De la política agonística a la política del amor

Aquí amor no significa “fusión” (en todo caso, es lo contrario de la con-fusión). Aquí amor es máxima oposición. ¿Pero en qué sentido? Si lo pensamos en términos ético-religiosos (y vale la pena que lo hagamos en esos términos, y no en términos meramente politológicos), el amor es el reconocimiento absoluto del otro como un sí mismo.

Por lo tanto, a fin de evitar malentendidos, decimos que la política del amor es aún más radicalmente opuesta a la política del consenso (la política liberal de la negociación), que la política agonística en la que pusimos nuestras esperanzas en esta primera década del siglo XXI.

Aquí política agonística es aquella que se articula a partir de la relectura que la izquierda comunitarista ofreció de la noción schmittiana de lo político como articulación de la identidad a partir de la afirmación del enemigo.

Lo que propongo es que pensemos toda esta cuestión a partir de la noción de esperanza y desesperanza que nos propuso Ricardo Foster en el artículo que he citado en mi post anterior, para que pensemos juntos algo más que estrategias electorales, y nos interroguemos sobre el imaginario de nuestra actividad política de aquí en adelante.

La pregunta es la siguiente: ¿Qué puede nutrir en la desesperanza?

La desesperanza aquí se entiende como asunción de una injusticia radical, sistémica, estructural, a la cual no parece que podamos dar respuesta adecuada, al menos por el momento. Se me ocurre, distinguir dos tipos o clases de respuestas frente a esta injusticia estructural:

(1) El primer grupo de respuestas sería aquellas que se construyen a partir del odio.

Pero también, a partir de la indiferencia, el aburrimiento, el desaliento, todas estas formas modulaciones del odio, de la agresión, del miedo.

Por el otro, el tipo de actividad pragmática que ante la injusticia elige la instrumentalización de la misma a fin de producir un provecho.

Me inclino a pensar que estas respuestas a la desesperanza son diversas maneras del olvido.

Hay el olvido que propone el espíritu pragmático enfocado en exclusivamente en el futuro, y al que el pasado estorba, sobre todo cuando este se muestra como reclamo de justicia ante la injusticia cometida. El pragmático responde al presente en términos de cifras y gestión. Sin pasado, sin historia, sin narración, el hombre deja de ser un agente con identidad y se convierte en número.

La rabia hace olvida de un modo más sutil. Sobre el pasado la rabia se tiende para hacer manejable, digerible, lo que nos hiere.

Ambas respuestas, cada una en su medida, nutren la desmemoria. Por lo tanto, hay una memoria que promueve el olvido.

(2) El segundo grupo de respuestas gira en torno al amor.

Aquí amor, como he dicho, es la asunción radical del sí mismo del otro.

Ahora bien, quiero recordarles unas enseñanzas cristianas que podrían ayudarnos a disipar el pésimo trato que se da a esta noción (el amor) en el ámbito de la ciencia y filosofía política.

Para ello propongo 2 imágenes iniciales, y una tercera que acompaña a modo de contraposición.

La primera imagen es la de Jesús expulsando a los mercaderes del templo.

La segunda imagen es la del suplicio y sacrificio de Cristo en la Cruz.

La tercera modalidad del amor sería la imagen de “dar la otra mejilla”.

Lo que propongo, por lo tanto, es:

(1) En relación a la primera imagen, dar forma a un tipo de política futura que nos preserve como comunidad (en este caso hablo de la patria en su conjunto, pero también podría hablar de ello en términos globales).

Como he dicho en otra ocasión, una política que supere el individualismo egoista a través de la destitución, la refutación del odio, como alternativa política (especialmente, el odio que se manifiesta a la manera de (1) la indiferencia ante el dolor del otro; o aun peor, (2) en la forma del pragmatismo o gestión o administración de la injusticia).

(2) En relación con la segunda imagen, propongo dar forma a una “mística” del sacrificio que de respuesta a la corrupción de los nuestros.

(3) Finalmente, en relación con la tercera imagen, oponer al imaginario reduccionista criminal de la política-mercado, la reinvención de un «nosotros» que supere la retórica agonística en pos de una política del amor. Fijar al otro en el lugar del enemigo es justificar su palabra y su gesto ofreciéndole una realidad ontológica que no posee. Nuestra fortaleza es que el egoísmo no tiene base ontológica de ningún tipo, en cuanto el individuo atomizado que proponen nuestro contrincantes en el debate, es una imposibilidad, una ficción.
Dar solidez a la identidad del enemigo conlleva perpetuar el conflicto en detrimento de los débiles.

Nuestra tarea, ahora mismo, es hacer que el otro se haga uno de los nuestros.