en que necesitamos un Dharma o un bien sustantivo para salir de la encrucijada en la que nos encontramos. Eso no significa que podamos privilegiar un mapa sobre otros mapas, sino que debemos volver a darle a lo real la última palabra. Nuestros mapas no pueden flotar en la nada, como realidades virtuales articuladas exclusivamente para nuestro entretenimiento y buena consciencia. Necesitamos determinar cuál es el territorio que queremos representar y poner a prueba la utilidad de nuestras cartografías en la praxis política, ecológica y espiritual. 

La felicidad subjetiva y el bien sustantivo

La felicidad es el fetiche de nuestra época. El dinero no puede comprar la felicidad, nos dicen, pero definitivamente ayuda. La espiritualidad posmoderna combina ambas facetas. Está entregada enteramente a la promoción del bienestar superficial del sujeto y a la justificación meritocrática de los privilegios, al tiempo que niega cualquier bien sustantivo que ponga en entredicho el goce narcisista. 

La felicidad subjetiva es a lo que el sujeto accede implementando una disciplina inteligente que le permite maximizar beneficios y minimizar pérdidas en un escenario que admite flexiblemente adaptarse sin límites a las necesidades del agente: su consciencia desnuda, descarnada. La felicidad subjetiva no necesita de lo real para lograrse. La meditación se adapta a nuestros simulacros. 


En este contexto, el problema lo plantea el bien sustantivo, que pone en entredicho a la felicidad manufacturada. El bien sustantivo es un incordio que exige al agente piruetas morales para evitar las contradicciones en las que se ve envuelto. El bien sustantivo llama a la puerta del agente y exige compromisos que desestabilizan la trabajada armonía dispuesta para el goce. El bien sustantivo no admite excusas: la felicidad espiritual y el placer material deben rendirse ante sus prerrogativas.  

Los escenarios de miseria y contaminación medioambiental son paradigmáticos en este sentido. Perturban a la espiritualidad posmoderna obligada a mantenerlos a distancia o a transmutarlos para evitar su efecto dañino sobre la felicidad buscada. ¿Cómo ser feliz en medio de tanto sufrimiento infligido con alevosía y codicia insaciable? La fiesta gnóstica no admite las trivialidades de la justicia, se conforma con una ecuanimidad que convierte en inocuas todas las reivindicaciones. 

El mundo debe ser bello, armonioso, sagrado. La naturaleza virgen, inhumana, representa el símbolo más acabado de esa pureza que el agente reclama. En cambio, el pobre, la víctima, el desposeído, en cualquier caso, responsables secretamente de sus propias caídas en desgracia, deben ser tratados exclusivamente como objetos de devoción distante. La felicidad, después de todo, está al alcance de la mano. Basta con trazar una nueva cartografía, dibujar una nueva representación de la experiencia vivida, para que la liberación esté al alcance de la mano. 

Por ese motivo, el bien sustantivo es negado con militancia férrea. No existe lo real. Solo representaciones. La injusticia distributiva, el desprecio moral, o la exclusión jurisdiccional del inmigrante o el refugiado acaba siendo también un problema de representaciones. Basta visualizar a los sujetos bajo una luz favorable en nuestra imaginación o en la cosmética mediática humanitaria que trafica con sus imágenes, para que la falta sea redimida. Para el sujeto basta un vuelco en el alma para evitar la catástrofe. El precio a pagar es lo real, que debe ser cancelado como posibilidad, porque pone límites a nuestra práctica edificante. 

Frente a la injusticia sistémica, la desigualdad lacerante y el tsunami de destrucción medioambiental. Frente a la crueldad que ilustran los campos de tortura y los regímenes de explotación laboral que alienan a los trabajadores esenciales, incluso en plena pandemia, con jornadas extenuantes y horarios rotatorios, y la abrumadora batalla cultural que se libra en la intimidad de las consciencias gracias al penetrante poder de la digitalización planetaria, necesitamos regresar al realismo, a ser orientados por el Dharma, por el bien sustantivo. 

Para ello debemos escapar de esa «figura que nos tiene cautivos», como decía Wittgenstein, impuesta por la epistemología moderna y posmoderna, que insiste con la idea descabellada de que existen los mapas, pero que los territorios, o bien no pueden ser conocidos, o simplemente no existen. Esa epistemología representacionalista, desencarnada, instrumentalista, en ocasiones proclama odas a favor de una pluralidad solipsista que convierte en un manicomio el espacio común donde deberíamos estar discutiendo lo real, y poniendo en cuestión nuestras innumerables narrativas. 


«Capitalismo» es el nombre de la cartografía con la cual tenemos que descifrar lo real en nuestra época de globalización y exclusión. La razón es sencilla. Como explica la pensadora estadounidense Nancy Fraser, todas las esferas de nuestra existencia, las esferas de la reproducción social, de la política y de la ecología, están subsumidas bajo las prerrogativas destructivas del mercado capitalista. Yo agregaría, para aquellos que intentan encontrar su propia liberación personal en las islas felices que nos ofrece la espiritualidad posmoderna, que no olviden las lecciones de la historia. Si no estamos atentos, alguien tocará a la puerta, o la derrumbará, y acabaremos muertos o esclavos.