El nuevo realismo y la dialéctica de Ayra Nagarjuna

I

Una de las fortunas que tuve en la vida fue vivir en India durante casi diez años. Allí me encontré con las enseñanzas budistas, me ordené como monje y estudié los clásicos del pensamiento indio, Nāgārjuna y Shantideva, a través de los ojos de quien yo considero su más importante intérprete tibetano, Lama Tsong-khapa.

En estos días se está discutiendo con cierta insistencia el tema del «nuevo realismo» en el cual se asocian, quizá de manera apurada, autores tan diversos como Charles Taylor, Hubert Dreyfus, Gabriel Markus o Quentin Meillassoux. 

Todos estos autores proponen un regreso a algún tipo de realismo robusto que nos libere de un tipo de cautividad impuesta por la tradición epistemológica «de Descartes a Rorty», como dicen Dreyfus y Taylor, pero que, además, como trasfondo tácito de  nuestro-ser-en-el-mundo, es la base sobre la cual se articulan nuestras prácticas sociales y nuestras instituciones. 

Aunque la tradición posmoderna en todas sus formas se presentó como un movimiento aparentemente «anti-epistemológico», fue en realidad la versión opresiva de la libertad, promovida por la deriva anarquizante de pensadores como Foucault que, tal vez de manera involuntaria, como plantea Nancy Fraser en su Fortunas del feminismo, acabó convirtiéndose en compañera de viaje del neoliberalismo. De este modo, el posmodernismo cultural y el capitalismo neoliberal, como señaló tempranamente David Harvey, se abrazaron para dar forma al mundo que hoy se encuentra en crisis. 

II

En esta nota traigo a colación algunas estrategias que Arya Nāgārjuna articuló en sus obras, especialmente su Mūlamadhyamakakārika (Tratado del Camino Medio) con el propósito de tender una mano a los nuevos realistas utilizando un tipo de argumentación que puede resultar sugerente, con el fin de evitar una tentación habitual entre algunos de quienes se suben al nuevo carro del realismo, que consiste convertir la respuesta al posmodernismo en una nueva forma de conservadurismo. 

O, para decirlo a la manera de Clifford Geertz en la época en la cual la fiebre posmoderna aún afectaba nuestra racionalidad: de lo que se trata no es simplemente de articular una anti-epistemología, sino más bien, la de ofrecer una respuesta «anti-anti-epistemológica».
En este marco, apunto algunas ideas que se desprenden de la posición de Nāgārjuna. En mi interpretación, el filósofo indio está lejos de poder ser asociado al nihilismo, como sugieren algunos autores budistas e intérpretes occidentales como Paul Williams. En mi caso, lo asocio a un tipo de realismo robusto, «comunitarista», pero también «pluralista» – de allí su gracia – que puede asistirnos en las reflexiones que estamos desplegando. 

Enumero: 

1) Nāgārjuna y sus seguidores sostienen que todos los fenómenos condicionados (finitos) surgen en dependencia de causas y condiciones. Entienden la causalidad de manera amplia. No solo piensan (a) en el modo en el cual son producidos los fenómenos impermanentes; sino también (b) en la dependencia «mereológica», es decir, la que se establece entre las totalidades y sus partes, en ambos sentidos; y (c) la dependencia funcional y pragmática de las entidades en relación a los mundos-de-vida o juegos de lenguaje en los que son reconocidos como tales. Esta dimensión se asocia generalmente a una suerte de nominalismo. 

¡Todo esto discutido en el siglo II de nuestra era!

2) Esto último lleva a estos pensadores a la siguiente conclusión: el surgimiento dependiente (pratītyasamudpāda) es un signo de que los fenómenos están vacíos de existencia intrínseca (están vacíos de esencia – svabhāva). Si su existencia depende de causas y condiciones, eso significa que, cuando se descontinúan esas causas y condiciones, el fenómeno deja de existir. A esa ausencia de existencia inherente, a ese «vacío» de esencia, lo llaman «vacuidad» (sūnyāta).

3) La vacuidad niega un tipo de existencia, no la existencia in toto. La existencia negada es la inherente o esencial. Pero esto deja intacta la existencia convencional o nominal. Obviamente, para una persona que aún no ha descubierto el sentido de la vacuidad, la negación de la existencia inherente parece referirse a la negación de la existencia en general. Por ese motivo, algunos intérpretes consideran la posición de Nāgārjuna como nihilista.

Sin embargo, la conclusión es que todos los fenómenos existen «efectivamente» como fenómenos nominales, aunque no tengan un ápice de existencia inherente o intrínseca. Es decir, pese no tener esencia, su mera existencia nominal o convencional es suficiente para que produzcan efectos (de ahí su efectividad). 

4) Ahora bien, uno podría pensar que los budistas son antinormativistas, pero este no es el caso. La disciplina ética y meditativa exige una estricta normatividad. Y esto es así porque la única vida humana posible, de acuerdo con los budistas, es una vida éticamente responsable, lo cual implica, entre otras cosas, (1) restringir nuestras acciones negativas (dañinas en relación con nosotros mismos y con los otros), (2) el cultivo de virtudes como la generosidad, la paciencia o la atención plena, y (3) un sentido de responsabilidad universal, en el caso del Mahayana, que nos permita servir a nuestros congéneres y otros seres sentientes no humanos. 

Entonces, ¿cómo se entiende esta combinación de normas convencionales y vacuidad? 

5) Los budistas no pretenden vivir en una realidad sin normas. Lo que dicen es que las normas son siempre «instrucciones pragmáticas» para vivir y convivir. Las normas están allí para promover la felicidad y disminuir o eliminar el sufrimiento en todas sus formas. 

6) Ahora bien, esas instrucciones pragmáticas, cuando se absolutizan, suelen acabar siendo «injustas», porque no responden de manera precisa a la complejidad causal que supone la emergencia de los fenómenos y la perspectiva desde la cual estos fenómenos son percibidos como tales. De modo que las normas siempre son provisorias y revisables. Sin embargo, esa revisión no puede ocurrir fuera de un marco básico en el cual la discusión de dichas normas tenga sentido y puedan debatirse sus límites. La multiplicación ad infinitum de normatividades alternativas solo puede dar lugar al caos, a la atomización social, y a la incomunicación. 

III

Aquí no estoy fijando posición. Estoy simplemente poniendo de manifiesto dos cosas. 

1. Que esta discusión es muy antigua y transcultural. Es un problema que ha existido siempre, y al que todas las tradiciones deben enfrentarse. Porque las tradiciones (y nuestra discusión se enmarca dentro de una tradición, que es la de la filosofía occidental, la teoría crítica, etc.), como decía MacIntyre, no pueden entenderse sin sus sucesivas revoluciones.

Las tradiciones son una mezcla de conservación y cambio. Cuando lo tradicional se absolutiza (es decir, triunfa de manera partidista el conservadurismo, la fidelidad a un origen, o a un paradigma cerrado del mundo convencional), el anquilosamiento y la decadencia resultan patentes. 

Cuando la revolución se absolutiza, no hay lugar para el intercambio y solo hay pugna infinita, la guerra de todos contra todos, el fin de cualquier proyecto común.

2. En este sentido, estoy en la línea de los filósofos de la liberación latinoamericana que, como E. Dussel, sostienen que hemos de prestar atención a las dimensiones materiales, formales y fácticas de nuestras posiciones ético-políticas. 

La factibilidad se refiere a lo posible, a lo que verdaderamente puede ser articulado en un momento determinado y en un lugar determinado. 

Todos los órdenes socio-políticos son más o menos injustos. Para el anarquista puro, el «izquierdista» del que hablaba Lenin, la pureza se convierte en una maldición. Solo hay lucha, pero no hay sociedad posible. Para el conservador, cualquier movimiento fuera del orden vigente es una traición y un peligro para la sociedad. 

Hemos de tener en cuenta, por tanto:

1. La materia (la vida, la promoción de la vida, más allá de los órdenes sociopolíticos y económicos que la subsumen, la vida como exterioridad y fundamento de todo orden social);

2. la forma, el modo en el cual el lenguaje, la cultura, la política, la economía, y sus órdenes siempre transitorios y cambiantes, imponen sus constricciones, organizan y explotan la vida con el peligro recurrente de convertirse en un orden-para-la-muerte; 

3. y, finalmente, cuando respondemos a un sistema como el actual, convertido en lo opuesto a la vida, una totalización para-la-muerte, tenemos que tener en cuenta también la factibilidad, es decir, lo que es posible aquí y ahora, para contener y enfrentar a la muerte que avanza sobre nosotros.