Introducción
Vivimos tiempos convulsos, violentos, marcados por el abuso, la frustración y el agotamiento de las fuerzas vitales de las poblaciones, sometidas a una tensión creciente y un aparato impiadoso de desorientación cognitiva.
En un escenario semejante, no es casual la radicalización política y el desmembramiento del tejido social. La aceleración y precariedad que imponen los regímenes de acumulación flexible socavan las certidumbres que exigen los individuos y las sociedades para lograr su realización.
En este escenario, “la verdad y la mentira” se vuelven, en palabras de Nietzsche, fenómenos “extra-morales”, armas de destrucción masiva, meros instrumentos del poder. Sin verdad sustantiva, no hay comunidad. Arrecia entonces la soledad, impuesta como dínamo de un sistema de relaciones sociales volcado exclusivamente a la valorización del valor, la ganancia del capital.
La rebelión de las masas
Los amantes y los amigos no consumen, se comparten mutuamente. En el abrazo amoroso o fraterno, no hay tiempo para las distracciones que nos ofrece el mercado. La soledad promueve el consumo y la competencia.
Ante la soledad que impone el sistema, el pánico hace crecer el tribalismo, la lealtad delincuencial, la arbitrariedad partidaria. No hay verdad excepto la que impone la necesidad de la supervivencia o el triunfo. Esto no solo en la vida pública. Las redes sociales son solo una muestra del caos emocional que reina en nuestras vidas individuales y en nuestras relaciones interpersonales, reducidas a su mercantilización creciente. La cuantificación de la popularidad de los dispositivos de dichas redes es un signo del deterioro de las formas genuinas de amistad basadas en la virtud.
Después de décadas de discusión en torno a la redistribución, el reconocimiento y la universalidad de los derechos humanos, vuelve el chauvinismo y las exigencias violentas de quienes pretenden que se les reconozca privilegios distintivos basados en el dinero, la clase, el género, la raza, la etnia o la lengua.
Sin verdad y sin mentira, las masas rebeladas de las que hablaba Ortega, se alistan para la batalla.
El sonido del silencio
Cuando el recién nacido tiene hambre, llora. Cuando el niño se ve privado de un capricho, patalea. El grito pertenece al género del llanto infantil y la pataleta. Es un signo de debilidad frente a las emociones que arrecian en nuestros corazones, disgustados ante una realidad que retacea sus recursos en la medida de nuestras expectativas.
Hay diferentes gritos. Los gritos de espanto son muy diferentes a los gritos de bronca. Los gritos que produce el odio al prójimo, no son iguales a los gritos de indignación que produce la injusticia. Se trata de gritos diferentes.
Aunque desde cierto punto de vista, lo mismo es el escándalo que produce una pila de platos que se estrella en el suelo y el silencio que se produce entre dos notas musicales en una partitura, en tanto los dos son fenómenos que pertenecen a la esfera del sonido, existe una diferencia cualitativa entre ambos que no debe olvidarse. El escándalo es al silencio, lo que lo superficial es a lo profundo, la forma a la vacuidad, la expresión a la libertad, o la nube al cielo transparente.
La muerte es una forma de grito del alma. A veces es un suspiro, otras veces una suerte de aleteo, un estertor. El grito de la muerte, sin embargo, es, en realidad, “menos que nada”.
Ese “menos” de la nada a la que nos enfrenta la muerte, es el silencio que hacen posible dos notas musicales en una partitura. El silencio de la muerte es un sonido entre los vivos que enloquece con su eco las almas más débiles. Es un grito silencioso, de espanto, como el que ilustra el cuadro de Münch.
Conclusión
Por eso hay que aprender a callar o a hablar el sonido del silencio, el sonido de la muerte, que nos acecha en el presente con su acumulación de pérdidas pasadas y amenazas futuras.
El insulto, el llanto, la pataleta, el abuso, la mentira, la manipulación o el desprecio son expresiones de la debilidad de ese ser mutante que es el animal humano cuando vive de espaldas a su única certeza: su muerte, sus horas contadas.