Cosas, palabras y ecología

En la cuestión ecológica confluyen las diversas corrientes del debate filosófico de la modernidad.

Los herederos románicos e ilustrados ofrecen su propia versión del asunto: Unos condenando a la tecnología radicalmente, otros abogan por un uso inteligente y sostenible de la misma.

Las razones que se aducen, de modo similar, son dispares. Los humanistas advierten de las consecuencias desastrosas que las prácticas anti-ecológicas tienen para los humanos a largo, y también a corto plazo. Los anti-humanistas, intentan que reconozcamos que los peligros que nuestro dominio sin límite sobre la naturaleza supone, no deben circunscribirse a los humanos. Hay algo más allá de lo humano que demanda nuestra atención y cuidado.

Hay una relación oculta entre las palabras, las cosas y la ecología que es necesario desentrañar para echar luz al debate que nos concierne. La pregunta, finalmente, puede reducirse a lo siguiente:
¿Qué relación existe entre las palabras y las cosas?

Creo, si no me equivoco, y apurando mucho un esquema hiper-simplificado para que quepa al formato de esta edición, que podemos señalar dos grandes corrientes que han tenido a lo largo de la historia, su propia historia, y que por tanto han sufrido de cambios y nomenclaturas. Sin embargo, basta para hacerse una idea general del asunto lo que sigue a continuación.

La primera corriente sostiene que, entre las palabras y las cosas, hay una suerte de relación instrumental. Las palabras, que son el vehículo del pensamiento, representan a las cosas, a las que no tenemos acceso directamente, sino a través de las representaciones que nos hacemos de ellas, como objetos. Es decir, que las palabras contribuyen a la construcción psíquica de un esquema que hace referencia al mundo. Las palabras y los pensamientos son correctos en la medida en que casen o se ensamblen con el contenido del mundo exterior. En esta corriente las palabras son muy importantes, porque contribuyen a la construcción de un esquema o imagen del mundo que es la base sobre la cual seremos capaces de dominar la realidad. Esta tradición enfatiza el dominio como meta y la instrumentalización como medio.

Una segunda corriente, sostiene que la relación entre las palabras y las cosas no puede de modo alguno explicarse en término de correspondencias. Las razones que aduce son convincentes. Ninguna palabra puede existir en solitario. Las palabras forman parte de una red de sentido, que en última instancia, están fundadas en una forma de vida. La palabra ‘taza’, por ejemplo, sólo puede existir en un círculo de relaciones que conforma los juegos de lenguajes de los individuos humanos en su cotidiano lidiar con sus quehaceres de alimentación, encuentro comunitario y conversación. En esos juegos existen las tazas, donde se vierte el café o el mate cocido, etc.

Los adherentes de la primera corriente suelen apuntarse al individualismo y son atomistas, no sólo en sus respectivas ontologías, sino que sostienen lo propio respecto a la sociedad política. Para ellos, la comunidad no es más que la suma de sus partes.

Los adherentes de la segunda corriente, en cambio, se inclinan a pensar que las partes no explican el ‘nosotros’. En una conversación humana, para poner un ejemplo, no es la suma de los pensamientos y palabras de Pedro y las de Juan las que realizan la conversación, sino ese ámbito invisible pero no por ello menos poderoso que es el ‘nosotros’ de la conversación. De ese modo podemos entender la famosa cita de Borges que define el diálogo como un género sin autoria. No hay autores individuales, no hay posibilidad de firma, porque lo que surge es la comunidad.

Heidegger apuntó en una ocasión que la cercanía que producen los medios tecnológicos no es verdadero acercamiento a las cosas. Podemos viajar de un extremo a otro del planeta en unas pocas horas, estamos conectados veinticuatro horas con millones de personas a través de la red digital, y sin embargo, no es cercanía lo que esto produce, sino la supresión de las distancias. Vivimos un mundo sin distancias, que no es lo mismo que estar cerca de algo.

Las preguntas que siguen intenta ofrecer una imagen que nos ayude a comprender lo que en la ecología nos jugamos: ¿Qué es la cosa que las palabras pretenden decir al fin y al cabo? ¿Son acaso aquello que el hombre de ellas pretende? ¿Es acaso el árbol y la fuente de la que mana las aguas cristalinas de estas sierras eso que el hombre puede hacer con ellas?

Las palabras que dicen el árbol y la fuente pueden ser meros instrumentos para decir objetos en el mundo. Pero también pueden ser un recuerdo de aquello que las nutre y manifiesta. Las palabras, como las cosas, no pertenecen a los hombres, son anteriores a nosotros.

Las palabras nos dicen, nos hacen, establecen el mundo donde los humanos somos humanos. Los individuos aislados no son nada, son una pura y peligrosa ilusión. La consecuencia de la terrible ignorancia de la desvinculación es el dominio desenfadado, la búsqueda perversa de un todo para mí, que acaba en destrucción y miseria. El árbol se convierte en reserva para el aserradero, y la fuente en mero producto para el embotellamiento.

Hay olvido del cielo y de la tierra, como diría Heidegger, de los Dioses y los mortales que lo habitan.

La ecología necesita superar el hechizo del objeto, y volver a encontrarse con la cosa; necesita volver a la poesía como el arte que trasciende el sujeto para decir el ser.

El otro camino, el del individualismo, atomismo e instrumentalismo epistemológico y político, es un camino que no podemos continuar recorriendo impunemente.

Sea como fuere que le llamemos, hay un reclamo de la naturaleza no humana, de Dios o del Ser que exige que nos detengamos.