Hace 25 años me fuí de la Argentina. Quienes me conocen saben que, desde el día que me fui, me ha obsesionado una cuestión:¿Cómo es posible que esa gente, medianamente amable, compañeros del cole y del rugby, familiares y amigos, hayan participado o apoyado el horror del genocidio en Argentina? Aun peor, ¿Cómo es posible que después de todos estos años, de todo lo que se ha dicho y visto en estos años, muchos de ellos sigan apoyando el asunto o haciéndose los distraidos?
En mi primer regreso a la Argentina, después de 7 años de ausencia, comprendí que esa gente no volvería a estar en la lista de mis amigos y conocidos, que no volvería a sentarme con ellos a la mesa. Me volví a ir y exceptuando unas pocas excepciones casuales, encuentros fortuitos y referencias indirectas, no he vuelto a tener noticias de ellos.
Sin embargo, cuando he tenido la “fortuna” de cruzarme en el camino con alguno de los personajes de mi adolescencia, compruebo que no han cambiado mucho las perspectivas que defendían. Públicamente, hay pocos que se atrevan a decir algo sobre aquellos años de terror, pero como antídoto han hecho lo posible para no tener que pensar en el asunto. Por eso, pienso, les molestan tanto las reiteradas referencias al tema que en los últimos años el oficialismo y los movimientos sociales han instalado en el espacio público. En la intimidad, los más «progresistas» justifican su falta de compromiso promoviendo la teoria de los dos demonios. En breve, condenan sin distinción toda forma de violencia.
Por supuesto, desde mi perspectiva, una persona que 30 años después de aquellos hechos macabros continúa defendiendo una posición de este tipo es mucho más perversa de lo que imagina. En realidad, lo que demuestra es la complicidad en la que de un modo u otro sucumbió durante aquellos años o en la que aun participa. Convengamos que nadie en su sano juicio que haya dedicado más de dos minutos y medio a pensar de qué se han tratado las circunstancias de ese tramo trágico de la historia argentina puede sostener un discurso de este tipo con seriedad. Se necesita anular el pensamiento, o un grado de cretinismo extremo, para sostener algo semejante. Y esto no porque no hayan existido crímenes entre los guerrilleros (no vienen al caso, realmente), sino porque lo que se juzga es algo completamente diferente, lo que se juzga es un tipo de alevosía calculada en el uso de la fuerza que hace de dichos crímenes objeto del mayor repudio universal.
Pero hay pruebas evidentes de que esta condena “abstracta” a la violación de los derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad forma parte de los imaginarios de esta misma gente que es incapaz de aplicar sus consecuencias particulares en nuestra patria. Algo que tenemos en común, por ejemplo, con muchos españoles de estos días, que se han «llenado la boca y luego la panza” durante estas últimas décadas abriendo causas contra dictadores africanos y sudamericanos haciéndose pasar por férreos defensores de la justicia, pero que ahora permanecen mudos a la hora de defender las instituciones, en su propio territorio, que intentan hacer justicia a las víctimas del franquismo.
He visto a alguna de esta gente “evolucionar” durante estos años. He tenido ocasión de escuchar a unos pocos en mis distanciados viajes a la Argentina o, como decía, en los encuentros fortuitos que he tenido con algunos de ellos fuera del país.
Recuerdo cierta ocasión, hace un par de años, en una fiesta a la que un conocido me insistió que asistiera, en la que un grupo de argentinos “bienpensantes” frivolizaba la cuestión de los derechos humanos. Ante mi intervención iracunda, un jóven que debía rondar los treinta y había sido destinado por una multinacional del deporte a Barcelona a cumplir labores gerenciales, me respondió que no era asunto suyo. Él era demasiado “chiquito” como para que se le impusiera ese pasado. ¿Qué decirle a un idiota semejante? ¿Cómo explicarle que todo lo que somos tiene que ver con el pasado, desde el nombre que nos han dado, pasando por la educación y la lengua que inconscientes farfullamos?
En otra ocasión, me tocó comer con un hombre que rondaba la edad de mis padres. Después de una acalorada discusión en una bolichón de la calle Córdoba, me dijo que no podía entender la insistencia del gobierno kirchnerista con los derechos humanos. Y con seriedad (lo sorprendente era la seriedad con que lo hacia) me preguntó si yo no torturaría a una persona que sabe donde se puso una bomba que puede matar a cien personas si torturándola soy capaz de salvar todas esas vidas inocentes. Me quedé con la boca abierta. No podía creer que alguien fuera tan idiota o perverso como para usar un argumento de ese tipo. Después de treinta años y con toda el agua que ha corrido debajo del puente, ¿es posible que alguien repita un argumento tan retorcido?.
En otra escena estoy charlando con un hombre mayor, afable y “entendido”. Hablamos de temas variados. Cuando llega el momento, le pido que me diga algo de la época de la dictadura militar. El tipo se me queda mirando como si no entendiera la pregunta. No es un interrogante descabellado. Se trata de un hombre de empresa, medianamente exitoso, que además fue funcionario público durante buena parte de su carrera antes de reconvertirse. Aunque no me crean, su única respuesta fue: “Para nosotros las cosas estuvieron bien”.
Nunca he entendido a esta gente. Pero mucho más difícil me resulta entenderlas cuando capto el aura de moralismo con el cual habitualmente se rodean. Contrariamente a lo que pudiera creerse, mucha de esta gente es católica convencida, gente que bautiza a sus hijos y los lleva con ganas a catequesis, gente que está preocupada por “los valores”. Gente que se indigna ante un crímen pasional o la impunidad de los delincuentes, pero que al mismo tiempo se vuelve fría y calculadora cuando el crímen adquiere las proporciones monstruosas del genocidio, y las técnicas del asesinato y la tortura llevan a la indignidad radical de los seres humanos a los que se somete.
Lo que me sorprende es que no se trata de nietzscheanos, de relativistas, de nihilistas o escépticos perdidos. Todos y cada uno de ellos son creyentes. A algunos los he visto persignarse cuando pasan frente a una iglesia y, en tono preocupado, comentar acerca de la decadencia moral de nuestra época. Lo cual, evidentemente, nos pone en una curiosa encrucijada cuando intentamos dar forma a nuestras propias convicciones.
Recuerdo una anécdota sobre el Dalai Lama. Fue en su visita a Auswitch hace un par de años. Después de varias horas recorriendo el lugar y escuchando el testimonio de las personas que le acompañaban decidió ofrecer oraciones. Pero cuando le preguntaron qué era lo que más le impresionaba acerca del tamaño de la maldad que esos edificios le transmitían, respondió diciendo que él mismo podría, en un futuro, ser cómplice de ese horror. Rezaba para no serlo nunca, para no participar nunca en algo semejante. No se puede ser budista y ser ambiguo en esta cuestión. Como no se puede ser cristiano, y mantener una posición dubitativa acerca de lo que Argentina vivió durante la dictadura de 1976. Nuestra preocupación debería ser, de ahora en más, que podemos volver a ser cómplices de la maldad.
Cuando miramos una película sobre sucesos semejantes ocurridos en lugares distantes nos estremecemos, nos emociona y nos ponemos de parte de las víctimas. Nos indignamos cuando escuchamos o sabemos de alguna flagrante injusticia ocurrida en otros países. Incluso esta gente de la que hablo, que parece anesteciada moralmente, se tapa la boca como un huevo e incluso llora cuando se le presentan este tipo de atrocidades. Eso demuestra que es posible una conversión, que no todo está perdido. Lo que se necesita es ver la luz, que en este caso, es tomar contacto con la mayor de las oscuridades. Los budistas creen que no puede haber crecimiento moral si no somos capaces de enfrentarnos imaginativamente al sufrimiento. A nosotros nos toca sentarnos en silencio y vivir en el fondo del alma lo que pudo haber sido para esas madres, antes de ser ejecutadas, el haber sido arrancadas de sus hijos, y lo que significa para esas abuelas saber que en algún lugar del mundo, esos niños yerran sin saber quiénes son verdaderamente.
De esas cosas se sigue discutiendo en la Argentina. No debería sernos indiferente.