Las noticias que llegan de la Argentina son preocupantes en muchos sentidos. Las evidencias de que las máximas autoridades del gobierno de Mauricio Macri, incluido el propio expresidente y la gobernadora de la provincia más poblada del país, María Eugenia Vidal, condujeron de primera mano la persecución judicial y policial contra opositores políticos, sindicalistas, periodistas, e incluso recopilaron información ilegalmente y armaron causas preventivas contra miembros de su propio partido y aliados circunstanciales, constituye la más grave vulneración del estado de derecho en la Argentina desde el regreso a la democracia en 1983.
La historia de Mauricio Macri avala que se considere al expresidente un delincuente reincidente en lo que respecta a este tipo de crímenes. Recordemos que Macri llegó a la jefatura del Estado procesado por una escandalosa causa de espionaje ilegal dirigida, por un lado, contra su oposición política de aquel entonces, competidores empresariales, víctimas y familiares del atentado terrorista más grave que jamás sufrió el país en toda su historia, e incluso sus propios familiares. El hecho de que el PRO y la UCR, los dos pilares de la antigua alianza Cambiemos, hoy Juntos por el Cambio, no hayan iniciado una purga en el interior de la misma, lejos de constituir una estrategia electoral errónea de cara a la cita electoral de 2023 en la que están sumidos los principales aspirantes a la presidencia, se ha convertido en un signo de la decadencia ética que hoy caracteriza a ambos espacios.
Sin embargo, sería un error creer que solo nos estamos refiriendo a un problema de «corrupción» tal como ésta se concibe habitualmente: la mera utilización indebida o ilícita de las funciones en provecho de sus gestores. Obviamente, esto también. El endeudamiento masivo a favor de inversionistas privilegiados en desmedro del país en su conjunto y el capitalismo de amiguetes que practicó la administración ponen en evidencia que el macrismo, pese a la honorabilidad que pretendió encarnar, fue sobretodo un dispositivo de desposesión al servicio de los círculos privilegiados que lo constituyeron, aliados con el capital global para lograr una porción del robo sistemático perpetrado contra los argentinos.
Obviamente, resultará difícil probar en los tribunales, debido al denso entramado de ocultamientos que caracteriza a la actividad mafiosa de este tipo de engranaje corporativo, favorecido por la extensa impunidad que promueve la reglamentación financiera y la invisibilidad que concede el orden societario. Sin embargo, a nadie debería caberle duda, si alguna vez sospechó de los claroscuros aparentes de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, que la «administración» macrista, lejos de ser responsable de hechos puntuales de corrupción, fue un dispositivo sistemático de desposesión y explotación al servicio de las minorías. En todas sus jurisdicciones, tanto a nivel local, como a nivel nacional, sobre la administración macrista cae el más oscuro velo nocturno en término de transparencia.
Sin embargo, como decía, no es la corrupción en el sentido habitual lo que me interesa pensar en esta nota, sino la corrupción como deterioro sistemático de valores, de usos, de costumbres, la corrupción como diarrea, como descomposición moral. Este es el escándalo institucional que ya no puede ocultarse, pese al empeño y el poder mediático y judicial que detenta aún el macrismo a nivel corporativo y en las propias instituciones. Esto es lo que debería poner en alerta a la ciudadanía: la evidencia de que el macrismo, con la complicidad de la Unión Cívica Radical, ha socavado el estado de derecho, llevándonos a una situación inaudita en la que los fundamentos mismos de la sociedad se encuentran hoy hechos añicos.
Obviamente, los casos más escandalosos ocupan hoy los portales de los diarios y las pantallas de televisión, aun de aquellos que han actuado concertadamente durante los últimos años bajo el expreso mandato de ocultarlos – lo cual demuestra la gravedad de los hechos, dicho sea de paso. Pero lo verdaderamente peligroso es el modo en el cual la corrupción en los tribunales ordinarios y en las fuerzas de seguridad, por un lado, y en la prensa amarilla, rosa o negra, ha socavado las seguridades jurídicas mínimas que exige una sociedad para mantenerse cohesionada.
Mucho se hablaba en tiempos de las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de la ausencia de seguridad jurídica en el país, lo cual, se decía, socavaba el tipo de confianza exigida por el empresariado y el capital inversionista. Con ese discurso garantista a favor del capital llegó el macrismo al poder en 2015, asegurando a su electorado que se abría una nueva época para la nación. Se anunció un cambio profundo que estaba llamado, según se dijo en su momento, a poner de pie nuevamente el país con la bandera de la transparencia y la división de poderes por delante.
El resultado fue muy distinto a lo previsto. El macrismo, envalentonado por el odio recalcitrante e histórico que anida en la sociedad – que hoy amenaza con convertirse en otra expresión pura y dura de fascismo, como en otros lugares del mundo – y el poder cuasi-absoluto sobre la esfera pública una vez desmantelados los intentos por poner freno al poder monopólico de la información de los principales grupos de noticias del país, claramente alineados con el proyecto neoliberal promovido por el presidente Macri y sus acólitos, reprodujo el Proyecto de Reorganización Nacional promovido por la última dictadura militar, pero esta vez en clave posmoderna.
Mientras el dictador Videla perseguía y aniquilaba ciudadanos bajo la consigna del respeto a la dignidad de los derechos humanos en clave humanista cristiana, Macri y sus acólitos se lanzaron a una salvaje persecución de sus opositores políticos, líderes sociales y sindicalistas, jueces genuinamente independientes y periodistas rebeldes, armados con las armas que les facilitaba el monopolio mediático, y el control del poder judicial, ocultado bajo el manto de un discurso posmoderno a la medida de la sociedad digitalizada.
En ese contexto, el macrismo espió, armó falsas causas judiciales, inició procesos sumarios en los medios de comunicación con el fin de lograr linchamientos mediáticos que apuraran las condenas penales de sus opositores, acudiendo a las amenazas, la extorsión e incluso al terror para lograr sumar cómplices atemorizados a su cruzada de violencia criminal contra la ciudadanía.
Hay quienes pueden pensar que el colapso institucional solo afecta a las esferas prominentes del poder, que la ciudadanía de a pie vive una realidad diferente, marcada exclusivamente por los agobios cotidianos de la crisis económica, social y sanitaria que la afecta. Una apreciación de este tipo está completamente desencaminada. El macrismo afectó, no solo los fundamentos institucionales de la sociedad, sino, y lo que es más preocupante, sus imaginarios.
Si es cierto, como señalan los analistas estadounidenses, que el paso de Trump por la presidencia de los Estados Unidos ha retrotraído al país a una situación prebélica que recuerda los prolegómenos de una guerra civil, no es descabellado, como ya han señalado algunos analistas en Argentina, que estemos a las puertas de un nuevo período histórico de confrontación que se dirimirá, no en el marco democrático de entendimiento institucional, sino a través de las armas, las que sean más apropiadas para la destrucción o aniquilación de nuestros respectivos enemigos en la época en la que vivimos.
Sea cual sea el resultado, estamos hablando en cualquier caso de malas noticias. Es el fracaso de la política, el fracaso de una sociedad por construir mecanismos no violentos para dirimir los conflictos y, sobre todo, la desafortunada consecuencia de obligar a cada uno de los involucrados al desasosiego que supone luchar por la mera supervivencia, es decir, de conducir a la patria a una nueva forma de anarquía, estado de naturaleza o guerra civil.