Quisiera decir algunas palabras en favor de la mosca. Puede que el asunto resulte para muchos una frivolidad, pero creo que es importante dedicarle al menos unos minutos para comprender el significado último de toda la escena. Como se habrán dado cuenta, estoy hablando de la entrevista en la que el presidente Obama, sin conmiseración, mató una mosca que le estaba causando problemas.
He dicho que muchos considerarán un artículo sobre esta triste escena un pasatiempo, o incluso puede que me acusen de haber convertido el blog en un espacio para la prensa rosa o amarilla. Sea como sea, el tema es muchísimo más serio de lo que a primera vista podría imaginarse. En realidad es tan serio que a partir de este momento, millones de personas en el planeta que de un modo u otro habían alimentado esperanzas respecto a Barack Obama, la habrán perdido para siempre.
Hemos visto el peor rostro del presidente usamericano y no creo en modo alguno que debamos olvidar lo más esencial del asunto: el modo en la cual se deshizo del insecto porque lo molestaba, y la manera en que se ufanó de haber acabado con la vida de ésta de modo chulesco y prepotente. La escena es ilustrativa. Deja a la vista un talante, un orden moral, una manera de concebir el mundo y el trato que este merece por parte del personaje en cuestión.
Aquellos que no hayan encontrado reprobable la actitud del mandatario, de seguro no comparten una imaginario existencial semejante con aquellos que en los próximos días protesten ante el evento. Para estos, la actitud del presidente Obama es una prueba de una falta de educación y violencia gratuita intolerable. Pero para que esto sea comprendido será preciso que ofrezca una explicación acerca de las razones por las que juzgamos profundamente desconsolador que el presidente del país más poderoso de la tierra, comandante en jefe de las fuerzas armadas más sofisticadas y destructivas del planeta, haya cometido el sacrilegio de arrebatar la vida de un ser viviente sin necesidad alguna, gratuitamente, y para colmo de males, que haya acompañado el asesinato enorgulleciéndose con su eficacia destructiva.
Los invito a que vuelvan a visionar el video. Verán que el periodista, los camarógrafos y sonidistas que presenciaron la escena, cómplices patoteros de la acción, festejaron la eficacia de su presidente con una vulgaridad obsecuente y obsena. El presidente, orgulloso de haber causado muerte con un golpe certero, conminaba a uno de los camarógrafos a filmar el cadáver para dar prueba de su heróico gesto, como si se tratara de un triunfo de caza.
Pues bien, si estas pocas frases no son suficientes para convencerles de lo que digo, deberé afilar mis argumentos para demostrar que el señor Obama, como otros responsables políticos, no poseen la compasión indispensable para ser conductores legítimos de un planeta como el nuestro, acosado por la destrucción, la inequidad y la injusticia.
Sin embargo, mi propósito no es sólo crítico, sino también constructivo. Lo que pretendo es que tomemos consciencia de nuestra falta de educación en la compasión, del enorme agujero educativo que nuestro sistema de enseñanza esta produciendo enfocados como estamos, exclusivamente, en la formación instrumental y en valores etnocéntricos [centrados exclusivamente en nuestra cultura] y especie-céntricos [centrados únicamente en nuestra especie], como señalaba Peter Singer. Si a esto sumamos que la persona en cuestión tiene en sus manos los instrumentos destructivos y coactivos más poderosos de la humanidad, deberíamos exigir, por sobre todas las cosas, compasión entre sus cualidades, es decir, una profunda aspiración y compromiso en la preservación, en la nutrición y cuidado de la vida.
Las guerras de la «Era Bush» nos enseñaron que a los poderosos no les tiembla el pulso en su cometido aún cuando este represente extensos «daños colaterales». «Daños colaterales» es el mantra que los servicios de noticias afines a la prepotencia han aprendido a repetir cada semana para evitar hablar de las personas inocentes, niños, mujeres, ancianos que no merecen por parte nuestra, ciudadanos de países poderosos, consideración alguna. Seres humanos cuyas muertes no influyen en exceso en los cálculos electorales o los índices de popularidad de los gobiernos de nuestros respectivos paises.
¿Qué es lo que nos dice todo esto?
Que nuestros políticos, nuestros dirigentes empresariales, nuestros comunicadores, banqueros y economistas, para hablar de unos pocos, no están educados en la compasión, no están educados en el respeto a la vida. Lo que cuenta y lo que premian es exclusivamente la habilidad estratégica. Y con el mismo descaro con que Obama se ufanó de matar a un ser, gratuitamente, estas gentes poderosas se burlan del sufrimiento ajeno con la indiferencia de esos dioses macabros de la antigüedad que eran capaces de enviar pestes y mortandades indiscriminadamente para demostrar quien mandaba.
Hemos visto cientos de cadáveres de niños, mujeres y ancianos en Oriente Medio, en Irak, en Pakistán a través de las pantallas de nuestras televisiones. Y hemos escuchado las explicaciones de los responsables militares sobre la imprecisión de sus bombas y misiles inteligentes como si se trataran las víctimas de monigotes virtuales en la pantalla de un ordenador. Hemos aprendido también que la memoria de los muertos en esta pantalla global en la que vivimos, es como una nube en un cielo ventoso que atraviesa la escena para desaparecer por completo, como si el drama de esas familias no significara nada.
Detrás de cada asesinato, el mismo gesto, la misma chulería, idéntica falta de compasión.
Los budistas creen que es imprescindible reconocer que todos los seres vivientes, independientemente de la forma de vida en las que se manifiestan, buscan satisfacción y rechazan el sufrimiento. No hace falta demasiada inteligencia, sino una observación paciente y cariñosa para comprender esta verdad de perogrullo. Tampoco se necesita especial sensibilidad para comprender que es sobre la base de esta comprensión esencial que se educa a una persona decente, es decir, alguien que ha toda costa intenta evitar la crueldad. Quienes se divierten maltratando otros seres vivos, quienes son incapaces de reconocer el sufrimiento que estos experimentan o defienden teorías que reducen la experiencia subjetiva que hay detrás de todo organismo vivo a mero mecanismo, sólo pueden articular una moralidad incompleta.
Eso no implica, por supuesto, hacer caso omiso de las enormes diferencias entre los seres vivos que habitan el universo. No es lo mismo un perro que una mosca. Tampoco podemos equiparar a un animal humano con un chimpancé. Sin embargo, a lo que este reconocimiento a la existencia sentiente pretende señalar, lisa y llanamente, es al deber que tenemos de honrar la búsqueda de felicidad o satisfacción y la evitación del sufrimiento en el que se encuentran embarcados todos los seres vivos. Puede que el modo en que articulemos esa búsqueda como animales humanos dotados de racionalidad y de un sofisticado sentido de la significación sea muy diferente a la de esos otros animales no humanos con los cuales compartimos el planeta, pero aún así, ese telos tiene una raíz común.
Es probable que Aristóteles y Santo Tomás compartieran está comprensión en nuestra civilización. No hay razón para creer que el lugar preponderante que otorgaron al ser humano en el cosmos ordenado que habitaban pueda traducirse en un desprecio gratuito por otras formas de existencia no humana. Más bien todo lo contrario, tanto Aristóteles como Tomás reconocían perfecciones a los animales no humanos. En especial, el aquinate, como ha mostrado recientemente el filósofo Alasdair MacIntyre, señalaba la continuidad inextricable entre la existencia de los animales no humanos y nuestra existencia animal racional que, según él, echaba sus raíces en ese animal que fuimos en nuestra primera infancia (filogénetica y ontogenética) y que no dejamos de ser por el hecho de haber desarrollado nuestras virtudes sociales y racionales.
Pero incluso en otras filosofías seculares, como el utilitarismo y el kantismo, se reconoce que la crueldad hacia otros seres vivientes no hacen un buen ser humano.
Parte del drama de la existencia sentiente, es decir, del hecho de que existamos con un cuerpo que nace y muere y se nutre de lo viviente, es el hecho de que nuestra vida, a fin de ser preservada, depende de incontables maneras de elementos que sólo podemos adquirir sometiendo a otras especies y produciéndoles daño.
Por esa razón, cabe preguntarse qué sentido tiene hacer sufrir gratuitamente a otro ser, qué sentido tiene matar por matar, o matar por una insignificancia, y pero aún, matar ufanándose del poder que ejercitamos sobre los indefensos. ¿Qué necesidad había de matar a la mosca? ¿Qué necesidad de ufanarse de ello, de festejar de modo tan chavacano?
En breve, se trata de una enorme ignorancia, una ignorancia «moralmente reprochable», una verdadera falta de educación, no en el sentido superficial con que solemos usar la expresión; sino una falta de educación esencial: educación en la compasión.