Todos los individuos quieren ser felices y no quieren sufrir. Por supuesto, «felicidad» es sólo un nombre. Podríamos haber dicho: «Todos los individuos quieren vivir una vida plena y no quieren vivir una vida de insignificancia y sinsentido». Sea como sea, cada uno de nosotros puede atestiguar esta pulsión.
Ahora bien, «felicidad», «plenitud», «sentido», son significantes vacíos. Esto quiere decir que en el lugar de «la felicidad» o «la plenitud» podemos poner muchas y diversas cosas. Hay quienes creen que la felicidad está relacionada con el placer sensorial o la sofisticación cultural (en el arte, la literatura o el deporte). Hay quienes la asocian al poder sobre la naturaleza u otros individuos. Hay quienes la buscan en el reconocimiento social o personal. En general, todas estas alternativas pueden producir algún atisbo o limitada experiencia de plenitud, pero es bien sabido que su capacidad de satisfacernos es limitada. Nunca hay suficiente placer, ni suficiente poder, ni suficiente reconocimiento para colmar nuestra sed.
Ahora bien, una de las consecuencias de nuestra búsqueda de felicidad es que en muchas ocasiones otros individuos se convierten en medios para nuestro fin. Esto da lugar a una intensa lucha entre nosotros para no ser reducidos o reducir a otros a medios para nuestros propósitos. En este sentido, podemos leer la historia de la humanidad como una lucha por el reconocimiento de nuestra autonomía y dignidad. Pero, también, un esfuerzo por despreciar esa lucha, por silenciarla.
Si pensamos históricamente en una noción como los derechos humanos, más allá de los aspectos paradójicos que tiene esta tradición, y que en su momento vale la pena analizar, los seres humanos hemos estado luchando denodadamente por ser reconocidos en nuestra identidad y diferencia. Las diversas formas de discriminación, explotación, opresión o exclusión que hemos sufrido han estado siempre basadas en algún tipo de retórica que descalifica, de un modo u otro, a cierto grupo humano o individuos.
La democracia es un régimen político que se caracteriza por lo siguiente: el lugar del poder está vacío de manera absoluta. No hay un Dios, un rey u otra realidad ultramundana que pueda mentarse como fundamento último y definitivo del orden sociopolítico que habitamos. No hay ninguna ley universal, ni siquiera las leyes de la biología o del mercado, que pueda exigirse como tribunal supremo que legitime o des-legitime el orden político que somos. El lugar vacío del poder lo llena circunstancialmente el soberano (el pueblo) con sus representantes en una elección libre. Nadie (ni Cristina Kirchner, ni Mauricio Macri) representa de manera definitiva y absoluta al pueblo, y el propio pueblo tiene una identidad siempre en mutación.
Sin embargo, justamente por eso, la democracia se encuentra tensionada entre dos principios que le son inherentes. Estos principios son: (1) el de la amistad y (2) el del antagonismo político.
Por un lado, la identidad política, para serlo, debe estar fundada en algún tipo de reconocimiento mutuo. Formar parte de una unidad política implica identificarse con un significante: somos argentinos todos por igual, nos identificamos con un nombre, una bandera, y hasta cierto punto con una historia común.
Pero, al ser ese significante, un significante vacío, luchamos por darle un sentido determinado. Ninguno de los sentidos es un sentido último o definitivo. El sentido de nuestra identidad se encuentra en disputa.
Por lo tanto, el segundo principio es el de la enemistad o antagonismo, que es inherente a la política democrática.
Si sólo hay amistad política, caemos en una suerte de totalitarismo en el cual las diferencias son acalladas.
Si sólo hay enemistad política o antagonismo caemos en el otro extremo y nos desbarrancamos hacia la guerra civil.
Ahora bien, la razón de la amistad y la enemistad se definen en torno a la igualdad, la libertad y la fraternidad. Nuestros amigos son nuestros iguales, aquellos que respetan nuestra libertad, y con quienes podemos abrazarnos fraternalmente en un destino común. El antagonismo es producto de la desigualdad, del sometimiento y el desprecio moral.
Como ya hemos señalado, el antagonismo es parte inherente de la política democrática. Es un principio que asegura que los individuos y las colectividades avancen en el proceso de reconocimiento de aquellos derechos negados u olvidados. Sin antagonismo político, muchos de los derechos de los cuales hoy gozamos, no existirían. Han sido el fruto de luchas, muchas veces denodadas y cruentas, y el sacrificio de muchas mujeres y hombres que han dado su vida para que nosotros gocemos de ellos.
Lo que está en disputa es siempre la igualdad y la libertad de los individuos, principios indispensables si queremos una patria fraterna. Y, cuando hablamos de igualdad y libertad no nos referimos exclusivamente a una igualdad y a una libertad política y jurídica, sino también económica, cultural y medioambiental.
La Argentina ha logrado muchas cosas importantes en estas últimas tres décadas. Ha habido momentos de retroceso, pero hemos alcanzado una alta consciencia política – una ciudadanía exigente. Participamos en las decisiones políticas, las discutimos, las refrendamos o las rechazamos con pasión. Una ciudadanía exigente se traduce necesariamente en antagonismos. El antagonismo es, además de una posición en el campo de relaciones, una pasión. La pasión es una energía. Ser dueños de nuestras pasiones para evitar que el antagonismo oculte enteramente el principio de amistad y de ese modo caigamos en la guerra civil, es crucial en nuestra formación ciudadana.
Sin embargo, el moralismo, el emotivismo individualista, la «indiferencia» espiritual o el mero conformismo frente a la cosa pública son tan peligrosos y corrosivos del orden social como la confrontación violenta. La totalización de la sociedad en una suerte de bonhomía ciudadana puede llevar a una violencia aún mayor. Todas las grandes catástrofes humanas: genocidios y exterminios, guerras coloniales, esclavismo y otros males terribles de nuestra historia han necesitado del condimento de la complicidad de una ciudadanía indiferente ante el mal.
Ahora mismo Argentina se debate entre estos dos extremos. Entre la complicidad ingenua de aquellos que piden silenciar o poner entre paréntesis la pugna política. Y aquellos que no han asumido el antagonismo como un fenómeno inherente a la democracia y lo asumen como excepcional.
La imperfección de nuestras sociedades es análoga a nuestra finitud como individuos. Seguiremos luchando por hacer nuestras comunidades y la humanidad en su conjunto más justas, aun sabiendo que la justicia no es un bien eterno que existe en las nubes metafísicas de algún filósofo, sino el resultado de un reconocimiento siempre frágil de cada uno y de todos de nuestro derecho a buscar eso que llamamos, a falta de un mejor nombre, «felicidad».