Contra las familias

Desde Barcelona – A una semana del inicio de las clases en España, la situación epidemiológica no está resuelta. Los guarismos anuncian un otoño de contagios y muertes, y la perspectiva de un invierno catastrófico no está descartada. Las mentiras concertadas durante toda la pandemia por parte de los responsables políticos convierten en risibles las garantías de seguridad que proclaman para las aulas.


Seis meses después de la erupción de la pandemia, y con la experiencia que supuso el período obligado de confinamiento, las medidas de prevención adoptadas para el retorno de las niñas y los niños a las escuelas lucen decididamente chapuceras, oportunistas e ideológicamente motivadas. 

En Catalunya, el enfado de una parte de la población ante la arbitrariedad impuesta a padres y alumnado se ha traducido en varias acciones colectivas, entre ellas una solicitud de amparo al Supremo Tribunal de Justicia de Cataluña exigiendo que se autorice la educación virtual para los casos que así lo soliciten y ameritan.


Los gobiernos de España y las autonomías temen un absentismo considerable. Para contenerlo, los medios de comunicación se han encargado de publicar en sus portadas durante las últimas semanas las amenazas reiteradas de funcionarios públicos dirigidas contra aquellos que contravengan la orden de llevar a sus hijas e hijos a clases presenciales, juzgarlos en los tribunales, y eventualmente encerrarlos en prisiones bajo pena de entre 6 meses y 6 años. 

Aunque la amenaza acabe siendo discursiva es una amenaza: el único medio que ha encontrado el Estado para responder al temor fundado de padres y docentes. Estos últimos reconocen en gran número lo inadecuadas de las medidas. En los comunicados a los padres se manifiesta el nerviosismo ante la responsabilidad que ha caído sobre sus hombros. 
No obstante, el panorama circense de las administraciones locales convierte en absurda la insistencia en cumplir a rajatabla con «los derechos del niño a la educación» en estas circunstancias y en la modalidad prevista sin poner en riesgo su salud y la de sus familiares. Sabemos que ni siquiera los protocolos de prevención pactados por el gobierno central con las autonomías lograrán cumplirse.

Hace unos días, por ejemplo, nos enteramos a través de la prensa de que, al menos en 30% de las escuelas catalanas las limitaciones de aforo previstos para las aulas no podrán implementarse por razones estructurales o presupuestarias. De esta manera, no solo nos encontramos ante medidas cosméticas de escasa eficacia, sino que las anunciadas tampoco podrán ponerse en funcionamiento enteramente. 

En un país dónde las aulas-barracones aún nos recuerdan la desinversión en educación impuesta por las derechas y los progresismos neoliberales que gobiernan este país, la desidia de utilizar los derechos del niño como reclamo retórico a los padres, preocupados por la salud de sus hijos y la estabilidad familiar, solo se explica como empeño ideológico de un Estado débil, incapaz de negociar las circunstancias excepcionales, un elenco de representantes políticos de escasas luces, falta de liderazgo, y el desprecio a la población que prueba la continuada desinversión en salud y educación que la pandemia ha expuesto crudamente.
Las escuelas deben estar abiertas. Sin embargo, los padres tienen derecho a juzgar la situación concreta que enfrentan y determinar cuál es la mejor respuesta ante la crisis, especialmente teniendo en cuenta la existencia de alternativas que exigen ser implementadas. 

Después de haber pasado por la experiencia del confinamiento; después de haber soportado la decepcionante gestión gubernamental (central y autonómica) en el pico de la misma; después de haber sido testigos del previsible y anunciado fracaso de la apurada desescalada para salvar la campaña turística de verano; después de haber sido testigos de la falta de eficacia en el control de los rebrotes; y ante la evidencia de que el «consenso político» no supone un «consenso social», en este caso en lo que respecta al retorno de las niñas y los niños a las escuelas, la administración ha decidido cargar contra los padres y madres. Ellos han sido los que han llevado sobre sus hombros la responsabilidad de cuidar, contener y educar a sus hijas e hijos durante todos estos meses traumáticos, sin ayudas ni signos de comprensión o certezas por parte de la administración que ahora los ataca. En este contexto, debería concedérseles el derecho a tomar caminos alternativos para la educación, y no intentar, de manera empecinada, imponer un modelo definido a las apuradas, decidido por un equipo de gobierno inconsistente y administraciones autonómicas en crisis. 

Sin embargo, la negligencia gubernamental (central y autonómica), como en otras lides, no responde con la razonabilidad que exige la convivencia democrática, sino que opta por acorralar al colectivo afectado, que ahora no solo tiene que sufrir la pandemia, sino también el poder coercitivo y arbitrario del Estado. 

Para lograr su cometido, el Estado exige a su funcionariado en las escuelas a que arbitre como «policía política» contra los ciudadanos, denunciando absentismos, e iniciando trámites que pueden acabar en procesos administrativos y judiciales que afectarán directamente a las familias, causando daños irreparables en su seno, y con efectos indirectos perniciosos para la salud de las niñas y los niños que dicen querer proteger. 

Por todas estas razones, no es apurado concluir que el Estado español y las autonomías están actuando decididamente contra las familias con su modelo obstinado en este excepcional retorno a la escuela. 

Aquí, el Estado, en nombre del mercado, exige para sí un privilegio decisorio exclusivo, y se apropia del «recurso vida» (nuestros niñas y niños, futuras trabajadoras y trabajadores, aunque en muchos casos miembros del creciente ejercito de desempleados que manufactura el actual modelo de relaciones sociales) enviando un mensaje claro como el agua, análogo al que proclamaban a viva voz los líderes del pasado cuando enviaban de a decenas de miles a los jóvenes a las trincheras. Las escuelas no son lugares seguros, como no lo fueron en marzo cuando estas mismas señoras y señores nos aseguraban que todo estaba controlado, y cuarenta mil personas perdieron sus vidas. 

La Unión Europea, y los Estados europeos individualmente, de manera imperceptible para algunos, de manera evidente para otros, avanza hacia una agenda neo-hobbesiana. Esta agenda la comparten las derechas y las izquierdas neoliberales indistintamente. Existen diferencias de matices y modales entre unos y otros, por supuesto, pero el objetivo es el mismo: garantizar (utilizando el lenguaje de los derechos, o utilizando un lenguaje anti-derechos, según sea el caso), el orden de relaciones sociales de dominación, expropiación y explotación vigente.

La escuela es un dominio en el cual el Estado-corporativo ha invertido enormes expectativas. No solo no está dispuesto a renunciar a la misma, sino que pretende profundizar su dominio, garantizando su utilidad exclusivamente para sus objetivos. Las contradicciones y la pugna manifiesta en estas horas entre el Estado y las familias pone de manifiesto que el trillado discurso de la educación pública como una fuente milagrosa orientada a proteger exclusivamente «la igualdad de oportunidades» no es más que otro de los muchos mitos que alimentan nuestro imaginario. 

La educación publica es un bien, evidentemente, pero cuando, como ocurre en el período lectivo al que nos abocamos, la única manera que encuentra el Estado para realizarlo son las amenazas de persecución a las familias, en plena pandemia, y en medio de una incertidumbre creciente a nivel local, utilizando como pretexto argumentos que enfrenta a los padres contra sus hijas e hijos, acusando a los primeros de violar un derecho inalienable de la niñez a ser educada, el Estado ha cruzado una frontera prohibida, y se ha puesto a sí mismo más allá de cualquier legitimación democrática. Ha dejado a la vista de que está dispuesto, por todos los medios que tiene a su alcance, a sacrificar las vidas de sus ciudadanos en favor de la ficticia «normalidad» que exige el mercado, dinamitando incluso la convivencia en la intimidad de la sociedad civil, con el fin de imponer su arbitraria pretensión de ley y orden.