Hace unos días, después de una semana de concilio en el pequeño pueblo de McLeod Ganj, India, quinientos delegados tibetanos en el exilio dieron su apoyo al Dalai Lama como líder político del pueblo Tibetano. A continuación el Dalai Lama reafirmó lealtad para con su pueblo, y prometió trabajar por la causa Tibetana hasta la muerte.
Conocido como líder espiritual, muchos occidentales consideran que esta lealtad a su pueblo es un asunto secundario, folclórico y prescindible en la agenda vital del Dalai Lama. Otros critican su nacionalismo como una contradicción, o ponen en duda sus estrategias de alianzas para enfrentarse al abuso de las autoridades Chinas que en 1959 invadieron su país, acompañando las transformaciones económicas y sociales con un despliegue militar que causó la muerte de, al menos, una décima parte de su población, que fue sometida a un férreo programa de reeducación que consistió, fundamentalmente, en la devaluación de la lengua, la cultura, la religión y la historia del pueblo Tibetano.
Estas críticas giran en torno a un malentendido: una lectura moderna de la cosmovisión budista, y los arraigados prejuicios hacia los nacionalismos cultivados por los traumas producidos por la historia moderna occidental, y la nociones individualistas y atomistas de nuestras sociedades liberales.
Debido a esto, creemos que los ideales de responsabilidad universal que proclama el Budismo Mahayana, y el Dalai Lama en particular, sólo pueden actualizarse a través de un proceso de des-vinculación del individuo concreto de sus redes de pertenencia.
Lo que olvidan estos críticos, es que la concepción de persona que propone el Budismo Mahayana centra su atención en demostrar la imposibilidad lógica y ontológica de dicho individuo des-vinculado, el héroe de una rama de la modernidad occidental. Los individuos no pueden existir por sí mismos, independientemente de las relaciones de pertenencia donde han construido y a partir de las cuales sostienen sus identidades.
El Dalai Lama es lo que es, debido a un intrincado conjunto de relaciones causales que incluyen su lengua materna, las prácticas sociales, políticas y religiosas surgidas durante los procesos históricos que dieron forma a la identidad Tibetana.
Muchos han querido ver en el Budismo Mahayana una filosofía apropiada para la era de la globalización. Sin embargo, considero errónea esta lectura que colapsa las aspiraciones universalistas del Mahayana en un proyecto amenazante a la identidad de las comunidades. Es por esa razón que muchas veces los adherentes de una ‘ciudadanía mundial’ parecen ir contra toda manifestación de lealtad a una lengua, a una cultura, a los intereses de un pueblo y su historia.
Una interpretación de este tipo es, al fin y al cabo, otro vuelco reduccionista de nuestra cultura individualista, instrumentalista y atomista, que se ve abocada al debilitamiento de las redes que hacen posible la supervivencia y el progreso de los individuos en su dimensión natural, y las articulaciones que hacen posible el establecimiento y sostenimiento de los órdenes de sentido moral.
El proyecto reduccionista pretende una cultura homogénea, que facilite la libre circulación de bienes y capital, y para ello estigmatiza los mandatos de la lengua, la cultura y la historia de esos pueblos, a fin de reducir los obstáculos al beneficio.
Sin embargo, el mito de la ciudadanía global es sólo factible para una minoría privilegiada, educada en los centros destinados a proveer a las corporaciones globales de generaciones reeducadas en las nuevas lealtades que impone el mercado. El nacionalismo, de acuerdo a esta cosmovisión, es un impedimento a la modernización y al progreso. Es un obstáculo a las lealtades absolutas que impone la economía de mercado, porque reduce la eficiencia instrumental a la hora de establecer, por ejemplo, políticas de expansión, o a la hora de planificar estrategias de recursos, etc.
Al concepto de globalización que tuvo su auge durante la década de los noventa y principios de éste siglo, se contrapone la noción del inter-nacionalismo. Esta noción podría explicarse en términos budistas haciéndonos eco del concepto de pratityasamudpada, surgimiento dependiente. Esta noción pretende superar dos extremos: por un lado, la creencia en la existencia absoluta de los entes; y por otro, la creencia en la inexistencia de los mismos.
La globalización, tiende hacia el debilitamiento de las entidades nacionales, dando relevancia únicamente a una dimensión existencial humana, lo económico, en detrimento de la lengua, la cultura y la historia de los pueblos que, como mucho, se convierten en adornos prescindibles de los individuos, que consideran sus identidades como fenómenos independientes de los entramados que los sostienen. El chauvinismo, tiende a pensar el nacionalismo en términos absolutos, y por ello colapsa a los individuos en su propia entidad y se convierte en un peligro para otros pueblos que pretenden también su reconocimiento.
El nacionalismo en el contexto del inter-nacionalismo implica un camino medio que evita la falacia ‘globalizante’ que nos educa en una lengua vehicular, en la hegemonía de lo instrumental y en un individualismo desvinculado de máxima efectividad; y el nacionalismo absoluto cuyo máximo exponente se pone de manifiesto en la aspiración imperial.
El fin de la era Bush viene acompañada de una redefinción de la política planetaria: Por un lado, el debilitamiento de las pretensiones imperiales, y por el otro, una aguda conciencia de la arbitrariedad de la globalización desencarnada. Eso significa una reconducción del proceso de resistencia a partir de la búsqueda inherente de reconocimiento de los pueblos.