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Uno de los problemas más graves que tenemos en Argentina (ahora mismo) es el siguiente. No sólo los medios de comunicación opositores son prácticamente inexistentes (contrariamente a lo que se vociferó durante los últimos años: la dictadura K tenía supuestamente todo el aparato de comunicación copado) sino que los pocos que existen (por ejemplo, Página12 – diario que, les recuerdo, estuvo hackeado durante una semana) no se leen del otro lado del río.
La incomunicación es absoluta. «Nosotros» (quienes no simpatizamos con el gobierno de Macri) leemos La Nación, vemos TN, sacamos cuenta con cada edición del diario Clarín, escuchamos en la radio a los locutores oficialistas, etc. Si hacemos críticas, las hacemos siempre a partir de lo publicado por los medios hegemónicos, quienes marcan la agenda de la disputa y, por eso mismo, llamamos “hegemónicos».
En cambio, nuestro contrincante político es un completo analfabeto respecto a nuestra perspectiva. Lee nuestros comentarios como si fuéramos marcianos u otra clase de seres venidos de un planeta lejano, con el oscuro propósito de arruinarles la vida, y eso es lo que refleja en las redes sociales.
El nivel de violencia simbólica que está ejerciendo el macrismo en este momento sobre una parte importante de la población y el eco de ello en la sociedad, no puede terminar bien.
En La Nación de hoy se publica una nota en la cual un periodista explica por qué razón en los primeros 100 días de gobierno está justificada esta estrategia. No quiero insistir en el asunto, pero me parece que la línea ya se cruzó, y que va a ser muy difícil recomponer este entuerto. Siempre estamos a un paso de la violencia.
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Ahora, permítanme una nota lateral. Hace tres días, el 29 de diciembre, un tipo llamado Antonio De Turris asesinó a su mujer a puñaladas. El tipo está enfermo de manera terminal y deprimido. Dicen que después de apuñalar a su mujer quiso suicidarse, pero no lo logro (suele ocurrir). Se trata de un periodista del diario La Nación y profesor de la Universidad Di Tella.
Dándose una vuelta por el portal digital de La Nación uno se entera que De Turris publicó para el matutino notas sobre fútbol, fondos buitres (holdouts), la muerte de Nisman y otras de política local. Llama la atención una nota titulada «Las caras de la barbarie», subtitulada «Golpiza a delincuentes», del día 04 de abril de 2014, en la cual intenta una suerte de explicación-justificación de un linchamiento ocurrido en la ciudad de Rosario en el cual dos jóvenes fueron apaleados hasta la muerte de uno de ellos por delitos que no habían cometido, al ser confundidos con maleantes. Ante la sucesión de linchamientos de aquellos días, decía De Turris:
Quienes patearon hasta el cansancio al delincuente (…) seguramente vieron allí una manera de descargar la tensión de vivir arrinconados, temerosos de que una entradera o una salidera o un empujón en un andén los confine a ver hasta el fin de sus días una película de terror, la de su propia vida. En definitiva, vieron en ese delincuente a un enemigo al que debían sacar del medio ellos mismos porque las autoridades no son capaces de hacerlo.
Imaginamos que De Turris tendrá una explicación-justificación semejante para su propia injusticia. Pero nuestro propósito no es linchar al ex-periodista de La Nación y profesor de Universidad Privada, sino poner el dedo en una indefensión que para muchos es invisible, la de estar sometidos a la perversidad de medios y comunicadores que se han autoerigidos como custodios de la patria y que han acabado con ello incendiándola. Por supuesto, no se trata de una decisión personal, sino de una decisión del mercado de la información.
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Si uno se pasea un rato entre los comentaristas de cualquier artículo de esos grandes portales de información de la Argentina (La Nación, Clarín, Perfil, etc.) se encuentra con un tsunami de necedades sin fin: abundan los insultos, la violencia, la perversidad.
Pero esto no empezó ayer, y no está limitado al anonimato de las redes. La gente dice esas mismas cosas que publica en bares, reuniones familiares, conversaciones en las porterías, taxis, clases de yoga y meditación o jugueterías.
En una ocasión, cuando vivía en San Miguel, en una reunión con el arzobispo de la zona, éste me sorprendió insultando al Papa Francisco, al que definió como un «lobo disfrazado de cordero», por su estrecha relación con el gobierno de Cristina Fernández y procedió a calumniarlo sin vergüenza alguna. Mientras escuchaba sus historias de traiciones y las hipotéticas agachadas de Bergoglio de las cuales era (según decía) testigo, yo pensaba hasta qué punto su entonación cerrada de las palabras y la utilización de ciertos vocablos ponía al descubierto sus prejuicios de clase.
Nuestra manera de referirnos a los contrincantes políticos de manera denigrante, las explícitas referencias al asesinato, la desaparición o la expulsión del país de nuestros antagonistas, no surgieron de la nada. Son el producto de una estrategia comunicacional diseñada para estigmatizar y discriminar. Periodistas como Jorge Lanata, Luís Majul o Alfredo Leuco, están entre los ejemplos más destacados de este tipo de retórica y propulsores indecentes de este estilo patotero en los medios de comunicación.
En otras latitudes se ejercita un discurso semejante. No es casual que la derecha estadounidense tenga varios personajes entre sus filas en la Cadena Fox que practican un periodismo barrabrava. En España, la derecha más casposa la ejercita a través de la Cadena COPE y en Venezuela son famosas algunas figuras que hacen de la discriminación y el desprecio sus armas predilectas para enardecer a su público. Figuras políticas como Donald Trump son producto de ese mismo mercado mediático. Al adoptar esta estrategia electoral, Trump no hace más que conectar con los bajos instintos de sus oyentes y televidentes. La madurez de una ciudadanía es proporcional a la capacidad de resistir el miedo y ser inmune a la exacerbación del odio que promueven sus líderes y comunicadores.
En Argentina son muchos los que han comprado este relato y lo practican en público y en privado. Varios conocidos me han sorprendido en los últimos meses publicando textos o imágenes vergonzosas, como si la mera existencia de sus contrincantes políticos justificara su bestialidad moral.
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El programa 6-7-8 ya no está al aire. Y las voces disidentes son cada vez más escasas, en la televisión pública, y también en la televisión privada. Sin embargo, la violencia simbólica continúa manifestándose, cada vez con mayor furia y agresividad. Ya se han producido algunos hechos lamentables.
El autoritarismo y la arbitrariedad que el Gobierno Nacional ejercita, saltándose la ley o rompiendo los acuerdos básicos que la sociedad se ha autoimpuesto en la Constitucional Nacional, dan una muy peligrosa señal a la sociedad civil. El estado de derecho está transitando un tiempo de peligrosa ambigüedad.