Ahora me gustaría que pensemos una objeción que suele hacerse a la visión que planteé en el post anterior respecto a la crítica al individualismo. La crítica se dirige más o menos a la cuestión de los logros genuinos que el “liberalismo” genérico trajo consigo al ofrecer a las personas ocasión para trascender los límites provincianos impuestos por sus respectivas comunidades. Creo que la objeción es valiosa, porque nos permite plantear la cuestión desde una perspectiva diferente a la que adoptamos en la mayoría de los casos. Es cierto que con el advenimiento de la modernidad los seres humanos han alcanzado un estatuto de libertad al cual difícilmente podríamos seriamente oponernos. Basta con pensar en las experiencias de algunos colectivos en aquellas comunidades que se encuentran ahora mismo experimentando las tensiones de su propia modernización, como ocurre con algunos pueblos musulmanes y la condición que en estos viven las mujeres, por ejemplo, para darnos cuenta de que hay ciertos “logros” a los que no podemos renunciar. Objeciones semejantes pueden hacerse respecto al instrumentalismo y la democracia liberal. Pese al reduccionismo atomizante que promueven (lo cual fácilmente se trastoca en totalitarismo globalizador) en ambos casos reconocemos que pese a la insuficiencia de nuestro actual estado de cosas, no parece razonable negar ciertos logros relativos.
Por lo tanto, la respuesta a la objeción no puede girar de manera revisionista y nostálgica en torno a las hipotéticas bondades de las culturas o civilizaciones que nos precedieron como paradigmas de la realización humana. Lo que necesitamos es un tipo de narración que nos permita evaluar esos logros que la modernidad trajo consigo, esos logros a los que el liberalismo y el marxismo se adhirieron, esos logros que de un modo u otro forman parte del trasfondo de comprensión común de estos dos antagonistas modernos, que están asociados positiva o negativamente al individualismo, al racionalismo instrumental y al atomismo político, y a partir de allí intentar elaborar, desde el seno mismo de la experiencia moderna (de la modernidad entendida como experiencia de los propios sujetos modernos) las inadecuaciones de esas autocomprensiones. Esto nos permitirá articular, dar forma, inventar y descubrir, la instancia dialéctica que ahora mismo estamos transitando.
Permítanme decir dos cosas sobre este asunto para clarificar lo que queremos decir. En cierto modo, siguiendo de manera incómoda a Hegel, podemos hablar de la historia, nuestra historia occidental que habitamos, enfatizando dos grandes instancias dialécticas. Una de ellas pertenece a nuestro pasado y está relacionada con la mutación cosmológica que acabó de tomar forma de manera clara durante el siglo XVII, que nos instaló definitivamente en la modernidad. La dialéctica se dió entonces, como explica Habermas, entre los antiguos y los modernos, en la forma de una querella que exige la legitimación de este nuevo tiempo que es la modernidad. El proceso no ha terminado: la historia no es un único hilo desplegado en el tiempo. Como ya hemos indicado, hay procesos alternativos a la modernización occidental que ahora mismo transitan instancias análogas a las mentadas.
La segunda instancia dialéctica es la que estamos viviendo ahora mismo en las sociedades occidentales. Por lo tanto, lo que estoy diciendo es más o menos viejo pero quiero reivindicarlo de todas maneras aunque pueda resultar paradógico en vista a mi propia resistencia y el descrédito de eso que se ha dado en llamar la “postmodernidad”. Lo que quiero decir es que eso que primero se llamó postmodernidad no es una instancia histórica a la cual podamos hacer referencia, porque lo que ahora mismo estamos viviendo no es algo nuevo, sino las viejas instancias cosmológicas, antropológicas y éticas de siempre en estado de putrefacción.
En cierto modo, el anuncio nietzscheano de la muerte de Dios, junto a su «profecía» de la prolongación durante doscientos años del dominio del último hombre, son una perfecta ilustración de lo que está ocurriendo. Lo que intentamos, en todo caso, es imaginar el futuro. Lo que pretendemos es ofrecer los mecanismos discursivos, filosóficos, poéticos, religiosos, científicos, para una nueva humanidad, un nuevo hombre, un nuevo paradigma. De la misma manera que pensadores como Descartes o científicos como Copérnico ofrecieron los trazos iniciales, los bosquejos inaugurales del mundo nuevo de la modernidad que ahora aparece como llegando a su fin, estamos buscando, inventando, descubriendo, aquello que hoy está convirtiéndose en nuestro futuro.
Pero para ello debemos comprender perfectamente lo que dejamos atrás. Eso que yo me empeño en llamar liberalismo, por ejemplo, que incluye en mi peculiar vocabulario las formas más extremas de socialismo científico y todas las derivaciones instrumentales que ha producido el siglo pasado: el fascismo, el nazismo y el totalitarismo stalinista y maoísta, el imperialismo estadounidense y el terrorismo milenarista de Alqeda, para poner sólo algunos casos, son el trasfondo de significaciones ineludibles a partir de las cuales construiremos ese futuro que ahora buscamos. No podemos cometer el error de los modernos, no podemos pensar esta instancia dialéctica como una mera ruptura con el pasado. Más bien, en línea con un hegelianismo histórico al que hemos desnudado de pretensiones de ontología ineludible, podemos decir que hay en el presente un palpito de integración, de síntesis de lo antiguo y lo moderno, de la sabiduría olvidada de nuestros ancestros premodernos y la tecnologías de la identidad disciplinada que ha traído consigo la modernidad. Hay también el palpito de una integración con otros procesos históricos alternativos, como ocurre con Oriente, que están forzándonos, para bien y para mal, hacia una nueva autocomprensión de la cual resultará quién sabe qué cosa.
De manera distorsionada, eso es lo que se sospecha detrás de las nostalgias que alimentan el New Age, el esoterismo, la orientalización de nuestra cultura y el hartazgo de una vida reducida a las exigencias de las esferas corporativas y burocráticas de nuestras sociedades. Esos malestares nuestros son un síntoma de lo que se avecina y se aleja a un mismo tiempo. De manera más clara, hay que preguntarse si las transformaciones en marcha nos permitirán resolver, o tan siquiera afrontar los peligros eco-lógicos a los que nos ha empujado la tecnología, los desbarajustes sociales producidos por el economicismo reinante, y la progresiva imposición de una tiranía política-corporativa «espectáculo» de la que nos hablaba con juicios ambiguos Baudrillard.
Superar los ídolos de la modernidad no significa matar a las divinidades que ocultan dichos ídolos, los bienes genuinos a los que aspirábamos que nuestra actual autocomprensión no puede acomodar. Es aquí donde lo antiguo y lo moderno deben dejar de querellarse a fin de legitimar el fin de su propio tiempo a favor de un tiempo nuevo. Pero esa superación tampoco puede ser una mera mezcolanza de tecnología y espiritualidad al servicio de la eficiencia. La muerte del hombre debe ser la recuperación del hombre en su integridad, del hombre integral, decía Maritain, una suerte de resurrección civilizacional: un anthropos reconciliado plenamente con su animalidad, con su corporalidad, al tiempo que vuelve a ponerse erecto para otear al horizonte en busca de su destino/trascendencia. En cierto modo es volver al punto cero de la historia de la especie, a la primera palabra, al primer eco convertido en vos del otro, con la experiencia de haber acertado y errado a un mismo tiempo en el despliegue de nuestro ser.