Democráticas todas las marchas

Después de un mes de marchas en las que se reprochó al gobierno su rumbo económico y su insensibilidad social, en una tarde plácida del 1 de abril, algunas decenas de miles de ciudadanos se manifestaron para apoyar al gobierno, orgullosos de las medidas de ajuste y la tenacidad de su presidente.

El diario La Nación y otros medios afines al gobierno definieron la marcha del 1A como «sin precedentes en la historia argentina». Acompañaron la descripción con narrativas de una gesta heroica por parte de los manifestantes (vecinos de la ciudad) que se acercaron a Plaza de Mayo caminando (por su propio pie) sin autobuses que los condujeran, ni propina para la asistencia. Lo hicieron para agitar sus banderas y repudiar las marchas opositoras: esas sí, pagadas con choripan y vino por una dirigencia corrupta.

Ya en el colmo de la discriminación, algunos comunicadores hablaron del «hartazgo de la ciudadanía», como si los únicos ciudadanos de valía (o de cuantía) fueran los reunidos en esa fecha heroica que pretendió emular un 17 de octubre despojado de signos plebeyos, y el resto mereciera el olvido, o la simple desaparición por oprobio implícito.

La estrategia es equivocada y peligrosa. El matonismo es redundante en democracia, y los resultados de estas actitudes son, tarde o temprano, nefastos para la convivencia.

Agitar primero acusaciones de desestabilización contra los opositores por ejercer sus genuinos derechos democráticos, y luego pretender fumar la pipa de la paz es algo que cuesta tragar para quienes consideran su dignidad democrática pisoteada por las agresiones continuas de quienes, primero los tratan como antagonistas respetables, y luego como enemigos despreciables.

La grieta sigue profundizándose, la estigmatización y la petulancia de quienes decían ser la nueva cara de la democracia argentina parece agigantarse con el paso de los días, y el mal humor social es creciente en el otro lado de la orilla.

Se pidió una concertación social, una mesa de diálogo donde consensuar una salida a la crisis que el propio gobierno promovió con su peculiar visión de aquello que (cree) necesitamos todos los argentinos para ser un «país normal». Pero el gobierno prefirió adoptar una retórica belicista (con los bancarios primero, con los docentes después, con los organizaciones sociales en general y las organismos de derechos humanos especialmente y, por supuesto, esa entelequia denostada que componen los K). Encaprichado con un programa de máximas que supone sacrificios desmesurados para los sectores más vulnerables de la sociedad, el presidente exige acabar con relatos que animan a los individuos a adoptar una suerte de orgullo ciudadano e identificarse con cualquier colectivo (trabajadores, docentes, universitarios o lo que fuera). Lo único que cuentan son los individuos de a pie, los cuasi-ciudadanos desvestidos de toda identificación ideológica que no sea la que el imaginario neoliberal inyecta en dosis cada vez más cuantiosas en las venas de los recalcitrantes.

Según cuentan los cronistas, la manifestación tuvo de todo. Pero no faltaron expresiones que podríamos considerar «auto-destituyentes» (por efecto).

La osadía de festejar desaparecidos, o la prepotencia de continuar arrogándose el derecho al privilegio del improperio desmesurado contra una dirigente política que una parte de la población (nada despreciable en términos numéricos y equivalente en derechos si hablamos de una democracia que se precie) aun sostiene como referente, son formas desmesuradas de violencia simbólica que acabarán pasándole cuentas, a mediado o largo plazo. La bronca crece.

Obviamente, estas expresiones rabiosas no son nuevas. El odio destilado en dosis continuadas por la prensa canalla tiene su efecto, especialmente entre los más mayores y las más mayores (que se lucieron de manera destacada entre una asistencia más bien avejentada) quienes emularon (como ocurre en las reuniones de consorcios: también democráticas, pero no políticas) la gratificante tarea de despotricar enervados, evacuar frustraciones, erigirse en amo y señor en una época de la vida en la que, tal vez, por la falta de sana promiscuidad y soledad notoria, se agradece una pasión que avive el cuerpo y el alma casi extinguida.

Pero, al final, la Argentina de todos no se reduce a banderas (que las hubo) sino a la convivencia que dicen defender cuando les cortan la calle, pero que acaban pisoteando cuando se ríen o festejan los muertos de sus enemigos o desprecian su cultura o sus derechos.