El macrismo se presentó ante la sociedad argentina como una comunidad aggiornada de gente cosmopolita que valora la expertise y el esfuerzo personal por sobre todas las cosas, y cultiva formas cool de trato personal inspiradas en la cultura corporativa. El cambio que propuso estuvo basado en una reevaluación de la educación, en el desprecio hacia las formas críticas de pensamiento, y la exaltación del pragmatismo y la eficacia que son exigidas en las esferas transnacionales donde la habilidad financiera y la estética de la firmeza inescrupulosa frente al infantilismo popular y el sentido común de las poblaciones prima por sobre la compasión concreta hacia el otro de carne y hueso que padece nuestros triunfos.
El macrismo llevó como uno de sus estandartes más elevados el compromiso con el diálogo abierto, franco, constructivo, y salpimentó sus performances discursivas en el espacio público-mediatizado con metáforas extraídas de los libros de autoayuda que sus gurús le inculcaron para triunfar y asegurar su continuidad en la victoria, convirtiendo a su electorado en una masa acrítica de votantes que asumieron su heredada pureza histórica y reinterpretaron el desquicio socio-económico e institucional como un antídoto necesario para embarcar de una vez por todas a la Argentina en una senda de progreso. «Argentina tiene que convertirse, por fin, en un país serio». Y eso significa deshacerse de ese sector del pueblo, mediocre y oportunista, que aún confía en el peronismo, entendido como una banda de corruptos audaces.
Estas fueron las marcas de identidad de una política que, como ocurrió con los representantes de la llamada «Revolución Libertadora», el onganiato, los militares genocidas, el menemismo y el delarruismo, tuvieron su tiempo de gloria, para regresar a los anales del despropósito en los que cíclicamente se repite la sociedad argentina, conduciéndola de regreso a sus acontecimientos catastróficos.
Los números estadísticos son inimpugnables. Sin embargo, el heredado antiperonismo no conoce de razones. El fracaso del gobierno, pese a la apabullante realidad que las urnas dejaron a la vista de todos, no alcanza para sofocar el odio y el miedo que alimenta al núcleo duro de una ciudadanía que se empeña en su moralismo hipócrita y su discriminación sistemática de aquellos a quienes juzga diferentes.
Las redes sociales no son una medida fiable, pero en estos días proliferan expresiones eugenésicas que explican, pese a la evidencia de la mala praxis de sus referentes gubernamentales, y el fracaso evidente del modelo promovido, los votos que aún conserva la coalición derrotada. Un militante de este espacio exigía de este modo a su círculo de contactos en las redes la necesidad de no dar el brazo a torcer en las elecciones de octubre: «El macrismo no será abono para nuestra tierra, pero es el pesticida que necesita el país para sacarse de encima a los parásitos que habitan en ella».
Macri conquistó el gobierno con tres propósitos como banderas: (1) reducir la inflación y alcanzar el equilibrio fiscal, (2) pobreza 0, y (3) terminar con la grieta. Ninguna de estas promesas se cumplió.
La inflación es hoy muchísimo más alta que en 2015, y el peligro de espiralización de la misma se encuentra latente, pese a la profunda recesión que vive la economía argentina. El desequilibrio fiscal ha crecido al ritmo del achicamiento de la economía en términos absolutos.
En este contexto, la situación social es muy delicada. No solo han aumentado los índices de la indigencia y de la pobreza, sino que la totalidad de la sociedad argentina se ha visto empobrecida de manera alarmante, elevándose de modo preocupante los datos de la desigualdad. El endeudamiento a nivel nacional y provincial (especialmente la provincia de Buenos Aires que gobierna María Eugenía Vidal con cara de «yo no hice nada») es exorbitante. También las familias han debido hipotecar su futuro para subsistir en este presente de «crisis terminal».
Finalmente, el desencuentro de los argentinos es hoy más profundo que el de ayer, debido, paradójicamente, al anti-republicanismo y a la inseguridad jurídica promovidos por el gobierno del Ingeniero Macri, quien ha elegido la estrategia de la persecución judicial y mediática, las prisiones preventivas, la opacidad frente a la transparencia, las operaciones de inteligencia, la extorsión y el escrache, en síntesis, el juego sucio, para enfrentar a una oposición que, contrariamente a lo que se predica, ha actuado durante estos cuatro años con mesura democrática y apego a la institucionalidad del país, aún en el descalabro y pese a las reiteradas muestras de autoritarismo del gobierno en funciones.
Mientras una parte del electorado macrista, a pesar de la derrota de las PASO, vuelve a encender su discurso victimista y retoma la campaña, ahora más radicalizada que nunca entre sus bases, asumiendo sin miramientos formulaciones que en otras latitudes serían consideradas como «de extrema derecha», otra parte del electorado que en el 2015 apoyó su candidatura se esconde detrás de esa nueva cultura, indiferente políticamente, abocada a las prácticas onanistas de la espiritualidad posmoderna que ha inundado a la Argentina prometiendo apaciguar la zozobra que supone nuestro hipotético fracaso colectivo.
El yogui tonto, el ciudadano políticamente indiferente y el macrista militante coinciden en un punto. Todos ellos juzgan que el país está cautivo de una supuesta obstinación populista. Anhelan trascender las vecindades de pobres que los rodean, el país «peronista» y sus modales poco sofisticados, los conflictos de clases, la miseria y la queja de la gente cualquiera. Para ello se imaginan volviendo al «mundo de los países serios», a la aventura del desarraigo cosmopolita, o a las purezas de sus inventados templos interiores. Todos ellos conforman el potencial mercado electoral donde se nutre y pesca votos Cambiemos para asegurarse algún tipo de supervivencia después del 10 de diciembre.
Lo paradójico del asunto es que tanto uno como otro (el militante macrista y el yogui tonto) basan sus aspiraciones políticas en un axioma peligroso e imposible: que la Argentina real es una Argentina ilusoria que es posible reinventar desde cero. Digo que este axioma es peligroso porque todo proyecto que exija «tierra arrasada» para concretarse acaba sacrificando a las grandes mayorías populares a la exclusión y al olvido; y digo, además, que es imposible porque esas mayorías despreciadas no permanecerán pasivas y en silencio mientras las minorías iluminadas pretenden reconvertirlas. En una democracia sustantiva, como la argentina, estas mayorías, entre otras cosas, votan, defienden sus derechos, se movilizan. Y la historia nos cuenta que frente al poder autoritario se resisten, se rebelan y luchan.
La tarea que tenemos por delante consiste en explicarle al yogui tonto y al ciudadano indiferente que no basta con descubrir o inventar nuestro Shambala personal en medio del descalabro, sino que debemos asumir el fracaso del país como una derrota y un fracaso propio, propiciando con ello la autocrítica, para empezar a construir una nueva visión para el futuro de la patria de todos.