El macrismo

En primer lugar, permítanme que ofrezca mis credenciales. No soy Kirchnerista, pero banco al actual gobierno de la presidenta Cristina Fernández. Punto. Creo que se ha hecho más a favor de la Argentina en los últimos 7 años que todo lo que se hizo por nuestro país desde la época de Juan Domingo Perón. No soy peronista, pero es cuanto menos miope no darse cuenta de la importancia que tuvo el peronismo de Perón en la construcción de nuestra identidad de extensa clase media relativamente educada y con pretensión de ascenso social. Quienes niegan ese reconocimiento deberían hacer memoria y ofrecer una respuesta a la política confiscatoria de futuro que siguió a la mal llamada “Revolución Libertadora”.

Sin embargo, lo que me interesa en esta nota es hablar del macrismo. No me refiero al PRO. Puede que en el PRO haya muchos despistados que aún no han caído en la cuenta del talante moral de algunos de sus dirigentes. Me refiero al macrismo, ese modelo político (o antipolítico, como más les guste) que nos ha regalado el ingeniero Mauricio Macri para que nada nos falte en nuestro rico museo local de los esperpentos.

Ayer, con un poco de aburrimiento por lo reiterativo del espectáculo, estuve leyendo lo que está ocurriendo en Italia. Berlusconi, ese otro monstruo paradigmático de la política europea, se enfrentaba a los parlamentarios de su país que se esfuerzan por echarlo del gobierno. Pero no pudo ser. Las mentiras y bravuconadas de Berlusconi tienen la extraordinaria virtud de encender adhesiones patoteras entre sus seguidores. Todos en el mundo sabemos que Berlusconi es un personaje decadente, un bufón poderoso que se relame manipulando a los votantes por medio de su emporio mediático. Todos sabemos que ha convertido a Italia en una juerga de mal gusto, que ha convertido la cultura política de su país en un circo. Una y otra vez aparece en algún show televisivo para hacer reír a los tele-espectadores con sus explicaciones desopilantes y caraduras cuando se lo descubre en flagrante delito.

Nosotros tenemos un personaje semejante en Argentina. Se llama Mauricio Macri, quien tiene el alto honor de haber convertido al macrismo en una suerte de berlusconismo a la criolla. Basta con escuchar dos minutos y medio al señor Rodriguez Larreta, uno de sus alfiles más destacados, para comprender hasta qué punto la política de la ciudad de Buenos Aires se maneja con códigos de indecencia berlusconiana.

Ahora bien, no todo es oscuridad. El macrismo ha traído consigo un llamado de atención a nuestros compatriotas que debería tomarse cuidadosamente en serio. La vaciedad del proyecto político del macrismo, vaciedad con la cual ganó las elecciones de hace tres años con 60% de los votos, nos recuerda el peligro que entraña una democracia de pandereta televisiva. Lo peligroso que es ponerse en manos de los monigotes que ensalza el poder corporativo. Lo que hay detrás del macrismo, como ocurre con el berlusconismo, es exclusiva voluntad de poder.

Recuerdo hace algunos años, cuando estudiaba la obra del filósofo escocés Alasdair MacIntyre la impresión que me causó su análisis sobre el aspecto nietzscheano ineludible detrás de las estructuras weberianas de la modernidad. MacIntyre decía que al fin de cuentas, hay un pathos nihilista en la concepción gerencial de la realidad que se pone de manifiesto en aquellos que van hasta el final de su lógica eficientista.

Aquí la palabra «eficiencia» no significa hacer las cosas de la mejor manera posible en vista a los recursos disponibles, como quisiéramos creer. No. Como la historia administrativa ha constatado en las últimas décadas, un buen gerente postmoderno es aquel que sabe cómo llevar a la quiebra a una ciudad, a una empresa, a una gran corporación, cuando los cálculos de dicha quiebra favorecen a sus padrinos. No se trata del «buen gerente» de antaño, aplicado a la construcción de una empresa. El gerente paradigmático de nuestro tiempo se caracteriza por una sóla virtud: la inescrupulosidad. Sabe que debe hacer oídos sordos a todo lo que se ponga en su camino. Lo único que cuenta es el poder por el poder mismo.

Los votantes deberían ser conscientes que el macrismo tiene interes en hundir a la ciudad autónoma de Buenos Aires en un caos. Lo que es necesario discernir es cuáles son los objetivos puntuales que en cada caso pretende conseguir con ello. Aquí el entramado es complejo. Hay muchos intereses en juego. No sólo los electorales. Aunque estos no deben menospreciarse.

Lo importante es que el macrismo nos ha mostrado con claridad lo que nos espera si seguimos creyendo que podemos hacer una política amoral, una política exclusivamente eficientista. Pero, ¡cuidado! La alternativa a una política amoral no es una política de valores, como propone la diputada Hotton. Porque los «valores» no tienen nada que ver con la política. Los valores son el resultado de la aplicación de un precio a las conductas en el mercado de la convivencia. La política tiene que ver con los derechos y las obligaciones, pero también con cierto horizonte del bien y la dignidad humana. Tres ejes frente a los cuales el macrismo es ciego.

El discurso macrista es un discurso político amoral, un discurso que surge de las premisas nihilistas que anidan en el imaginario gerencial postmoderno, en el que se epitomiza la concepción que toda la realidad es un mero recurso, un escenario neutral sobre el cual podemos proyectar nuestra voluntad de verdad, nuestra voluntad de dominio.

Por supuesto, para escapar al modelo gerencial no basta con hacerse Kirchnerista, ni latinoamericanista, ni neomarxista, ni ecologista. Necesitamos una profunda transformación en nuestros hábitos cognitivos: aprender a ver el mundo de otro modo. Aprehender a ver el mundo de una manera «antiepistemológica» – lo cual implica una verdadera revuelta o revolución política-espiritual.

Aún así, creo que hacer una política que aspira a la justicia social, a la emancipación económica y a la soberanía política, ayuda. Al menos nos previene del cinismo reinante que promueven algunos de nuestros compatriotas.