En una ocasión Noam Chomsky ofreció la siguiente imagen a fin de explicar la dificultad que existe para ofrecer cualquier punto de vista alternativo en un medio de comunicación convencional del siguiente modo. Supongamos, decía Chomsky, que fuera entrevistado por una cadena televisiva estadounidense y dijera, por ejemplo, que el gobierno de los Estados Unidos de América es la principal organización terrorista del planeta. Lo más lógico sería que me permitieran explicar una afirmación de este tipo que se contrapone de forma tan dramática con el modo en el cual el televidente medio concibe a su gobierno y comprende la noción de “terrorismo”. Sin embargo, si sólo puedo presentar mi tesis sin argumentación alguna que la sustente, es decir, si no se me concede el tiempo suficiente para desplegar los argumentos necesarios para contraponer mi posición con la opinión general, mi afirmación sonará más o menos como la siguiente: “He tenido una reunión secreta con agentes marcianos”. Es decir, será absolutamente descabellada.
Algo similar ocurriría si en un medio europeo se me ocurriera decir, por ejemplo, que los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y de los Kirchner en Argentina, son los mejores gobiernos que ha tenido Latinoamérica en muchas décadas.
Lo que me propongo, a continuación, es ofrecer una muy breve explicación de un mecanismo de condena moral a priori (la he llamado preventiva en alusión a la tesis defendida en su momento por la administración Bush) que tiene el propósito, en ciertos círculos, de evitar cualquier posibilidad de debatir racionalmente ciertas posiciones políticas, ciertos argumentos históricos, a fin de preservar el status quo.
El ejemplo que utilizaré a continuación es la concertada resistencia que existe a discutir ciertas cuestiones relevantes del devenir histórico y social (y por ende cultural) de Latinoamérica con la llegada al poder, en los últimos años, del conjunto de gobiernos llamados “progresistas” o «populista de izquierda», dependiendo de lo que se pretanda con ello, que han sido capaces, en una década, de redescribir y reconfigurar el escenario político haciendo factible la posibilidad “impensable” en otras épocas de establecer y dar continuidad a gobiernos populares que tengan como principal objetivo hacer partícipes a los desheredados, de los frutos que el continente tiene para ofrecer a sus habitantes. Estos frutos, apropiados durante siglos y de modo exclusivo por una élite, que aseguró su dominio hegemónico a través de la fuerza bruta y el apoyo explícito recibido de las grandes potencias que a través del poder de dichas élites defendían sus propios intereses, son ahora el objeto sobre el cual pugnan las fuerzas políticas y sociales.
No me considero una persona con una inteligencia inferior a la del común de la gente, ni pervertida moralmente de tal modo que mis opiniones deban ser puestas entre paréntesis como medida preventiva. Sin embargo, antes de ofrecer mi parecer sobre el asunto en cuestión, la mayoría de nosotros estamos obligados a realizar un largo preámbulo en el cual presentamos nuestro curriculum vitae a fin de probar que no somos descerebrados o aventureros del pensamiento, y a continuación, debemos ofrecer sonadas muestras de nuestra decencia moral, para evitar que de golpe y porrazo se nos acuse de desviados o trasnochados decadentes.
Una condena moral preventiva pone el onus de la prueba en los contrincantes en el debate hasta el punto que hace el mismo inexistente, y por lo tanto, interrumpe toda posibilidad de argumentación racional entre las partes a fin de hacer primar exclusivamente la visceralidad, el instinto, la piel, por sobre la razón. Quienes se encuentran encantados con el asunto son aquellos que tienen en sus manos el poder mediático, y a través de éste son capaces de hacer aflorar las reacciones más superficiales de la gente, aquellas que se fundan en el temor y el deseo.
En vista de la proximidad de las elecciones legislativas en la Argentina, y con el fantasma de la “chavización” que algunos medios han instalado en el escenario, quisiera ofrecer mi punto de vista, explorando, muy brevemente, si están sustentados en alguna razón objetiva (en contraposición a proyección meramente subjetiva) los dos odios que congregan y alimentan a muchos adherentes del movimiento anti-K, en cualquiera de sus versiones:
(1) Su profunda repulsión hacia el matrimonio K, y la acusación de que su gobierno es antidemocrático y autoritario; y
(2) la extendida opinión de que el gobierno de Hugo Chávez es una tiranía encubierta que amenaza a extenderse en el continente si no impedimos que el populismo vuelva a plantar su pie desnudo sobre nuestra tierra.
Mi tesis de fondo es la siguiente:
No me atrevería a sostener que los gobiernos K o el de Hugo Chávez han sido buenos gobiernos. Qué sea un buen gobierno, en términos generales, es algo difícil de responder. Sin embargo, si utilizamos el contraste como medida, la cosa se vuelve más asequible. Hay infinitas cuestiones que podemos reprochar a ambos ejecutivos, pero en vista a nuestra historia deberíamos ser capaces de reconocer que ambos gobiernos, en sus respectivos países, han sido los mejores que hemos tenido en muchas, pero muchas décadas.
Lo que pretendo es revertir el mecanismo argumentativo utilizado, y por una vez poner el onus (el peso) de la prueba en mis contrincantes en el debate. De este modo, pregunto:
¿Puede usted nombrar en la Argentina o en Venezuela, algún gobierno en los últimos cincuenta años que pueda competir con los logros de independencia, fortaleza institucional y logros sociales y culturales que han obtenido estos dos gobiernos después de sus respectivas catástrofes «neo-liberales»?
Con esto no pretendo convencer a nadie al Chavismo o al Kirchnerismo. Yo mismo no formo parte del clan Chavista, ni tengo afinidad con la ideología K. Lo que propongo es deconstruir un falso dilema, el que nos dice que estos gobiernos son un cáncer, un retroceso absoluto, una pérdida completa de perspectiva, o como pretende Vargas Llosas, un regreso a algo que creíamos superado.
Yo me opongo a esa lectura perversa de estos movimientos sociales que nos hacen creer que estamos asistiendo a la restauración de algo ya conocido y superado a partir de nuestra experiencia liberal y republicana recién consumada. Estos movimientos se nutren del pasado, pero son portadores de nuevos idearios morales, de nuevos órdenes de significación, y de prácticas sociales novedosas que no pueden compararse sin problematicidad con las que con tanta facilidad se las emparienta.
Lo que la oposición debería ofrecer son mejores programas para la Argentina del futuro. Lo que vemos, en cambio, son lustrosas políticas cosméticas, acompañadas de la denuncia concertada y el llamado a exorcizar el fantasma: una fantasma como el que anunciaba Marx en el Manifiesto, ese espectro espantoso que entonces recorría Europa asustando a la burguesía reinante, y que ahora parece hacer temblar a los hombres y mujeres de bien que se horrorizan ante los modales de los nuevos anti-héroes.
Me entusiasma que el siglo XXI haya comenzado en mi tierra con la promesa de una transformación que en el siglo que me vio nacer parecía sólo viable a través de las armas. Hoy, las instituciones democráticas, en plena forma, en contra de lo que proclaman los opositores con pocos argumentos, permiten a la izquierda latinoamericana ejercitar sin complejos su anhelo de construir sociedades más justas e igualitarias.
Estoy convencido de ello. ¿Acaso soy un ideólogo fanatizado, un pervertido moral o estoy ciego a la realidad por creer estas cosas?
Por supuesto, mis simpatías no son paralelas respecto a estos países. El respeto que me produce el proceso revolucionario venezolano es más profundo que el contenido reconocimiento que me produce la inteligente labor de la Presidenta Cristina Fernandez en algunos asuntos y los modestos logros (algunos destacables, como ha sido el tratamiento del pasado y la recuperación de estabilidad y fortalecimiento institucional) que ha tenido su gobierno y el de su marido en importantes áreas. Queda mucho por hacer, y desde mi perspectiva, habría razones para creer que este gobierno, en vista de sus propios postulados, no estaría capacitado para llevar a cabo dichas transformaciones o no estaría dispuesto a ello. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos qué alternativas reales existen para que nuestras aspiraciones sean cumplidas, lo cual equivale a interrogarse acerca de las intencionalidades de las propuestas opositoras y la viabilidad última de aquellas que coinciden con nuestros anhelos.
Aún así, lo que pretendo es más acotado: un debate político se lleva a cabo entre partes que se reconocen iguales. La acusación de populismo (que pretende deslegitimar a las bases representadas por dichos gobiernos) o de autoritarismo, que se despliega con cierta sospechosa sistematicidad en los medios de comunicación, y que con tanta facilidad repiten los despistados o cretinos de turno, promueve al menos la sospecha, de que lo que se pretende es desacreditar a priori todo argumento racional que soporte la labor de estos gobiernos de modo global, endilgando para ello a sus adherentes un carencia moral que impide que los tomemos en serio.
Creo que habiendo visto el modo en el cual esa condena moral a priori es injustificada, no es descabellado sospechar que quienes la aducen, o bien, (1) no conocen la realidad de la que hablan, (2) o están obstinados en que no la conozcamos nosotros.