El llamado «día de furia»
Durante 7 u 8 horas, la ciudad de Buenos Aires vivió una verdadera batalla campal. El gobierno de Mauricio Macri, a través de su ministra de seguridad, Patricia Bullrich (sospechada de complicidad, junto con otros funcionarios de su ministerio, en los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel) ordenó cerrar el Congreso de la Nación a cal y canto cuando se intentaba modificar la ley previsional, utilizando para ello a cuatro fuerzas de seguridad del Estado, entre las cuales, solo la gendarmería, contaba con 1.500 efectivos. La represión contra los manifestantes fue brutal, incluso fueron embestidos sin miramientos legisladores opositores. A la represión, como en otras ocasiones, siguió una cacería humana que se extendió durante horas y que acabó en detenciones injustificadas.
Mientras todo esto ocurría en el exterior del Congreso de la Nación, el oficialismo, apurado y ansioso por aprobar una ley regresiva en términos previsionales, que afecta de manera notoria a los más vulnerables en la sociedad, y que rechaza el 82% de la ciudadanía (según las encuestas) protagonizó una bochornosa jornada en la cual aún cabe la posibilidad de un intento flagrante de fraude, al sentar, aparentemente, a dos diputados truchos en el hemiciclo para fingir el quórum necesario para iniciar la sesión. Finalmente, entre gritos, insultos e incluso, por parte del propio Presidente de la Cámara Emilio Monzó, el intento de dar un puñetazo al diputado opositor Leopoldo Moreau, quien lo increpaba por las dilaciones en levantar la sesión, y denunciaba el bochornoso intento de fraude, la sesión quedo cancelada. Horas después, el ejecutivo anunciaba que estudiaba aprobar la modificación a la ley previsional a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU), en una prueba más de su absoluto desprecio al orden constitucional y la separación de poderes.
El ethos represivo
Poco a poco nos acostumbramos a este tipo de escenas en Argentina. La represión se ha convertido en una faceta reiterada en la vida cotidiana de los argentinos. Con dos muertos ya en el contexto de operativos contra la protesta social, y un sin número de ejemplos de excesos, abusos, patoterismo y arbitrariedades violentas por parte de las fuerzas represivas, con numerosas detenciones arbitrarias, la constatación de que el gobierno utiliza infiltrados en las manifestaciones legítimas contra las políticas de ajuste o contra los retrocesos en la política de derechos humanos, con la evidencia notoria de una caza judicial al servicio de la política partidaria que se traduce en una escalada sin precedente de detenciones arbitrarias, amenazas y aprietes a opositores políticos para lograr disciplinarla, escraches mediáticos sin fundamento, que facilitan el cumplimiento de las metas ideológicas del gobierno, lo ocurrido ayer no es más que un aumento del volumen de una tendencia a la estridencia y el escándalo que resulta difícil negar.
La cultura política argentina
La cultura política argentina, históricamente, tiene diversos elementos que la conforman. El discurso típico del votante macrista (y radical) de estos días, se caracteriza, fundamentalmente, por su tendencia demonológica: inmigrantes, negros, zurdos, kirchneristas, feministas, etc., ocupan el lugar que los judíos, los anarquistas o los comunistas tuvieron en un pasado reciente (resucitado por los adalides de la derecha local).
El énfasis de esta cultura demonológica está puesto en la mano dura para afirmar una política de exclusión sin miramientos, ni complejos. La patria se entiende siempre de manera estrecha, y se exige que el “sobrante social” sea empujado a los confines (detrás de los muros), o se lo encarcele, o directamente se lo expulse, se lo mate o se lo haga desaparecer. El caso mapuche ilustra fehacientemente esta tendencia, y el odio anti-inmigrante o la llamada “bolivianización” de los ciudadanos argentinos de piel oscura (la extranjerización del “negro” – al que se le niega la ciudadanía y, con ello, sus derechos), es una muestra palpable del racismo y la xenofobia de esta cultura política.
En contraste, las llamadas fuerzas políticas «progresistas», ponen el acento en la inclusión y la igualdad. No es banal el nombre “Patria Grande” en su acervo discursivo. La patria es grande porque es de todos, y puede extenderse incluso más allá de las fronteras para incluir a aquellos que, junto a nosotros, comparten un destino análogo.
Los límites de una política basada en los derechos
La derecha política no va a desaparecer. El desafío ha sido siempre romper el equilibrio a favor de las fuerzas progresistas. Esta grieta política, sin embargo, no se encuentra definida exactamente en términos partidarios. La presencia de algunos importantes representantes del antiguo kirchnerismo-PJ dentro del actual bloque demonológico que conduce Macri con «mano de hierro», cómplices necesarios de las actuales políticas de ajuste, reendeudamiento, privatización, pobreza y hambre, demuestra que la adscripción política circunstancial permite la transversalidad cultural dentro de la política partidaria. Pero también son notorios los límites de una política basada exclusivamente en los “derechos”.
El nombre “progresismo” es equívoco. Se entiende en el contexto de una visión lineal, unidireccional de la historia. En ese contexto, cuando se habla de “derechos adquiridos” se entiende que son derechos que, de por sí, una vez reconocidos, tienen la capacidad de autosostenerse, autolegitimarse y autoexpandirse con el paso del tiempo.
La política “progresista” suele olvidar que el tiempo no es lineal (tampoco) cíclico, sino que es plural y por lo tanto abierto y embarrado y proclive a ocultar sus dimensiones geológicas inconscientes. Los derechos no son legitimados ni sostenidos por su facticidad histórica. Hay que pelearlos en cada encrucijada y renovar nuestra fidelidad hacia ellos con cada nacimiento. Todos los días nacen nuevos ciudadanos, llegan inmigrantes y hay conciudadanos que se marchan al extranjero, la gente cambia personal e ideológicamente, adopta nuevas modas, nuevos modales y sus imaginarios mutan, y con ellos sus anhelos y valores.
Por ejemplo: nada obliga a las generaciones futuras a respetar las constituciones consagradas por sus antepasados. Tampoco están sujetos los recién llegados a mantener el orden jurídico construido por sus antecesores. La libertad, la igualdad y la fraternidad no son valores trascendentes que se autolegitiman, sino opciones humanas que pueden (y suelen) ser ferozmente resistidas por las demonologias de la derecha.
Vida y supervida: la reivindicación de la utopía
Por ese motivo, una política “progresista” no puede centrarse exclusivamente en los derechos. Su enumeración y enunciados tienen una muy limitada fuerza. La promulgación de leyes inclusivas es bienvenida, pero de facto, los ejecutivos y los tribunales no tienen excesivo prurito en pisotearlas cuando obtienen el poder para hacerlo. Por esa razón, tampoco la indignación por la quiebra del orden constitucional tiene, en momentos de emergencia política y social, un largo recorrido, menos aún el detalle de las infracciones al orden jurídico, los procedimientos o el entramado administrativo.
Lo que se necesita es una contrapolítica antidemonológica, una política visionaria que asuma la emergencia, el estado de excepción, y sea capaz de ofrecer algo más que la «mera vida» (derechos). Necesitamos super-vida (utopía). La ilusión de que estamos llamados a construir algo más que mera resistencia. Necesitamos recuperar el carácter ilusionante de la política que el macrismo le arrebató al progresismo al desplegar sus banderas de cambio que, como un caballo de Troya, permitió el regreso triunfante de la demonología al seno de la política democrática.