Creer

Huelga general de la humanidad

Pensé en titular a esta entrada «Huelga general de la humanidad». La idea es que la pandemia y el confinamiento masivo pueden leerse (también) como una renovada reivindicación de los pueblos de que «otro mundo es posible», un mundo más allá del orden vigente.

Ahora bien, tenemos un problema, porque hay una parte de la sociedad que está aferrada a formas de reivindicación política que demuestran una completa desconexión con los problemas que enfrentamos y los desafíos que estos suponen. Por lo tanto, la idea misma del confinamiento se lee de manera unívoca como «encarcelamiento social». Aquí confluye, como era de esperar, todo Foucault: desde el Foucault de Vigilar y castigar hasta el Foucault del Nacimiento de la biopolítica. Este último término (biopolítica) ha sido repetido hasta el cansancio en estos días por «nuestros ilustres» remunerados del establishment cultural.

La insistencia de esta lectura es completamente contraproducente, y está llamada a convertirse en el antídoto que el propio orden utilizará para eludir la amenaza a su propia perpetuación. Por lo tanto, en esta entrada, independientemente del hecho de que encuentro razonables otras interpretaciones aparentemente contradictorias, pero cargadas de sugerencias que deben ser pensadas, no prestaré atención a los lugares comunes, conspiranoides, que andan dando vuelta en la conversación pública con pretensión de novedad, y me centraré en una alternativa interpretativa que puede resultar fecunda para el cambio que necesitamos.

Por lo tanto, más allá de la tendencia inherente de los Estados de dominar a sus poblaciones, estableciendo sus marcos territoriales y sellándolos con sus dispositivos de seguridad (Foucault), propondré en esta ocasión una interpretación de la pandemia que le reconoce al «pueblo» en esta ocasión la posibilidad de marcar la agenda de futuro de un modo que hubiera resultado impensable hace apenas unos pocos meses. Y el emblema de potencial soberano del pueblo llano es el hecho de que los Estados capitalistas se han visto conminados a paralizar o semiparalizar el capital, además de decretar una estrategia con potencial confiscatorio a favor de la ciudadanía, además de asumir un control poblacional que pone en jaque la cadena de producción, distribución y consumo, que no es otra cosa que la sangre (la vida) del capital: de ahí, la crisis.

Efectivamente, el confinamiento pone en jaque al capital. Y cuando hablo de capital me estoy refiriendo a todas las formas institucionales que estructuran y dan forma a nuestras vidas. Dicho esto, que quede claro que dependerá de nosotros el que podamos o no aprovechar el impulso que nos regala la tragedia para cambiar lo que sabemos, desde hace ya mucho tiempo, que debe cambiarse.

Lo que me interesa, entonces, es pensar cómo saldremos de esta encrucijada. No en el sentido de encontrar respuestas a esta crisis sanitaria concreta que estamos enfrentando, sino, más bien, qué tipo de sociedades emergerán a partir de esta crisis. Y eso dependerá, finalmente, si recurrimos, una vez más, (1) a las herramientas de la economía y la política «ortodoxa» – como parece – acompañadas de las formas puramente reactivas a las que la izquierda nos tiene acostumbrados en las últimas décadas, o, si acaso, (2) estamos viviendo una ocasión única para superar lo que el «tío Noam» llamó en alguna ocasión «el sistema de los 500 años», y ha llegado la hora de dejar de ladrar al caballo que se aleja, y oponer al sistema en crisis una alternativa en crisis: de ahí la necesidad de recuperar el eslogan «otro mundo es posible».

«No tenemos miedo»

Lo cierto es que el momento que vivimos da que pensar. Pero para pensar hay que empezar asombrándose ante lo que estamos viviendo, y no dejarse ganar por la aparente «normalidad de la anormalidad reinante». Un paseo a través de las redes sociales, y un análisis a vuelo de pájaro del funcionamiento de emergencia que han tendido los estamentos burocráticos demuestran que se está haciendo un esfuerzo descomunal para transmitir a la población un único mensaje: todo está controlado – pese a que nada está controlado, evidentemente. Entretenimiento, rutinas escolares, teletrabajo, todo apunta a continuar con la normalidad en tiempos de anormalidad. Pero este apuro resulta enormemente sospechoso.

La sociedad está viviendo una tragedia descomunal. En estos días recordaba la reacción de la población catalana, especialmente barcelonesa, frente a los atentados de 2017. Diescisiete personas fueron brutalmente asesinadas por un grupo de jóvenes cooptados por la ideología yihadista. El golpe fue descomunal. La ciudad quedó paralizada durante varios días. Algunos de nosotros no volvimos a pisar las Ramblas, donde ocurrió el atentado, durante semanas, o incluso meses. La población salió a la calle con pancartas que decían: «No tenemos miedo», poniendo en evidencia el temor social que había supuesto verdaderamente la muerte de todos esos inocentes.

Pues bien, cientos de personas mueren cada día. Mientras escribo esta entrada, el diario El País informa que hoy España supera los 500 muertos en un día, alcanzando ya las 2.700 víctimas, y roza los 40.000 contagios. La respuesta de la sociedad es semejante a la que dimos cuando se produjeron los atentados de 2017: «No tenemos miedo». ¿Verdaderamente no tenemos miedo? ¿Es sano engañarnos a nosotros mismos repitiéndonos que no tenemos miedo? ¿No tiene el temor, cuando es asumido y «gestionado» inteligentemente, un valor epistémico importante que nos permite enfrentar las situaciones con mayor claridad y eficacia?

A todos nos ha ocurrido o somos testigos de ello. La muerte de un ser querido. Los días de agonía que preceden el desenlace final, si se trata de una enfermedad, o la noticia del accidente o la súbita muerte, y el luto posterior tienen un carácter espectral. Las apariencias del mundo pierden sustancia. Parece que vivimos un sueño o una pesadilla. Es como si nuestro cerebro estuviera produciendo espontáneamente algún tipo de químico que nos anestesia con el fin biológico de que podamos asumir el dolor, transitar la crisis que supone el encuentro con nuestra propia finitud en la muerte del otro, y reemprender eventualmente nuestras vidas.

Funeral, entierro, el pésame de los conocidos, el duelo y, al fin, el regreso a la normalidad. Sin embargo, en esos tránsitos suceden otras cosas. Algunas de ellas muy valiosas. De pronto, en medio del dolor descubrimos, por ejemplo, que nos hemos estado auto-engañando. Las cosas que parecían importantes dejan de serlo. Comportamientos que creíamos justificables, nos resultan repugnantes. Puede que nos descubramos egoístas o egocéntricos. La gente que nos rodea parece de pronto estar atrapada en una ignorancia supina. ¿Acaso no entienden que todo se acaba, que nuestros esfuerzos no tienen sentido, que nuestras apuestas están llamadas inexorablemente al fracaso, que nuestras preocupaciones habituales son superficiales y dañinas? Lo que es importante, lo que es urgente, lo que no vale la pena, lo que es prioritario, lo que verdaderamente admiramos, lo que anhelamos genuinamente, se vuelve cristalino. A lo largo de mi vida he conocido a muchas personas que han dado un vuelco radical en sus vidas gracias a esas circunstancias. Pero también es cierto que para la mayoría de nosotros se trata de «iluminaciones» pasajeras que apenas tienen consecuencias en nuestras vidas.

La pandemia puede convertirse en la ocasión para un cambio radical colectivo, o puede pasar, como una tormenta de verano, dejando apenas un recuerdo en el futuro próximo (además de decenas de miles de muertos).

La pandemia y el rol de la izquierda

Esa inteligencia que surge en los momentos extremos de la existencia, como explicaba Karl Jaspers, exige que dejemos a un lado en nuestras interpretaciones los instrumentos críticos habituales que utilizamos para «medir» el mundo. De lo contrario, lo que acabaremos haciendo es acomodar las circunstancias a nuestros esquemas interpretativos, perdiendo la ocasión del momento-ahora que irrumpe ofreciéndonos una oportunidad revolucionaria. En el terreno político este aferramiento irracional a los esquemas interpretativos es especialmente patente en la batalla retórica desatada en las redes sociales entre militantes y seguidores de diferentes grupos ideológicos que han sido incapaces de aparcar sus diferencias para enfrentar mancomunadamente la tragedia que nos afecta a todos. En Catalunya, el independentismo, en general, está mostrando su peor rostro. Atrapado en el resentimiento y la rabia (tal vez comprensible) transita estas horas mostrando una alienación sorprendente, hasta el punto de hacer sombra a los grupos extremistas de la derecha con algunas de sus consignas más siniestras y oportunistas.

Por ese motivo, la primera estrategia metodológica que propongo adoptar para analizar lo que está ocurriendo es poner entre paréntesis nuestro «sentido común». No sé cómo explicarlo. Quizá, una manera de decirlo es esta: no prestéis atención a los mensajes en twitter, no leáis mensajes de opinión de manera acrítica, esperando que los opinólogos hagan el trabajo de reflexión por ustedes. En eso soy muy kantiano: «pensad por vosotros mismos».

Los militantes y simpatizantes de izquierda tenemos que hacer un esfuerzo extra. Durante los últimos años, debido a la hegemonía cultural de la derecha neoliberal, debido al sustrato imaginario que ha dado forma a nuestras prácticas e instituciones en la nueva dispensación, la izquierda europea ha tenido un rol especialmente acotado. En general, no ha pasado de expresar una suerte de indignación metódica que ha tenido más de auto-preservación que de efectiva praxis transformadora. Le hemos ladrado al poder de turno que a caballo avanzaba por delante nuestro, sordo a nuestros desafíos o violentamente represivo cuando las cosas se «salían de madre».

Sin embargo, en este momento, el poder político, eso que llamamos «las clases dirigentes», aquellos que tienen el control del Estado (en España esto incluye las clases dirigentes en cada región que pugnan por su propia hegemonía), parecen estar tan desconcertados como nosotros. Podemos ir más lejos. Están mucho más desconcertados de lo que estamos nosotros. Y la razón es sencilla. Creo que no me equivoco si digo que, para «el pueblo», entendido como ese bloque social de explotados entre los cuales me encuentro, y que está formado por la inmensa mayoría de la población, es una evidencia que las cosas no funcionan desde hace mucho tiempo. Basta intercambiar unas palabras con nuestros vecinos en la plaza o en el bar para confirmar lo que nos une: un mismo malestar. El mundo parece estar yéndose al demonio.

Es cierto que los tratamientos que proponemos a ese malestar son muy diversos. El espectro de derecha a izquierda, y de arriba hacia abajo es muy variado, pero todos coincidimos en que el sistema no funciona. Es decir, no cumple con el propósito para el cual fue instaurado que, según la lógica del sentido común, debería ser la protección de la vida y la promoción de la vida buena. Incluso los «negacionistas» de variados pelajes reconocen tácitamente que el mundo no está en «orden», que nuestras relaciones sociales están rotas, que atravesamos un período de profunda decadencia ética, política y espiritual que pone en entredicho los fundamentos mismos de nuestra «civilización». De América del Norte a Latinoamérica, de África a Siberia, de Irlanda, pasando por la «city londinense», Shanghai y Tokio, el mundo vive las amenazas de la pobreza y la desigualdad, la violencia desatada que adopta la forma de la alienación y la autoflagelación de los individuos, la guerra, el terrorismo o la crueldad manifiesta, y el deterioro medioambiental que se manifiesta en el envenenamiento generalizado de aquello que tiene la función de ser nuestro sostén vital, y en la fealdad generalizada, éticamente reprochable, del mundo en el que vivimos. Fealdad que se manifiesta, no solo en los barrios empobrecidos, en los ríos contaminados, en las ciudades cubiertas de contaminación y lluvia ácida, sino también en esa «sociedad invernadero», como la llama Ricardo Forster, que representa el capitalismo zombi entre quienes quieren separarse de la mugre y el veneno, construyendo, tras los muros que se multiplican, sus paraísos de privilegios.

Esta crisis sanitaria pone en evidencia que el sistema no puede proteger la vida de todas y todos, y que no puede promover una vida buena. Su negligencia amenaza generalizar la pobreza, multiplicar la exclusión, convertir en exterioridad a la inmensa mayoría de la humanidad.

La pandemia como evento

Bien vista, la epidemia que se inició en Wuhan se ha convertido en algo descomunal, inconcebible hace unas pocas semanas. Es tan perturbadora para el orden presente como el «descubrimiento del nuevo mundo», como un encuentro de tercer tipo con vida extraterrestre. Estados Unidos en estas horas amenaza con convertirse en el nuevo epicentro de la pandemia, mientras Modi, en India, ordena el confinamiento de 1300 millones de personas durante, al menos, 21 días. La inconmensurabilidad del acontecimiento convierte a los analistas locales en «payasos», y a los twitteros conspiranoides en «ridículos».

Es cierto que hemos vivido épocas tremendas a lo largo de la historia durante los últimos doscientos años: las llamadas «Guerras mundiales» fueron acontecimientos tremendos y prolongados que costaron la vida de millones de personas, pero la capacidad del sistema capitalista para subsumir la guerra dentro de su propia lógica lo evidencia la expresión utilizada para explicar su significación societal por Ernst Jünger cuando acuñó el termino «movilización total»: la idea de que la sociedad en su totalidad (hombres, mujeres, niños, niñas y ancianos) era convertida en una fábrica de trabajadores y trabajadoras al servicio de la empresa guerrera.

Como señala David Harvey, si algo caracteriza al capitalismo, es su movimiento: el valor es la sangre que circula en el proceso del capital. Cuando la sangre se detiene, el capitalismo entra en crisis  y pone de manifiesto todas sus contradicciones, dejando al desnudo sus límites, exponiéndose al efecto devastador de sus externalidades. 

Esas externalidades son la condición de posibilidad del capitalismo, de nuestra forma de vida y de las formas institucionales que nos gobiernan. Esas externalidades son: (1) la naturaleza y (2) los millones de excluidos que ahora mismo el sistema está produciendo para emprender su próximo ciclo de recuperación. 

La naturaleza ya ha mostrado su crueldad, sus garras y sus colmillos. Cuando acabe la crisis sanitaria, seremos miles de millones los pobres que hemos de exigir un nuevo mundo, por la sencilla razón, a vista de lo que estamos viendo, que ese otro mundo nuevo, es verdaderamente posible y está a la mano. Pero, para que esto ocurra, hay que volver a creer.