El referéndum
El 1 de octubre es una incógnita, ciertamente. Las circunstancias y la estrategia represiva nos obligan a ser precavidos. Si ocurre una desgracia, no será la primera vez. La violencia en las calles, en parte resultado previsible del empeño del gobierno de cerrar a cal y canto los centros de votación, tampoco es descabellado anunciarla de antemano.
Así lo demuestra la preocupación de los responsables de las fuerzas de seguridad autonómica que advierten sobre la amenaza al orden público que supone el cumplimiento stricto sensu de las órdenes judiciales en este caso. Se exige prudencia, pero la lógica positivista del actual Estado de derecho es implacable. La realidad no importa a la luz de la letra de la ley.
La movilización de la ciudadanía catalana es masiva, eufórica, decidida. Cualquiera sea el resultado de la «confrontación» del domingo, esos ciudadanos no regresarán a casa dispuestos a dejar sus banderas en el trastero. Los catalanes que no participan o se oponen, también sufren. La sociedad catalana es compleja, plural. Hay inquietud, hay miedo, hay rabia, hay desconcierto. Los silencios íntimos son tan ensordecedores como la algarabía de la protesta en las calles.
El día después
El 2 de octubre será otra cosa. Los únicos que parecen tener claro qué harán son los independentistas. Si se confirma su triunfo en las urnas (de la manera que sea) tienen su día después, y una hoja de ruta que establece de manera (también positivista) la automática declaración unilateralmente de independencia. Incluso si no pasa de ser un gesto simbólico, ceñirá las negociaciones futuras a un hecho consumado (¿tendremos entonces una suerte de Govern y un Parlament catalán en el exilio?).
Si el referéndum no permite una declaración de este tipo, el independentismo habrá concitado una extensa simpatía internacional, lo que le permitirá desplegar una férrea estrategia de resistencia pasiva que ensanchará ese reconocimiento a largo plazo.
En cambio, entre los partidos de proyección estatal reina el desconcierto.
El Partido Popular está decidido a mantener el status quo, pese a que el vehículo constitucional ya da signos de serio deterioro, y su liderazgo circunstancial ha perdido buena parte de autoridad moral. El referéndum, recordémoslo, es también una ocasión para la protesta social no independentista, una suerte de plebiscito contra Mariano Rajoy. Así lo presentan los seguidores de Colau e Iglesias, fuerzas que tampoco son desdeñables numéricamente. Este aferramiento del PP al status quo normativo condena a diversas formas de exclusión a la ciudadanía que responde protestando (de diversas maneras) y a la que se enfrenta «siempre» de manera represiva. Recordemos que aun vivimos bajo la vigencia de la Ley de seguridad ciudadana o «ley mordaza».
El Partido socialista parece perdido en su propia guerra intestina, en sus contradicciones históricas, en su falta de coraje político, paralizado ante este tsunami que los ha dejado boquiabiertos, balbuceando una propuesta que podría haber tenido mejor suerte en otras circunstancias, pero que ahora mismo resulta inaudible, y con su líder político criticado a sotto voce por los históricos, leales e intransigentes ante cualquier desafío a la constitución del ’78.
Podemos, aunque abiertamente predispuesto a las exigencias del soberanismo catalán, es presa también de sus propias contradicciones, las cuales resuelve retorciendo el lenguaje político para imaginar un escenario optimista que lo elude. Frente a la crisis de la democracia, “más democracia» – sostienen sus líderes políticos, aunque el diálogo propuesto tiene el límite de los extremos inclaudicables de los nacionalismos enfrentados que no entienden de razones.
Ciudadanos, por su parte, ve peligrar su propia piel en este entuerto, y su reacción parece un calculado gesto de supervivencia. El líder naranja cierra fila y se envalentona desde Madrid, pero su suerte política ha quedado sellada. Convertido en un sello de fantasía del Partido Popular, apuesta a salvar el pellejo aliándose sin matices con el gobierno y avalando sin cortapisas la respuesta desprolija del ejecutivo a través de una justicia sospechada.
El tiempo que resta
La respuesta judicial (y policial) es la única respuesta posible, porque es la única propuesta que tiene delante el gobierno en el actual estado de desconcierto. En este marco, el 2 de octubre amenaza con convertirse, no en el remanso posterior al clímax que prometía el referéndum, sino el comienzo de una orgía de protestas y escalada represiva que nos mantendrá ocupados durante mucho tiempo.
El 2 de octubre comienza el «mambo,» decía la CUP en su publicidad de campaña. Y ayer, Ana Gabriel redondeaba la idea señalando que ante la embestida del gobierno de Mariano Rajoy, «quizá haya que volver a dinámicas de clandestinidad.»
Empeñados todos los actores en la victoria, y ante la ausencia evidente de un político de envergadura en Madrid que asuma el desafío del presente como una oportunidad, el 1 de octubre amenaza convertirse en el prolegómeno de un tiempo que no podrá ya resistirse a que sus comentaristas lo describan por medio de metáforas bélicas.