Los economistas ortodoxos, pseudo-heterodoxos y otros expertos sociales del establishment, junto a periodistas y tertulianos repiten incansablemente en estos días el mismo mantra: «O es la economía, o es la salud». O, tal vez, de manera menos perentoria: «Debemos encontrar un equilibrio entre las exigencias de la economía y las exigencias de la salud».
En este contexto, la población que sufre en carne propia la pandemia sumando fallecimientos y contagios de manera vertiginosa, además del miedo visceral que provoca la enfermedad y la muerte, enfrenta la catástrofe socioeconómica y política de miseria con la impresión, una vez más, de ser prescindible y sacrificable en nombre del todopoderoso «Dios capital», quien exige en estas circunstancias, otra vez, víctimas propiciatorias, como en la antigua tradición Azteca, para que podamos volver a ver salir el sol.
Un capítulo aparte merecería en este punto volver a «la revolución robótica» largamente anunciada en los últimos años. Los robots no se enferman ni se mueren, después de todo. No cabe duda que eso, en estas horas, supone una ventaja mayúscula si tenemos en cuenta las crecientes amenazas biológicas que acechan a nuestra especie. El problema es que esta «visión utópica» contiene una amenaza «distópica» perturbadora. La supervivencia de una economía (incluso una economía verde) basada en una sofisticada tecnología capaz de sobrevivir la extinción de la humanidad. Un mundo creado originariamente por humanos, pero sin humanos, cuya ausencia no afectaría el funcionamiento «normal» de una economía en continua expansión y desarrollo, purificada de cualquier intervención política humana, e inmune a los desequilibrios causados por nuestra naturaleza finita y vulnerable.
Aquí, lo imposible de esta ficción apunta a poner blanco sobre negro sobre las dicotomías que ponen en evidencia las contradicciones insuperables del sistema, y nos invitan a repensar sus fundamentos a la luz de «otro sentido común», es decir, de un sentido común que no sea el que promueve la ideología del capital.
¿Qué significaría sino el «normal» funcionamiento de la economía para los ilustres defensores de la autonomía de los mercados sino un mundo sin humanos?
¿Acaso la enfermedad, la muerte, las epidemias, las hambrunas, las catástrofes naturales, no son parte de las ineludibles experiencias que han vivido los seres humanos a lo largo de su historia?
Esta epidemia, como las reiteradas crisis que enfrenta el capital, o los efectos catastróficos del deterioro medioambiental, han sido largamente anunciadas. No hay profetas ni magos en estas lides. Cualquier persona que analice de manera consecuente los datos a su disposición sabe que las semillas de manzanas producen manzanos, y las de naranja, naranjos. El imperio de la causalidad es absoluto e inescapable. Uno puede, evidentemente, enfrentar los efectos de muy diversas maneras, prepararse de diversos modos a las consecuencias eventuales que supone nuestra condición finita y vulnerable, nuestra actividad e intercambio con la naturaleza y otras especies, y los sistemas de convivencia que instituimos, pero de ninguna manera podemos eludir la lógica ineluctable de la causalidad.
Pero, hete aquí, que un grupo nada despreciable de científicos sociales y opinólogos de diversas índoles nos dicen que hay un rubro en particular que merece una consideración milagrera. La economía capitalista debe ser resguardada del frío y la lluvia de los inviernos, y el tórrido clima de los veranos para preservar la lógica perfecta de su mercado.
Los ultra-ricos, los ricos, las clases medias cooptadas por esta ideología, y los pobres que aún no despiertan de su sueño inducido, asienten frente a esta pretensión sin preguntarse lo obvio:
¿Por qué razón la economía debería continuar siendo lo que fue después de esta crisis?
¿No es acaso lógico, comprensible, absolutamente necesario, que en estas horas trágicas pongamos en cuestión la perversa relación entre economía y vida que ha impuesto el capital?
¿No ha quedado al desnudo, como en tantas otras ocasiones, pero esta vez de manera global, y por ello innegable en todos los rincones del planeta, que el sistema capitalista se enfrenta a contradicciones que es incapaz de resolver y, por ello mismo, exige una corrección de raíz?
¿Cómo es posible que, frente a la «traición» a la ciudadanía global por parte de sistemas políticos rendidos al capital que han dejado indefensas a las poblaciones frente a amenazas que se conocían de antemano, presagiadas una y mil veces por los expertos, sigamos considerando como aceptable la ecuación dicotómica «economía o vida»?
¿Cómo es posible que no se nos mueva un pelo cuando se nos dice que la vida es la que debe sacrificarse ante el orden vigente, y no el orden vigente el que tiene que ponerse al servicio de la protección y la promoción de la vida, incluso si para ello es necesario modificar de raíz los ordenamientos jurídico-políticos que son sus actuales fundamentos?
Hemos de batallar mucho contra el sentido común que impera en nuestro tiempo. Para empezar, volviendo una y otra vez a recordar que la economía no es una ciencia abstracta y pura enfocada exclusivamente en la promoción de su lógica interna, sino un «arte», y como tal, debe estar subsumida bajo los principios fundacionales de la ética y de la política. El principio fundamental de la ética, dice el filósofo argentino Enrique Dussel, es la protección y la promoción de la vida buena.
En este sentido, no debe haber jamás una dicotomía entre economía y vida. Sin vida, no hay economía. La economía es, siempre, para la vida. Cuando la economía no es capaz de proteger y promover la vida, no es la vida la que debe cambiar, sino la «economía» (en minúscula), entre otras cosas, porque ha dejado de ser lo que debe ser: «Economía (en mayúscula) al servicio de la vida».