En esta entrada me gustaría decir algo sobre el actual momento político, pero quisiera hacerlo embarcándome para ello en algunas cuestiones no siempre evidentes desde la perspectiva incómoda a la que nos obliga el fragor electoral.
Para ello voy a referirme a la significación cultural del kirchnerismo a la luz del acelerado proceso de modernización institucional que ha retomado el país después de varias décadas de estancamiento, o incluso franco retroceso, en términos relativos, si tomamos como referente los avances de las décadas peronistas de los años 40 y 50.
Creo que esto es importante, especialmente si queremos eludir las interpretaciones superficiales que nos propone la prensa liberal a la hora de dilucidar lo que nos jugamos en algunos debates simbólicos como el ocurrido a propósito de la intervención de Horacio González respecto a Vargas Llosa.
Como era de imaginar, el aparato mediático ha hecho un esfuerzo enorme en presentar toda la cuestión como si se tratara de un ataque a la libertad de expresión. No cabe la menor duda que tiene buenas razones para ello. En Argentina, como en otros lugares de Latinoamérica, pero de manera pionera en nuestro país, se está apostando a una pluralización de voces que atenta con la concentración monopólica de la que gozan algunas corporaciones en nuestra región. La visita de Vargas Llosa no estuvo exenta de intencionalidad política. Lo que se pretendió, con mayor o menor efecto, es dar una vuelta de tuerca al estribillo de la dictadura K. Pese al absurdo de semejante cosa en las presentes circunstancias, los adalides de siempre han vuelto a las andadas y han inundado todos los rincones de nuestra realidad mediatizada con sus indignaciones en pijama
Ahora bien, no es sobre este tema específicamente a lo que me voy a referir. Lo que me interesa, como decía, es hacer una lectura menos superficial para entender una de las aristas de la discusión, de la cosa, del objeto por el cual nos estamos peleando. Y para ello voy a intentar ofrecer dos o tres intuiciones que se vienen barajando desde hace tiempo que pueden ayudarnos a echar racionalidad a la disputa.
Para ello nada mejor que enmarcar la situación política dentro de un contexto más amplio. Y en este sentido podemos decir dos cosas:
1. En un artículo reciente (“Nationalism and modernity”), Charles Taylor señala que los procesos de modernización institucional han sido y siguen siendo como una gran ola que avanza sobre diversas culturas del planeta. Estos procesos resultan, en buena medida, ineludibles. Aquellas sociedades que no se acomoden a ello parecen destinadas a su extinción. La economía industrial de mercado, el Estado organizado burocráticamente y ciertos modelos de gobiernos populares, son algunas de las características de las sociedades modernas que se han impuesto sobre las culturas aborígenes.
2. Pero eso no significa que la modernización cultural deba corresponder a priori a los modelos de las sociedades insignia que han promovido (muchas veces a sangre y fuego) la modernización institucional de las sociedades periféricas. El modo en el cual se resuelven en cada caso las cuestiones identitarias en lo que respecta a la modernización cultural es algo que depende, en buena medida, de la materialidad histórica sobre la cual se ejecuta el proceso de formalización modernizante. La materialidad histórica es, a un mismo tiempo, la posibilidad misma de la modernización capitalista y su resistencia. En ese juego entre materialidad y formalización institucional capitalista surgen diversas alternativas de modernidad. Nuestro país no es una excepción.
Ahora bien, estoy convencido que una de las características de nuestra tradición liberal ha sido su desprecio hacia la materialidad histórica de nuestro ser nacional. Eso se ha puesto especialmente en evidencia en la tradición sarmientina que ha inspirado una política idealista que ha vivido de espaldas a la realidad nacional, y por ello sometida continuamente a la amenaza de la intratabilidad de nuestra facticidad. El pueblo argentino ha sido y sigue siendo para esta versión política, una entidad que debe ser vencida, transformada, incluso erradicada por medio de la violencia más atroz, para que finalmente ocurra la esperada correspondencia con la idea.
Algo semejante ha ocurrido con algunas líneas tradicionales del socialismo y el marxismo argentino. En uno y otro caso, el idealismo subyacente ha llevado a las élites políticas, económicas e intelectuales a concebir una política civilizatoria por vaciamiento del pasado. Desde esta perspectiva conservadora, por ejemplo, el fracaso de las políticas educativas ha sido el no hacer del pueblo argentino otro pueblo, a imagen y semejanza de su otro idealizado, el pueblo europeo, del colonizador.
Modernizar, desde este punto de vista consiste, no sólo, como decíamos más arriba, en desarrollar aquellos aspectos institucionales ineludibles en la presente etapa del capitalismo planetario, sino además, renunciar a las peculiaridades materiales de nuestro ser nacional. Se trata de políticas miméticas, que fantasean con convertirnos en algo que no somos. Hay, por lo tanto, una negación de nuestra historia que se traduce en un cosmopolitismo vacío, lleno de lugares comunes con los cuales pretendemos superar nuestro ser originario.
En ese sentido, el discurso de Vargas Llosa a favor de una libertad definida exclusivamente en términos individualistas pone en evidencia una construcción identitaria que no pertenece a la esfera del históricamente oprimido, que aún se encuentra en combate por su reconocimiento diferencial.
Es en este sentido que hablar de nacional y popular no es una fórmula vacía, como pretenden algunos representantes liberales, sino una apuesta por permitir que los habitus locales articulen una voz no distorsionada frente a los procesos de transformación social que amenazan sus identidades o, aún peor, cuando esas identidades han sido diezmadas debido a la violencia y el saqueo, que las mismas puedan ser recuperadas. Por esa razón, creo que hace falta una cuota de cinismo muy alta para creer que se puede reducir el debate a los términos que impone el liberalismo. Además de las cuestiones de derecho (cuestiones como la libre expresión o el derecho de propiedad, etc.) existen cuestiones identitarias que son ineludibles porque apuntan a la dignidad humana, es decir, a aquello que nos define como tal o cual entre otros seres humanos. Cuestiones que el liberalismo, en su afán libertario (en muchos sentidos encomiable), parece empecinado en olvidar.
Es en este sentido que deberíamos festejar los profundos aciertos de quienes lideran actualmente el país. Aciertos que giran alrededor de la recuperación paulatina del debate acerca de quiénes somos, que no es otra cosa que un debate en torno a lo que queremos ser y el modo de llegar hasta allí.
Un debate de esta naturaleza nos impone una reflexión acerca de nuestra historia, de nuestras limitaciones, de nuestra facticidad. La política liberal en Argentina, y en Latinoamérica en general, siempre al servicio de intereses foráneos, ha sabido imponer su verdad a espalda de la verdad más evidente. Nosotros no somos europeos ni norteamericanos, ni pretendemos serlo.