Parece prudente advertir que el humanismo moderno se aproxima sin interrupción a su propio colapso como trasfondo moral. Estamos dejando de creer lo que creíamos. Nuestras virtuosas aspiraciones de libertad, benevolencia igualitaria y justicia universal son incapaces de sostenerse por sí solas y las democracias liberales no tienen la ‘pasión’ suficiente para sostener aquello que creemos más valioso.
Entre las valiosas enseñanzas de estos días, me llamó la atención una mujer palestina a la que un periodista de Al-jazeera le preguntó:
-¿Tiene usted miedo?
Ella respondió en tono desafiante, pero con humor pese a las circunstancias, y una sonrisa incomprensible en el rostro:
-¿Por qué razón tendría yo que tener miedo? Tengo a Alá de mi lado, y tengo la razón. Son ellos quienes matan a nuestros hijos, son ellos los que se apoderan de nuestra tierra, son ellos lo que pretenden echarnos al mar. Morir… morir se muere sólo una vez en la vida. Y yo voy a morir resistiendo. Mi muerte será un asesinato.
Algunos bienpensantes se mofarán de las palabras de esta mujer, probablemente sub-alfabetizada, pero no todo lo que luce es oro, y al revés.
¿Cuántos de nosotros estamos preparados para enfrentarnos a la muerte para estar a la altura de nuestros ideales?
No vayamos tan lejos.
¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a disponer de algunos cuantos centímetros de nuestro confort, de nuestra libertad material, para estar a la altura de nuestros valores?
Ser occidental, hipotéticamente, significa que el respeto a la vida, y a la integridad de la vida de nuestros semejantes está en lo más alto de nuestra escala moral.
Ser occidental, hipotéticamente, significa que creemos firmemente que los individuos y los pueblos tienen derecho a elegir su destino, a proyectar su futuro.
Ser occidental significa, hipotéticamente, que creemos que los pueblos tienen derecho a autodeterminarse, que ninguna nación debe ser tratada como inferior a otras naciones, y que estamos dispuestos a defender a las minorías de la actividad opresora y fagocitante de las grandes potencias y los poderes hegemónicos que empujadas por sus propias dinámicas de crecimiento se llevan todo por delante.
Ser occidentales significa, hipotéticamente, que ofrecemos al supuesto criminal la palabra para que se explique, que le ofrecemos garantías e impedimos el abuso de la ira y la venganza.
Ser occidentales significa, hipotéticamente, que damos prueba de misericordia: nuestra actividad judicial y policial no tiene como objetivo castigar, sino llamar al orden. La proporción resulta crucial para cumplir con nuestro propósito de justicia. Nuestro objetivo no es el ojo por ojo ni el diente por diente, porque no consideramos a nuestro prójimo inherentemente maligno debido a su falta, sino que lo sabemos equivocado y por tanto, creemos necesaria un cambio de actitud, una supervisación, un remedio al daño que puede causar y causarse a sí mismo.
Ser occidentales significa, hipotéticamente, que el amor y la justicia reinan sobre nuestro horizonte moral a partes iguales. Sea cual sea la condición, la raza, el género, la nacionalidad de los seres humanos, creemos que todos tienen igual derecho a ser felices y evitar en la medida de lo posible el sufrimiento.
Nuestra benevolencia no se queda en meras palabras, somos compasivos y prácticos, ejecutamos campañas contra el hambre y hacemos demostraciones para contrarrestar los males naturales y humanos que aquejan a las poblaciones que habitan lugares distantes a nuestros hogares.
Dicen que los musulmanes son gente terrible y despiadada. Son millones de seres obnubilados y oscuros incapaces de sentir la menor compasión por aquellos que son sus enemigos.
Están hambrientos de sangre -dicen, y de venganza -también, porque se alimentan de una religión macabra y retardada. Los musulmanes son gente de temer, castigan a sus mujeres y conducen a sus hijos a la muerte para hacer la voluntad de la quimera de su Dios.
Quisiera creer que es cierto todo esto, pero este es otro de las fantásticos descubrimientos de estos días: no todo lo que luce es oro, y al revés.
El pueblo musulmán ha sido humillado y maltratado: les hemos matado a sus hijos, destruido sus hogares. Los hemos convertido, una y otra vez, en moneda de cambio para lograr nuestros intereses más ruines. Hay millones de refugiados que malviven aquí y allá sin un sitio donde hacer crecer sus esperanzas. Los niños sonríen a un futuro que sólo les depara humillación y muerte. Los hemos convertido en hordas hambrientas, los empujamos (inmisericordes) a la violencia. Les hemos despojado de todo derecho a la dignidad.
La muerte de un musulmán (en Irak, en Afganistan, en Pakistan, en Somalia, en Palestina, en Líbano, en Indonesia, en Marruecos) no vale la muerte de un perro en occidente, decía un palestino hace unos días al mundo desde una cámara de televisión que le apuntaba desde la Franja de Gaza.
Apenas tienen voz en las instituciones internacionales. Las resoluciones que proclaman su razón, están llamadas a silenciarse. Las resoluciones en su contra se utilizan como justificación para masacrarles. Los condenamos sin escuchar sus reivindicaciones. Les imponemos regímenes dictatoriales que cumplen con nuestros intereses en detrimento del interés de sus pueblos. Armamos a sus policías y ofrecemos nuestra tecnología para vigilarlos, encerrarlos y torturarlos. Llamamos socios a los villanos que se ofrecen a traicionar a sus pueblos, y terroristas a quienes se levantan contra la opresión.
Nos hacemos los distraidos, como si su dolor y la injusticia que padecen no nos concerniera en modo alguno, y cuando algunos entre ellos se rebela y comete atrocidades en nuestra tierra, condenamos no sólo a los autores materiales, sino que junto a ellos, criminalizamos a sus pueblos, su cultura, su religión.
Quiero creer que la violencia ‘justificada’ de Israel es la contracara de la violencia palestina, o musulmana en general; pero apenas encuentro pruebas de esta simetría. La inteligencia de la historia, la historia de los muertos y las humillaciones, de las injusticias y los engaños, prueban que el sufrimiento que se ha impuesto a estos pueblos apenas puede compararse con el peso de la violencia que ejercita su resistencia.
Supongo que alguno de ustedes juzgará exagerada mi lectura, pero considero a esta gente fea que deambula asediada en campos de refugiados, a estos innombrables, a estos parias, un pueblo valiente y culto, más culto que el nuestro, que se permite jurar por aquello que es incapaz de defender.