Me voy a permitir, una vez más, volver a la cuestión “constitucional”. Aquí, el vocablo que nos concierne no se refiere a la carta magna, a la norma positiva. Se trata de algo mucho más complejo. Ya he planteado la cuestión en las entradas anteriores.
Me refiero a la legitimidad política surgida de un período de crisis en el cual los diversos estamentos institucionales son interpelados hasta el límite del “que se vayan todos”. En nuestro caso, pese a que la continuidad legal no fue interrumpida (la carta magna y el resto de las leyes orgánicas continuaron vigentes), era necesario una refundación que se articuló por primera vez en el acto inaugural de la presidencia de Néstor Kirchner, a través de una reinterpretación del entramado normativo a la luz de dos elementos cruciales:
1. Otorgando a los derechos humanos un lugar de privilegio a la vista de los cuales debía ejercitarse la hermenéutica del poder y la ley; y
2. una reinterpretación geopolítica de la Argentina a partir del nuevo escenario internacional que exigía un reacomodamiento después de la época de la bipolaridad y la subsiguiente ilusión de unipolaridad que trajeron consigo los festejos postmodernos del fin del Imperio soviético.
Ahora bien, hablar de una mutación interpretativa sólo es posible vía contraste. Por lo tanto, para entender la peculiaridad del momento histórico inaugurado en 2003 es necesario estudiar con detenimiento, a la luz de los desarrollos históricos, los diversos paradigmas discursivos que pudieran echar luz al trasfondo táctico que justifican los criterios hermenéuticos que dan fundamento al país en cada uno de esos períodos históricos. O, para decirlo de otro modo, es imperativo explorar sistemáticamente el modo en el cual las diversas autocomprensiones de la sociedad y el Estado han ido dando forma a las diferentes instancias de nuestra multifacética identidad. La legitimidad sobre la cual se constituye el soberano en la época de la emancipación no es la misma que aquella con la cual el soberano legisla, ejecuta y juzga en la época civilizatoria. Del mismo modo, muy diferente es la legitimidad en la época de las élites neocoloniales de las primeras décadas del siglo XX, que aquella a la que acude el nacionalismo popular.
Una investigación de esta naturaleza presta atención a dos cuestiones:
(1) A los horizontes morales que inspiran las modalidades normativas y la acción ejecutiva de cada una de las épocas identitarias que ha atravesado el país; y
(2) La peculiar autocomprensión en vista de una definición respecto al lugar que ocupa el país en cada caso en el entramado planetario.
Teniendo esto en cuenta, no cabe duda que lo peculiar en el presente período histórico es, en primer lugar, el énfasis en los Derechos humanos como criterio último de legitimidad del poder político. Aquí, Derechos humanos se entiende en términos integrales.
En segundo término, la reubicación cultural y geopolítica de Argentina. Aquí debe explicarse de qué modo esta relocalización, que implica necesariamente una confrontación/ dislocación con los poderes centrales, no es más que una respuesta a la exigencia global de redefinir la propia identidad más allá de la que otorga el Estado-nación, ante el avance de una nueva imaginería, operativa en términos funcionales y culturales, de los grandes espacios planetarios.
Por lo tanto, podemos reducir las peculiaridades del actual “modelo” a estas dos instancias que operan en todo el entramado burocrático y social transformando el paradigma cultural de los argentinos de un tiempo a esta parte.
Además de los aspectos coyunturales, la conflictividad inherente a las sociedades modernas se ha visto exacerbada, justamente, por la lógica de la implantación de este modelo, que se encuentra en pugna con paradigmas previos: como son los paradigmas que ofrecían coartada legitimadora a las élites neocoloniales, por ejemplo; y al resto de los residuos que el imaginario social ha ido construyendo a lo largo de su historia, algunos de los cuales ya hemos mencionado.
La crisis cultural que asoma en el horizonte a propósito de los casos de corrupción en el seno de los organismos de Derechos humanos, sumado a la estrecha relación del gobierno nacional con dichos organismos, convertidos en su momento en símbolos incuestionables de la orientación moral impuesta por el gobierno de Néstor Kirchner a la nación, amenaza con ser un golpe a la línea de flotación, no ya del presente gobierno, sino a la legitimidad fundacional de lo político en esta nueva época histórica.
Dos cuestiones hay que tener en cuenta. Por un lado, el paulatino afianzamiento de la legitimidad del kirchnerismo, en parte debido a adueñarse del nuevo paradigma cultural. Por otro lado, la ocultación concertada del abanico opositor de la dirección que impondría a su propia e hipotética función.
Hablar de “gestionar” o “normalizar” el país, no es otra cosa que mantener inarticulada la dirección política que pretenden para el futuro estos “espacios” políticos. Sin embargo, en las últimas horas se han transparentado varios proyectos. El peronismo no kirchnerista y el radicalismo pretenden un cambio de dirección en los ejes centrales de la construcción política vigente. La pregunta es qué justificaciones últimas pueden aducir para semejante giro. Pretender algo semejante haciendo mención a la pandemia de la corrupción parece descabellado e irresponsable. La pretendida “revolución ética” de lo político es una promesa ineludible a favor del fracaso. Por lo tanto, frente a lo que nos encontramos es, otra vez, ante la intención de desgüace de la política misma, en un momento en el cual, lo político se ha convertido en un obstáculo serio para la acumulación de capital corporativo.
El ataque a la ley de Medios por parte del radicalismo, y las reiteradas intervenciones del peronismo no kirchnerista por poner alguna forma de “punto final” a los procesos por crímenes de lesa humanidad, y su reiterado afán por adueñarse del discurso de la seguridad, están sostenidos por la convicción de que es necesario un desplazamiento de la cuestión de los Derechos humanos a un lugar más modesto en el entramado de fines del Estado.
Del mismo modo, pese a que las redes institucionales, políticas, culturales y comerciales establecidas en el marco sudamericano en los últimos años no dependen exclusivamente de los gobiernos de turno, cabe destacar el impacto que tiene para los desarrollos regionales la coloración política de sus partes en cada caso. El recuerdo de la pugna europea a propósito de la invasión a Irak debería ponernos sobre aviso acerca de la estabilidad y funcionalidad de las políticas comunes en vista de las simpatías y antipatías ideológicas dominantes. De ahí la trascendencia que han tenido para la región las recientes elecciones peruanas, en vista del lugar incómodo que ha representado el gobierno de Alan García para la zona, y la perspectiva de retroceso que en este aspecto representaba un hipotético gobierno fujimorista.
De todas maneras, pese a que al gobierno nacional todavía le dan las cuentas para la reelección de Cristina Fernández, no hay que subestimar la significación de los escándalos recientes. De qué modo el gobierno resuelva esta cuestión depende la gobernabilidad de los próximos años. La investigación, como ha señalado el dirigente social Luís D’Elía, tendrá que ir a fondo. En lo que respecta a los Derechos humanos, no debe quedar ni un solo resquicio sin alumbrar.