Como señala el título, en esta entrada voy a abordar la cuestión del fracaso. Para ello voy a comenzar recordando un encuentro que tuve a mediados del 2003 con Osel Hita, la supuesta reencarnación del Lama Yeshe, el maestro fundador de la FPMT, una organización internacional dedicada a la preservación y difusión de la tradición del Budismo Mahayana en su estilo tibetano.
La aventura existencial de Osel es fascinante, pero no pretendo extenderme acerca de ella. Lo más importante es que a la edad de tres años fue reconocido por S.S. Dalai Lama como la reencarnación de Lama Yeshe, fue por ello introducido tempranamente a la cultura tibetana y educado en la tradición budista en el Monasterio de Sera, en el sur de India, con el fin de prepararlo para la difícil labor a la que se le había destinado, convertirse en el heredero de la organización, lo cual implicaba hacerse cargo de centenares de miles de fervientes discípulos a lo largo y ancho del planeta.
Tuve la fortuna de encontrarme con Osel en varias ocasiones en India y otras tantas en Barcelona, adonde me mudé a comienzos del 2003 para continuar con mis estudios de Filosofía después de una década dedica a los Estudios Budistas en India y Nepal.
En la ocasión a la que voy a referirme, Osel había renunciado ya a su educación monástica. Después de una temporada de estudio en colegios exclusivos de Canadá y Suiza financiada por la Organización a la que representaba, renunció a sus privilegios y se decidió a hacer cine. En ese momento, siguiendo el ejemplo de otros maestros tibetanos, aguijoneados (quién puede dudarlo) por la recepción auspiciosa de algunas estrellas de Hollywood que han mostrado ser persistentes en su devoción al Budismo, se volcó hacia el séptimo arte con la intención, según me dijo, de encontrar su propio camino. Muchas cosas “complotaron” para ese cambio de rumbo. Como ocurrió con la legendaria renuncia de Krishnamurti a la organización que lo enaltecía como reencarnación del Buda Maitreya en 1923 (plasmado en su discurso titulado A Pathless path), la muerte de uno de sus hermanos menores en Ibiza, no es ajena a esa subrepticia transformación.
En aquella ocasión, después de una larga charla en la cual me relató sus vagabundeos y sus dudas, me confesó sus temores respecto a los planes que se había trazado para su vida: “Ya sabés – me dijo – hacemos muchos planes respecto al futuro, pero dependemos del karma para que se cumplan. Nuestros éxitos y nuestros fracasos no dependen enteramente de nuestra voluntad. Por lo tanto, he aquí lo que actualmente deseo que se convierta mi vida, pero quién puede saber lo que nos depara el futuro, qué obstáculos debamos enfrentar, de qué manera el enfrentamiento con dichas circunstancias modifique nuestras convicciones y nuestros deseos.”
Hace unos días recibí el llamado de un viejo amigo colombiano a través de Skype. Aprovechamos la ocasión para hablar de muchas cosas: nuestras vidas, la política latinoamericana, el Dharma, el mundo que habitamos, las convicciones que aún atesoramos, las ingenuidades del pasado. En fin, cuando le planteé la encrucijada en la que me encontraba, me dijo:
«¿Todavía crees tú que eres quien decide el rumbo que toma tu vida?. Si te asomas imaginativamente al encadenamiento de causalidades que te han traído hasta aquí, verás que no eres dueño de tu destino. Confía.»
Hay una extensa bibliografía dedicada a esta filosofía abocada a la renuncia de la voluntad. Puede tomar formas cuasi-místicas, trágicas, irracionales o ser el producto de un sesudo análisis funcionalista de los aconteceres. Lo importante, en todo caso, es dar respuesta a lo que subyace a estas interpretaciones bienintencionadas. Porque lo que aquí nos jugamos es qué entendemos por libertad, si existe en nuestro esquema algún lugar para ese concepto tan equívoco. Decidir por una libertad disminuida implica, querámoslo o no, asumir una irresponsabilidad sistémica. ¿Cómo podemos hablar de respuesta frente a las circunstancias que nos tocan si al fin de cuenta nuestras decisiones forman parte del mismo entramado de causalidades que enfrentamos?
Después de leer las 1600 páginas que suman los dos volúmenes de Peronismo: filosofía política de una persistencia argentina, de José Pablo Feinmann, encontré en la revista Veintitrés un reportaje en el cual el autor de Filosofía y Nacion y la Filosofía y el barro de la historia, revelaba el título que originalmente había planeado para su obra: “Ensayo sobre la condición humana a propósito del peronismo”. Luego, nos dice, lo desechó por considerarlo pedante. Pero valió la pena que nos revelara esa intención original, porque el libro es una extensa y meticulosa reflexión acerca de los actores y acontecimientos que llevaron a la experiencia del horror: la dictadura desaparecedora que entre 1976 y 1982 sesgo de manera atroz decenas de miles de vidas. Es decir, la irrupción del mal absoluto en nuestra historia patria.
Hay una expresión que hace días que me ronda en la cabeza. Cuando se dice en ciertas circunstancias: “de esto no se vuelve”, “de esto no hay retorno posible”. La dictadura militar fue un acontecimiento del cual no hay retorno posible. Querámoslo o no, creámoslo o no, de todo lo que la dictadura ejecutó y modeló a partir de su pedagogía del miedo y sus alegatos justificatorios del mal, parece no haber retorno posible. A partir de esos acontecimientos nada será igual a lo que fuera: alguien (muchos) hicieron posible, permitieron, justificaron, la mayoría de las veces con indiferencia, la ignominia y el horror. De esta certidumbre, me dije un día, no hay retorno posible.
Ahora bien, en 1976 yo tenía 9 años, y en 1983, quince. Han pasado desde entonces casi treinta años. Y uno puede preguntarse qué nos ha sucedido y qué hemos hecho desde entonces.
Lo cierto que allá a lo lejos, en nuestra memoria, y en las memorias de las víctimas, están nuestros pecados de entonces. Aquí está nuestro presente. Y la pregunta que uno no puede dejar de hacerse es : ¿hasta qué punto hemos sido capaces de resistirnos, de torcer la inercia de nuestra participación directa o indirecta en aquel pasado?
A comienzo del año pasado regresé a Buenos Aires. Me encontré con alguna gente, observé sus vidas, escuché sus opiniones. Por supuesto, vivimos un mundo muy diferente a los tiempos que precedieron el 24 de marzo de 1976, magistralmente expuestos por Feinmann en su obra sobre el Peronismo. En el intermedio, regresó la democracia, cayó el muro de Berlín, triunfó el neoliberalismo, estalló furiosamente la sociedad saqueada, observamos azorados el derrumbe de las torres gemelas, descubrimos angustiados la fragilidad de nuestro modo de vida planetario al constatar los engaños financieros y las amenazas a la salud ecológica de nuestro hogar cósmico. En fin, los tiempos son otros. Pero como un experto que es capaz de leer en los trazos de un lienzo las diversas épocas de un autor las continuidades y las evoluciones que lo definen, es posible constatar en nosotros la persistencia del mal.
Como diría Ricoeur, el mal del que hablamos es parte de nuestro carácter, es decir, es aquello sedimentado de nuestra historia en nosotros. A ello sólo podemos oponer “la palabra dada”, la promesa del “Nunca más”, que nos ayuda a trazarnos otra historia, en convertirnos en otros seres de lo que fuimos.
En este sentido, el fracaso, pese a los éxitos sociales, políticos y económicos, pese a los reconocimientos de los muchos o su abucheo, depende exclusivamente del hecho de que hayamos o no dejado de seguir siendo lo que fuimos, aquello que permitió el horror o se opuso a ello.
Como sostuvo Zygmunt Bauman recientemente en su análisis sobre el Holocausto, no cabe ser optimista, las condiciones para el genocidio no están presentes, pero seguimos viviendo con las causas del horror en nuestro corazón, y eso se hace patente, querámoslo o no, creámoslo o no, en nuestros gestos cotidianos de indiferencia y crueldad que cultivamos con un toque de «sano» esnobismo