En las últimas horas he recibido una andanada de artículos y entradas conspiranoides a través de las redes que argumentan que la pandemia es un fake. No entraré a discutir los pormenores de la argumentación detectivesca que algunos plantean.
Ni niego, ni afirmo su veracidad.
Tampoco entraré en la cuestión etiológica, las causas de la aparición del virus. Hay para todos los gustos, los chinos, la tecnología del 5G, los yankees. Curiosamente, Donald Trump fue uno de los primeros en avanzar en esta dirección. En fin, no me atrevería a tanto. Solo el Buda, con su infinita omnisciencia, o Dios en su todopoderosa sabiduría, serían capaces de determinar exactamente a qué responden en última instancia los efectos que estamos padeciendo.
Sin embargo, hay un asunto que merece consideración: la relativización de la seriedad de la crisis utilizando datos cuantitativos. Los primeros en argumentar en este sentido (no lo olvidemos) fueron personas «distinguidas» por su racionalidad y buena voluntad. En Brasil, el «eximio» presidente Bolsonaro, y en Gran Bretaña, el «elegante» Johnson, quienes no tardaron en unirse al coro dirigido por el presidente estadounidense. No está de más tener en cuenta quiénes serían nuestros aliados en una lucha contra la hipotética conspiración que nos amenaza.
La idea es la siguiente: (1) la pandemia no es tan grave; (2) es incomprensible el miedo de la población, porque los datos cuantitativos que tenemos a la mano nos dicen que existen otras muchas causas de muerte a las que (supuestamente) no atendemos, cuyo número es incalculablemente más abultado.
«Cierto».
Pero, ¿a quién se le puede ocurrir que este es un buen argumento? ¿Por qué contraponer la gripe con el cáncer, o la desnutrición infantil, la malaria o el dengue, al Coronavirus, un terremoto con un tsunami? Se trata de problemas de salud y seguridad que, en todo caso, conjuntamente, empeoran la situación de todos.
Si un paciente de cáncer contrae el coronavirus, sus posibilidades de supervivencia se reducen. Si un niño desnutrido es infectado, sus defensas son menores a las de un niño bien alimentado. Si un terremoto se produce en una zona con condiciones precarias de vivienda, los efectos son más devastadores.
Para empezar, los males que se contraponen a la pandemia no son males que la sociedad desconozca. Todo lo contrario, hay muchas personas en el mundo que luchan por mejorar las condiciones sanitarias de los enfermos o víctimas de innumerables patologías de salud o sociales. Investigadores, personal sanitario, estamentos estatales, organismos y organizaciones internacionales, estatales, regionales y locales dedican ingentes cantidades de cerebro y recursos (nunca suficientes, valga decirlo) para enfrentar estos males con relativo éxito.
Las personas directamente relacionadas con estas luchas a favor de la vida están muy preocupadas por los efectos del coronavirus. Las organizaciones dedicadas a la ayuda de los refugiados, por ejemplo, advierten de las consecuencias calamitosas de la pandemia para las personas en situación tan precaria. Lo mismo explican los responsables de programas dedicados a la lucha contra patologías psicológicas, o las mujeres que padecen violencia machista, que advierten que el efecto del virus está causando estragos en estos y otros colectivos.
Por otro lado, cuando el sistema sanitario colapsa, no es porque estamos en pánico, sino porque el número de afectados es sideral, las UCIs no dan abasto, y los recursos limitados no llegan a todos. El servicio de salud no puede atender tampoco a quienes padecen otras enfermedades con la misma celeridad y eficacia. El enfermo de cáncer ve disminuidos sus recursos para luchar contra su mal, la embarazada siente inseguridad en el paritorio, los casos urgentes de dolencias como apendicitis se ven, de pronto, ante el peligro de encontrarse con médicos agotados por el cansancio, quirófanos inseguros, higienistas sobrepasados por las circunstancias, ambulancias sobrecargadas de trabajo, etc.
Ayer, un amigo, cuyo padre murió en las últimas horas, y parte de su familia permanece internada con un cuadro complicado de infección, me contaba las largas horas que debieron esperar para que la ambulancia llegara al domicilio a certificar su muerte, y los difíciles trámites que debió realizar para que la funeraria le hiciera un hueco en la lista de espera.
Cuando el servicio sanitario de la capital de España debe recurrir a una pista de patinaje para guardar los cadáveres debido a la imposibilidad de los sistemas de incineración que permanecen funcionando 24 horas para disponer de los mismos, ¿hace falta repetir que estamos hablando de algo que es «real», y no el capítulo de una serie de Netflix?
El argumento, por consiguiente, es malo por donde se lo mire. Es cierto que hay otros males que nos afectan, pero también es cierto que para muchos de ellos tenemos protocolos y guías de acción. Estoy de acuerdo que no actuamos en consecuencia en muchísimos casos, que no hacemos lo que deberíamos hacer, que no disponemos de recursos suficientes para enfrentarnos a los problemas que hemos identificado y para los cuales tenemos soluciones. Todo esto es cierto, y cualquiera que se paseé por este blog sabrá que estoy preocupado por todos esos temas. Pero para el COVID-19, hasta el día de hoy, no tenemos cura ni tratamiento . Y eso significa que no hay manera de proteger a la población a través de otro medio que no sea estableciendo un protocolo preventivo de confinamiento que reduzca la transmisión del virus y, con ello, ganar tiempo para evitar que sigan sumándose cadáveres y contagios.
Curiosamente, las denuncias conspiranoides de las personas de buena voluntad coinciden con los propósitos de las élites que (1) o bien quieren conseguir una tajada a través de la especulación con la crisis, (2) o se preparan para resistir colectivamente y con todos sus medios ante la amenaza de cualquier cambio en el status-quo que avance en una agenda genuinamente democrática.
Por lo tanto, la cuestión no es minimizar la crisis, sino buscar respuestas para el desafío sanitario y social que enfrentamos. Eso implica, además, cambiar las condiciones de precariedad socioeconómicas que han dificultado la respuesta ante el virus, y aprovechar la oportunidad para avanzar en un programa de transformación en todos los reclamos de justicia.
Quiero agregar dos cuestiones. Por un lado, recordarles que lo que aquí se pide es que se inviertan más recursos en la gente, que se mejoren los recursos sanitarios, que se pongan a disposición recursos estatales que minimicen los costos para la sociedad en su conjunto, y que esta vez, el costo de la reconstrucción lo hagan las capas privilegiadas de la sociedad.
Las élites y las derechas siempre han utilizado los mismos argumentos, y se han servido de científicos y desprevenidos para justificar recortes a programas que les eran desfavorables. La izquierda boba siempre les ha hecho el juego, en parte debido a las posturas maximalistas, siempre estériles, que no toman en consideración el equilibrio de fuerzas en pugna. No me extrañaría que muchos de los científicos que ponen en duda la gravedad de la crisis estén al servicio de los intereses de ciertos sectores del capital que ven amenazada su hegemonía por parte de la ciudadanía y por otras fracciones del capital.
Cuando en otras circunstancias se intenta avanzar en una agenda progresista, la primera reacción de la derecha es relativizar la gravedad de los problemas y culpabilizar a las víctimas, sea que hablemos de pacientes de SIDA, víctimas de violencia de género, enfermos de cáncer, pobreza infantil, desahuciados, inmigrantes, refugiados, parados o exclusión. En este caso no es muy diferente: (1) el problema no existe, o (2) es solo una desorbitada reacción de pánico de la población.
Lo cierto es que estamos hablando de miles de muertos, cientos de miles o incluso millones de infectados, algunos recibiendo tratamientos improvisados, extraordinariamente dolorosos, y lo que se viene es desocupación masiva, precariedad, exclusión y otros efectos impredecibles para la población mundial a gran escala, amenazadas por muchas otras crisis que el orden vigente, en su carrera desbocada por la acumulación y la ganancia, o bien ha manufacturado, o bien ha preparado para que resulte aún más devastadora.
Lo que tenemos que hacer en este contexto es (1) tomarnos en serio la gravedad de la crisis y (2) torcerle el brazo a los poderosos. Si eso es lo que realmente queremos, advirtamos que los argumentos negacionistas y conspiranoides son los peores argumentos posibles.