En esta entrada me gustaría plantear algunas cuestiones que, a nuestro modo de ver, sólo ahora merecen ponerse sobre el tapete. Las razones coyunturales para hacerlo son dos. Por un lado, algunos signos inequívocos que ponen de manifiesto la necesidad de poner orden en la tropa. Algunos escándalos de las últimas semanas así lo ameritan. Además de la lealtad de grupo que se ha pronunciado con estridencia necesaria en estos días, es una condición sine qua non para la salud de dicho grupo, cultivar la amistad que da lugar a la crítica constructiva. De otro modo, el acierto se convierte en desacierto y los dioses se transforman en demonios.
Desde ya, y como puede constatarse en las páginas que preceden a esta entrada, nuestra posición es de acompañamiento al modelo. Lo hemos afirmado en muchas ocasiones en las cuales se ponía en cuestión, con mayor o menor acierto estratégico, la dirección general de la política kirchnerista.
Con el fin de establecer las coordenadas del debate, hemos eludido, sin embargo, las discusiones meramente coyunturales y los reclamos en torno a asuntos como la calidad de la implementación de las políticas elegidas, o fenómenos endémicos como son la corrupción o el clientelismo funcionarial.
Sin embargo, cuando faltan pocos meses para unas elecciones en las que, de una forma u otra, ha quedado patente la hegemonía difícilmente cuestionable del actual proyecto político, cabe interrogarse acerca de algunas cuestiones que hacen al futuro. Algunas de ellas estrechamente conectadas con esas cuestiones de las cuales nos hemos abstenido de debatir, con el fin, como decíamos, de enmarcar en tiempos de fuerte confrontación ideológica, el terreno de la cancha.
Ahora que los bienes ético-políticos de los contendientes han sido claramente establecidos. Ahora que en el escenario el horizonte estatista, redistribucionista y popular ha sido confirmado como la alternativa electoral más acompañada del abanico a disposición de las mayorías, cabe interrogarse sobre algunas cuestiones de las cuales nos hemos permitido guardar silencio ante los peligros de desestabilización institucional o sedición interna.
El espectro opositor ha resuelto definitivamente por la testimonialidad. El alfonsinismo, aproximado peligrosamente al espíritu duhaldista, ofrece una alternativa a los sectores más conservadores que llevan las de perder en una época de progresismo que coincide o se alimenta del modo que se han echado las suertes en estas primeras décadas del siglo XXI en el concierto global.
Por lo tanto, no hay un porvenir inmediato fuera del universo kirchnerista. Como dijimos en su momento de manera tímida, la discusión interesante a partir de ahora, consiste en volver a pensar el kirchnerismo a la luz de sus triunfos eminentes y sus fracasos recurrentes.
Esto no debería ser interpretado de manera recalcitrante por parte de los adherentes de la actual gestión, ni mucho menos de manera confirmatoria de sus pataletas reiteradas por parte de una oposición alimentada por el catastrofismo mediático que resuelve las peculiaridades de las actuales estrategias, implementaciones y calidad de los actores oscureciéndolos hasta convertir el escenario en una negritud indescifrable.
Las cosas, evidentemente, no son ni blancas ni negras. Pero tampoco se trata de forzar un consenso sobre extremos. Porque como bien se sabe, no es adecuado mezclar peras con manzanas. Es ineludible la confrontación en la política, y el kirchnerismo se ha construido, nutrido y crecido en ese reconocimiento.
Pero eso no quita que en la pugna con el ineludiblemente “otro” no podamos crecer en comprensión de nosotros mismos. En buena medida, lo peor de ese “otro” en la actualidad no es su “otredad”, sino la mediocridad en su ejercicio de alteridad. Es un lugar común que sin un buen contendiente no se puede perfeccionar nuestra destreza.
A esta altura, por lo tanto, parece que la única manera de avanzar consiste en esgrimir razones en el interior del propio campo hegémonico. La conflictividad, sin embargo, puede articularse con vocación y fidelidad a la unidad del espacio constituido. La fortaleza y solidez evidenciadas por Cristina Fernández de Kirchner como líder absoluta del movimiento en la actualidad, permite iniciar un proceso de confrontación política en el interior del espacio para dirimir las transformaciones con lo hasta ahora reinante.
Ante la paupérrima condición de los contrincantes exteriores, con el fin de eludir el anquilosamiento al que podría estar sujeto el kirchnerismo en caso de convertirse en una totalidad sin afuera de sí que se precie, es necesario legitimar ese debate sobre el futuro.
Recordémoslo: el dinamismo del kirchnerismo es fruto, primero, de una sustancia constitutiva dúctil, que le ha permitido, por un lado, abordar con “sentimentalismo” patriótico el llamado de los tiempos; por el otro, un ejercicio beligerante que lo ha dotado de una extraordinaria capacidad de asumir su identidad plebeya.
La condición plebeya del kirchnerismo, que le hace heredero incuestionable del peronismo, es lo que le otorga legitimidad representativa de las mayorías. Sin embargo, cabe destacar, que lo plebeyo muta al ritmo de recuperación de la integridad y la dignidad social. Eso que es “lo plebeyo” de esta nueva década que ahora discutimos, es una mayoría a la cual le ha impactado de mayor o menor modo el crecimiento acompañado por una inspirada aunque difícil política redistributiva. Las mayorías han recuperado la posibilidad de mirarse en el espejo del presente con cierta esperanza.
En la misma medida que se ha transformado lo popular, debe transformarse el kirchnerismo. Eso implica volver a pensar ciertos vocablos manoseados que no pueden hacerse desaparecer de nuestro lenguaje sin poner en peligro los cimientos de la propia sociedad. La legitimidad, en épocas de normalidad, se sostiene gracias a ellos. El kirchnerismo comenzó siendo una excepcionalidad. El reto de los próximos años es afrontar una época normalizada.