¿El fin del neoliberalismo? El nuevo realismo y la ética de la fraternidad

Introducción

El neoliberalismo, no como sistema económico, sino como expresión epocal del capitalismo, entendido este último como forma institucional y como forma de vida (N. FRASER), no está muerto y no morirá mientras el capitalismo continúe modelando nuestras relaciones sociales. 

Nuestro mundo social, como la Roma descrita por Freud, está conformado por diversas capas geológicas e históricas que son su trasfondo. Ni el esclavismo, ni el feudalismo, ni las formas tempranas y previas que definieron al capitalismo han desaparecido. Muy por el contrario, todos estos modelos de relaciones sociales, que encarnan diversos modos de explotación, dominio y desposesión, forman parte del tejido de nuestras relaciones sociales en el presente. Por lo tanto, ni de lejos defiendo que estemos en un tránsito hacia el fin del neoliberalismo, su ethos y su filosofía política. Sin embargo, la pandemia parece haber servido, entre otras cosas, para justificar un giro en la visión política a nivel global. 

El retorno, al menos retórico, a los imaginarios keynesianos y westfalianos resulta más o menos evidente a todos los analistas. Obviamente, este retorno es imposible en los términos imaginarios que algunos actores políticos pretenden. La historia, pese a mirarse en el espejo del pasado, como en el famoso cuadro de Paul Klee al que Walter Benjamin dedicó sus reflexiones filosóficas, la flecha del tiempo empuja inexorablemente hacia el futuro.  

En nuestro caso concreto (es decir, para nuestra generación), el futuro inmediato está marcado por la posibilidad de una catástrofe que nos acerca peligrosamente hacia una «extinción». Como ha señalado recientemente Noam Chomsky: la destrucción medioambiental causada por la locura del capitalismo y su lógica de acumulación irracional (Harvey); y el peligro cada vez más cierto de una confrontación fratricida entre los bloques en pugna, con los peligros que ello conllevaría para la supervivencia de la vida en el planeta, teniendo en cuenta nuestra capacidad tecnológica de destrucción masiva, definen un escenario que inclina la balanza hacia el pesimismo.  

En este marco, quisiera ofrecer unas pocas palabras de reflexión sobre un tema que considero crucial ante los desafíos que enfrentamos. El problema gira en torno a nuestra posibilidad de articular alternativas frente a este escenario cierto de posible extinción. Para ello, quiero centrarme en esta entrada en la relación entre mente y política. Más específicamente, quiero centrarme en lo que hemos denominado «el problema de lo real» y, a través de ello, a la posibilidad de articular una ética (pos)posmetafísica.  

¿Un nuevo realismo? 

Las razones que me llevan a plantear la cuestión de este modo son las siguientes. Si aceptamos la premisa de que el neoliberalismo como forma institucional obtuvo su legitimación cultural a través de las iteraciones posmodernistas e hiperindividualistas basadas en la afirmación de identidades porosas y un gnosticismo tecno-espiritualista, el giro (por el momento, fundamentalmente retórico, y tímidamente institucional, debido a la debacle a la que nos ha conducido la crisis sanitaria), necesita una legitimación cultural alternativa, que hoy encarna eso que se ha dado en llamar «un nuevo realismo». 

Sin embargo, aquí, al hablar de «nuevo realismo», no estoy refiriéndome (aunque no lo excluyo) al grupo de filósofos europeos y angloestadounidenses que se autodefinen con esta expresión. El nombre «nuevo realismo», en esta ocasión, se refiere a un universo más extenso y variado. 

Incorpora, para empezar, (1) a lo mejor de la tradición socialista y marxista; (2) al catolicismo de izquierdas, el que hace honor a sus fuentes primitivas optando por los pobres, el catolicismo que se resistió, y fue «perseguido» por ello, al furioso anticomunismo del Papa Woktila y a la moral de su más grande obispo, el Cardenal Ratzinger; (3) a las tradiciones religiosas no occidentales en sus versiones encarnadas y socialmente responsables, cuando se convierten en límites, en vez de cómplices, de la fragmentación social, el hiperindividualismo y la razón instrumental; (4) al conservadurismo comunitarista e indigenista, en sus más variadas versiones, cuando no han quedado cautivos del chauvinismo, o la lógica impuestas por las políticas de la diferencia y la identidad fetichizadas; (5) al feminismo que ha perseverado, pese a la debacle del comunismo y el olvido de Marx iniciado con la caída del muro, en el socialismo, en el que encontró su impulso ideológico inicial; (6) en todas las formas liberacionistas en los cinco continentes, comenzando con el liberacionismo latinoamericano, que se esmeran por articular teorías y praxis de transformación social revolucionarias; y (6) los ecologismos integrales, realistas, humanistas, que no se dejan embelesar con las imágenes manufacturadas por quienes pretenden convertir «nuestra casa común» en un paisaje narcisista a disposición de las minorías privilegiadas, y que utilizan la retórica de la preservación como arma de destrucción masiva para su apropiación.  

Representación e hiperindividualismo 

Todas estas posiciones teóricas y prácticas comparten un sentido común que se da de bruces con la epistemología subyacente que alienta a quienes defienden el capitalismo en todas sus formas, y muy especialmente, a quienes promueven sus formas institucionalizadas neoliberalizadas, aún cuando estén disfrazadas convenientemente con los ornamentos del progresismo en cualquiera de sus vestimentas, chauvinistas o identitarias. 

Todas estas posiciones teóricas y prácticas se enfrentan culturalmente al posmodernismo, en tanto y en cuanto ponen en cuestión las conclusiones ético-políticas que se derivan de su epistemología subyacente, la cual puede definirse sucintamente a través de dos características: 

  • Un representacionalismo omnímodo, que lo abarca todo sin residuo, es decir, la defensa a ultranza del axioma central del nietzscheanismo, que reduce la totalidad a mera representación, mentira al servicio de la voluntad de poder, desanclándonos de lo real de suyo, y con ello promoviendo un solipsismo y un individualismo radical, cuya contracara es la cultura de masas y el totalitarismo; 
  • y una «flexibilización» de las identidades relativas, con el fin de cancelar el potencial de resistencia de los grupos subalternos. 

En este último caso, es interesante constatar que, al ritmo en el que se multiplicaban las reivindicaciones identitarias, se diluyeron durante la época posmoderna las identidades hegemónicas del período precedente, aquellas alrededor de las cuales se articularon las luchas sociales y políticas durante el período keynesiano-westfaliano, en contraposición al período de la globalización neoliberal. 
Me refiero (1) a los binomios que giran en torno a las identidades que definen, por un lado, a los capitalistas y a los trabajadores y, por el otro, a los trabajadores formales y aquellos que están excluidos del reparto (pese a ser condición de posibilidad de la viabilidad del sistema de acumulación). 
Y, (2) aquellos otros que se articularon en torno a las nociones de emancipación y liberación de los pueblos, es decir, en torno a la exclusión y la desposesión, sobre la base de una «constatación realista» de la existencia de un centro con su periferia, y de diversas totalidades amurallada con sus exterioridades amenazantes. 

En ambos casos, la cultura posmoderna y neoliberal nos ha acostumbrado a confundir los roles del capital y el trabajo. Ahora el capital aparece como el trabajo, y el trabajo como capital, facilitando de este modo la explotación de los trabajadores a través de la autoexplotación. Este es el sentido último del emprendedurismo o la figura trabajador-capitalista (W. Brown). 

De igual manera, nos ha acostumbrado a pensar en un mundo plano (Th. Friedman). A partir de deslocalizaciones masivas y nuevas formas de explotación y esclavitud se ha achicado la distancia de aquellos «hipotéticamente incluidos» en el centro, con aquellos «definitivamente excluidos» en las periferias, facilitando con ello la emergencia de nuevos resentimientos y el avance de una respuesta neofascista entre las víctimas del sistema ante la crisis que vivimos. 

La ética de la fraternidad

Independientemente de la pluralidad de reivindicaciones de los diferentes grupos que enfrentan el sistema de privilegios y dominio que encarna el orden vigente, todos ellos defienden – a diferencia de los neoliberales posmodernistas y, posiblemente, los accidentales y oportunistas defensores de un «keynesianismo neoliberal», preparados para asaltar el Estado en su nueva estrategia de acumulación a la medida de las circunstancias (como ha ocurrido, en primer lugar, con las corporaciones farmacéuticas y tecnológicas, pero a la que pronto seguirán otros sectores de la economía cada vez más monopolizada) – una epistemología realista. 

Aquí el realismo tiene una variedad de nombres, pero un único apellido, lo cual da lugar a la posibilidad de articular una bandera común de fraternidad basada en la defensa de las víctimas de la opresión, del dominio, de la explotación en todas sus formas. Y digo que es realista, porque está basada en la constatación innegable de los cuerpos apropiados, violados, torturados, hambreados, abandonados, vejados, asesinados de a millones. Los cuerpos innegables de las víctimas, de las vidas desperdiciadas, que en las pateras encuentran su símbolo más impactante, pero que se multiplican, invisibles, entre los pobres de todas las naciones, entre los explotados de todos los colores, entre los excluidos, aquellos que habitan las periferias o, incluso, la exterioridad que ha impuesto nuestra totalidad social, «la exterioridad de los que no cuentan» (Rancière), de aquellos que son menos que nada, los no representados e «irrepresentables» en sí mismos.  

El individualismo y la lógica de acumulación como patologías sociales

Para llegar a la monstruosidad de la víctima debemos comenzar reconociendo la patología del actual orden social y sus causas. Los síntomas evidentes son, hoy, las miles de millones de víctimas que la padecen. Pero su expresión más acerada, es la posibilidad cierta de una extinción masiva que afecta a la vida misma en el planeta, debido a la destrucción medioambiental, el deterioro de las condiciones socioeconómicas para la vida de grandes porciones de la población, y la posibilidad de un enfrentamiento bélico que conduzca a un holocausto nuclear. 
La causa principal de esta patología es un tipo de distorsión epistemológica y metafísica, con consecuencias éticas y políticas perniciosas, basadas en un sistema de relaciones sociales que entroniza el egoísmo como motor fundamental de la innovación y el progreso societal, en contraposición a una genuina cooperación y cuidado mutuo. Esta ignorancia es la ontología individualista, que da lugar a una ética de la libertad sin cortapisas. 

Frente a esto no necesitamos acudir a «ideales igualitaristas», sino promover un realismo militante que nos permita superar la pesada herencia de estos imaginarios narcisistas y constatar nuestra radical interdependencia, hasta el punto de descubrir la enloquecida ensoñación que supone la pretensión de una individualidad subsistente como ladrillo primario de toda construcción social (Nāgārjuna).

Un realismo de estas características encuentra en la víctima el signo de la nueva epistemología (E. Dussel), en el intocable en un sistema de castas, su expresión determinante (B. R. Ambedkar, A. Roy). 

Una ética (pos)posmetafísica debe ser, primero y fundamentalmente fraterna. Esa fraternidad, como dice E. Del Percio, no puede reducirse a mera norma, sino que debe entenderse como una constatación de lo ineludible que somos. «No puede ser lo mandado, sino lo dado en nuestra existencia desde el origen». Pero no puede tampoco, como bien señala Del Percio, ser el mero fundamento de un buenísmo estéril. 

En la historia de Caín encuentra la fraternidad uno de sus «mitos» fundantes. Caín representa la caída en la confusión y el engaño. La condena de Dios representa la espada correctiva a la mayor aberración. 
En la herencia cainita de la guerra perpetua, descubrimos la necesidad del «internacionalismo paulista», compañero de viaje de la fraternidad genuina. Una fraternidad que no admite el chauvinismo o la xenofobia, garantizando de este modo, que no será apropiada por las élites privilegiadas de cada comunidad para garantizar sus prerrogativas jurisdiccionales.