El alma de los argentinos

En alguna ocasión, el Jefe de Gabinete, Marcos Peña, sostuvo que el objetivo de su gobierno era «el alma de los argentinos». La expresión suscitó críticas y adhesiones. Los propios contrapusieron a la «obsesión» por la heladera, las convicciones. Los ajenos intuyeron lo que ese alegado ponía al descubierto de la política oficialista.  

 

Desde aquel momento hasta la fecha «han pasado no pocas cosas» en Argentina. El descenso a los confines de las estadísticas mundiales posiciona al gobierno de Macri como el peor de la reciente democracia argentina. No solo por la situación que suscitó en términos absolutos, sino por su significación en términos relativos: en función de la herencia recibida. Hemos dejado atrás las referencias a la «pesada herencia», para recuperar críticamente la llamada «década ganada», para sopesar claros y oscuros, redefinir direcciones y corregir faltas.


Por otro lado, empezamos a tomar consciencia de que el triunfo de Macri en 2015 no fue el exclusivo logro de la derecha argentina revitalizada y modernizada, como nos quiso hacer creer ingenuamente el «periodismo lúcido de la tercera vía» en el 2016, cuando se hablaba del macrismo como de la «nueva derecha». Hoy sabemos que el triunfo macrista fue el efecto acumulado de un conjunto de límites intrínsecos de la economía argentina, combinado con estrategias globales de los poderes «imperiales», en el marco de una guerra geopolítica que tuvo en Latinoamérica uno de sus frentes de batalla. Esa estrategia imperial se encuentra desnudada: inteligencia, medios y judicatura son los actores que hoy reemplazan a la antigua alianza cívico-militar contra el Demos

 

Ahora bien, la derrota de Mauricio Macri en las urnas, el reconocimiento electoral del rechazo por parte de una amplia mayoría de sus políticas, no implica necesariamente un repliegue de los poderes que condujeron a Macri a la presidencia para llevar a cabo su cruzada “pro-ricos y pro-especuladores” en contra de las grandes mayorías, ni la renuncia de algunos de sus votantes a su épica excluyente. Por el contrario, lo que se espera es forzar a Alberto Fernández a que convierta su gobierno en una etapa (1) de contención de la explosiva situación que vive el país en el terreno social a través de un «nuevo contrato de ciudadanía», aún no definido, y (2) de autocontención en lo que respecta a corregir las políticas que permitieron la desposesión sistemática del pueblo argentino por parte del poder corporativo y financiero. La expresión «ministerio de la venganza» con la cual se amenaza al futuro gobierno denunciando un supuesto espíritu revanchista no tiene otra finalidad que condicionar la revisión de aquellas políticas de saqueo que el macrismo promovió en nombre de sus «amigos». 

 

El retorno a políticas social-demócratas (u ordo-liberales) no garantiza un futuro de prosperidad si —como proféticamente señaló Marcos Peña en su infame discurso— «el alma de los argentinos» se encuentra efectivamente bajo el imperio del poder pretendidamente «civilizador» que el imaginario macrista fue inoculando en la sociedad argentina, imponiendo gestos, hábitos, modos de comportamiento que condicionan la implementación de políticas genuinamente democráticas y populares. 

 

Foucault advertía sobre esta cuestión en Vigilar y castigar cuando—tal vez de manera hiperbólica— enfatizaba las «disciplinas» que impone el poder tecnológico que subjetivizan y subyugan al sujeto (político). Para Foucault no es a través (o sobre) el cuerpo que el poder se realiza, tampoco a través (o sobre) la consciencia que impone su dominio. La materialidad sobre la cual recae el poder es el «alma». En este caso, «el alma de los argentinos» donde el macrismo impuso su señorío.

 

La expresión «alma», sin embargo, puede llevar a malentendidos. Alma no es aquí una entidad metafísica o trascendente, tampoco es una ilusión promovida ideológicamente. Aquí «alma» es una realidad (material) que pesa sobre el cuerpo, o que lo envuelve, o lo posee desde su interior. El alma es como una nevada que cae sobre el mundo imaginado por Oesterheld y Solano Lima en El Eternauta, que envuelve y mata, que cae sobre la sociedad parejamente, pero se experimenta como un aura envolvente sobre los cuerpos y las consciencias de los individuos. El alma es esa realidad material a través de la cual el poder castiga, controla, entrena, supervisa. 

 

Por consiguiente, la herencia de Macri no debe leerse exclusivamente en términos economicistas, sino también políticos. Como señala la filósofa política Wendy Brown, entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo existe una sinergia histórica que se materializa en los nuevos sujetos nacidos de esta copulación nefasta. Tras la fase economicista, tras las ruinas del neoliberalismo en su expresión tecnocrática, emerge la estrategia moralizante, neoconservadora a través de la cual se pretenden blindar ante la sociedad las ventajas adquiridas en el período de desposesión, inventando chivos expiatorios. En este sentido, es un error interpretar los desafíos que enfrenta el gobierno en ciernes de Alberto Fernández exclusivamente en términos económico-financiero y sociales, entre otras cosas porque, para hacer las transformaciones que esperanzan a los más afectados por esta crisis, se exige un rescate del alma de los argentinos.

 

En la esfera pública argentina no resulta difícil rastrear el trasfondo ideológico del proyecto político que el macrismo reivindicó, con su peculiar comprensión de lo «civilizado» y lo «bárbaro». Este imaginario reaccionario que anima a una parte importante de la ciudadanía se pone de manifiesto en los gestos, los hábitos, los comportamientos introyectados del nuevo sujeto neoliberal que resiste, pese a toda evidencia, el fracaso de su gobierno. 


El alma del sujeto que habita el planeta macrista, con sus satélites orbitando solapadamente en otros espacios, rutilantes u opacos, comparten una visión del bien en la que se conjugan, por un lado, la asunción del homo œconomicus como paradigma de la humanidad misma y, por el otro, un moralismo excluyente, detrás del cual se atrincheran las minorías privilegiadas y los sectores resentidos de la sociedad que en las «ruinas» que ha dejado tras de sí el neoliberalismo, han aprendido a despreciar las reivindicaciones de los más vulnerables