Las fuerzas progresistas en Argentina se enfrentan a una derrota electoral que augura un descalabro institucional. La derecha conservadora y libertaria, pese a haber conducido al país a una debacle durante su reciente mandato, exige al gobierno de Alberto Fernández una rendición incondicional. Su control de la agenda mediática y judicial le permite mantener al ejecutivo jaqueado de manera continuada.
Como en otras latitudes, la pandemia y sus consecuencias han abroquelado la bronca ciudadana detrás de personajes que expresan el cansancio, la frustración y el odio que fue cocinándose en los corazones durante los meses de confinamiento y distanciamiento, en los que se ahondó la vulnerabilidad de las grandes mayorías y se dinamitaron los cimientos de las clases medias.
I
En la Argentina de hoy, se multiplican los abusos y las violencias de todo tipo, en una suerte de guerra de todos contra todos que parece regresarnos a una suerte de estado de naturaleza hobbesiano, en el que se está produciendo una peligrosa metamorfosis. Los restos virtuosos del orden institucional hoy en crisis parecen no ser ya efectivos para contener incluso los más flagrantes abusos, y la violencia se torna lenguaje cotidiano a la hora de dirimir las disputas entre derechos y privilegios.
Ahora bien, ¿qué esconden esos abusos y esas violencias que caracterizan a la Argentina posmacrista y pospandémica? ¿Qué nos dice la impotencia presidencial, la tibieza de sus respuestas ante la prepotencia opositora y empresarial que exige privilegios que violan de manera obscena el principio de igualdad ante la ley?
Los abusos sistemáticos que ejercita el poder real sobre la norma y su forma cuando estas no encajan con sus necesidades e intereses, junto a la impotencia notoria del actual representante elegido por el pueblo, pone en evidencia un nuevo orden de legitimidad: el de la fuerza. Y por ello augura para el futuro, a menos que medie un milagro, una etapa inhumana. El poder inhumano es, simplemente, aquel que niega la humanidad a sus enemigos.
En este marco, lo arbitrario, lo legitimado como prerrogativa de un poder abusivo, queda fuera de todo marco de mediación o sustanciación judicial.
Pero, ¿cómo se legitima un poder al que se le concede la prerrogativa del abuso? El nacimiento en una familia noble, la pertenencia a una etnia o una raza sobre otra, el género dominante, todo esto explica históricamente la subordinación de ciertos seres humanos en relación con otros.
Los imaginarios actuales tienden a justificar dicha subordinación e incluso enaltecerla con argumentos cuasi-darwinianos. La derecha reclama un regreso al realismo duro de las desigualdades biológicas, naturales, que justifican los privilegios. La verdad del poder triunfa de manera rotunda sobre el poder de la verdad.
En las sociedades contemporáneas, la riqueza es el factor clave. Para el 1%, las reglas que rigen para el 99% restante son una entelequia. El capitalismo concede al rico una suerte de invulnerabilidad que se asemeja a la infalibilidad de un papa en cuestiones doctrinales. Es inequívoca, incuestionable. Cualquier sugerencia de que los ricos deben atenerse a la ley es perseguida como terrorista. La riqueza es un derecho, incluso si está fundada en la estafa, el fraude, la explotación, el robo.
II
En cualquier caso, cuando se producen abusos, estos no hacen más que evidenciar la arbitrariedad constitutiva que caracteriza ciertas maneras de ejercitar el poder. El que arbitra sobre la realidad de manera partisana siempre acaba socavando la dignidad de aquellos sobre los cuales ejerce dicho poder. Ese es el límite insuperable de una política basada en la pugna de intereses sectoriales, sin un bien común que permita construir una hoja de ruta compartida, que exige coincidencias y renuncias de todas las partes.
Estos abusos evidencian a su vez los mecanismos de legitimación sobre los cuales el poder logra su gloria simbólica. Cuando el abusador encarna el poder, su origen, estatuto o condición lo eximen de toda responsabilidad. En algunos casos, el abuso mismo es desdeñado como tal. En los casos más extremos, la culpa es achacada a la víctima, o el abuso es abiertamente silenciado.
La razón es comprensible. El abuso nunca es accidental, sino que es constitutivo del orden partisano. Al hacerse visible, desnuda lo que es el caso: la injusticia soberana.
Soberano, nos decía Schmitt, es aquel que impone la excepcionalidad para proteger la norma del orden vigente. El orden vigente es el orden del capital. El capital, como decía Ellen Meiksins Wood, es enemigo de la democracia.
El giro global hacia la extrema derecha es la respuesta del capital a los anhelos de igualdad y justicia que la crisis multidimensional que afecta al orden vigente pudieran materializar. La exacerbación de las frustraciones y la rabia, la alienación que impone la lógica del mercado (la incertidumbre, la precariedad y los abismos de la desigualdad) desactivan el potencial «transformador» de las reivindicaciones populares.
III
La impunidad que exige Mauricio Macri y sus acólitos en la Argentina no debería ni sorprendernos ni indignarnos. Muy por el contrario, esa impunidad clarifica el escenario donde se juega la partida y el lugar que ocupan los espacios políticos enfrentados históricamente en el país.
Las fuerzas populares están siempre cautivas dentro de un orden que les es constitutivamente adverso. En dicho marco, la ley y el orden impiden la irrupción democrática preservando la norma que garantiza el privilegio. Las fuerzas antipopulares encarnan y conducen el poder policial de administración de lo sensible con el fin de asegurar impunidad y privilegios.
La evidencia de esta desigualdad ante la ley que celebran los voceros mediáticos o silencian quienes se acomodan al orden republicano de la injusticia formalizada, desenmascara la naturaleza de las relaciones sociales vigentes.
Las víctimas de la arbitrariedad expresan con claridad meridiana hasta qué punto el proyecto democrático liberal-republicano se encuentra en crisis y por qué motivo la única alternativa viable es la radical puesta en cuestión del orden vigente en sus fundamentos.
A esta altura, el gobierno de Alberto Fernández sabe que no hay salida democrática al entuerto en el cual se encuentra. El golpe de mercado, el acoso mediático, y la acción concertada de la política local, en tándem con los intereses transnacionales que aquellos representan en el país, clausura toda posibilidad de diálogo.
Lo que se le exige al presidente Fernández es una rendición incondicional, sin cortapisas.
Por ese motivo, en estos días se baraja en el seno de la coalición gobernante, por un lado, el costo de articular una resistencia abierta, o asumir la derrota como una suerte de rendición. El gobierno de Alberto Fernández, en sus acciones y en sus declaraciones, parece haber optado por esa asunción de la derrota. Si es así, se encamina a implementar en los años que restan de su administración, el ajuste (con paliativos) que exige el capital. Pero eso está por verse. Pese a la evidencia de los gestos y la declaraciones, la esperanza es lo último que se pierde.