Una visita a Elysium
Imaginemos una sociedad como la que se describe en la película estadounidense Elysium, dirigida por Neill Blomkamp y protagonizada, entre otros, por Matt Damon y Jodie Foster. Recordemos el escenario que nos plantea el film futurista. El planeta Tierra está superpoblado, sufre las consecuencias de la masificación extrema y la contaminación. Los habitantes de la Tierra están sometidos a la voluntad de las élites de Elysium, un barrio cerrado, entorno espacial, en el cual se refugian los humanos privilegiados que se han beneficiado de un modelo económico a través del cual han logrado, gracias al avance tecnológico, construir un hábitat seguro y un sistema sanitario que los protege de la enfermedad y los peligros del deterioro medioambiental, y de la violencia que produce la injusticia, promoviendo una vida cuasi-inmortal.
La población de Elysium, protegida por fuerzas de seguridad robotizadas, está inmersa en una vida de goces hedónicos y culturales, indiferente a la suerte de quienes viven fuera de su hábitat. El entretenimiento y la espiritualidad les permite ser indiferentes frente al mundo del cual son de todos modos dependientes (mano de obra barata y recursos naturales indispensables como insumos insustituibles para su tecnología avanzada).
Sin embargo, se ha desatado una crisis (no se especifica en el film, pero se deja entrever que es multidimensional: financiera, económica y social – los inmigrantes y el descontento en la Tierra es uno de los factores determinantes) que amenaza la sustentabilidad del estilo de vida que promueve Elysium para sus habitantes.
Sabemos que la política de Elysium se ha caracterizado por la paradójica combinación de (1) una concertada estrategia de explotación indiscriminada de los recursos humanos y materiales de la Tierra que se ha traducido en una dolorosa desigualdad; y (2) un cínico compromiso con los derechos humanos que hace las veces de autocomprensión identitaria de los habitantes de Elysium, quienes a través de ese relato de libertad y respeto a la justicia pueden justificar su estilo de vida frente a la barbarie, delincuencia y terrorismo que los rodea.
Pero las circunstancias dejan al descubierto la superficialidad de ese compromiso cuando Jessica Delacourt (Jodie Foster), quien encarna a una política “realista” dispuesta a convertirse en una “mano de hierro”, decide violar las normas institucionales aliándose con John Carlyle (William Fichtner), CEO de la empresa Armadyne – la cual provee en carácter de contratista los servicios del Estado – para imponer una dictadura que le permita aplastar la rebelión de pobres e inmigrantes sin dar cuenta de sus actos, en una suerte de estado de excepción.
En muchos sentidos, la película es una fiel ilustración de nuestra coyuntura global: (1) un mundo caracterizado por la desigualdad extrema, cuyo equilibrio y gubernamentalidad se funda en una afilada política de seguridad represiva basada en la enorme ventaja tecnológica de los poderosos; (2) la existencia de una élite social y económica protegida por una élite de políticos tecnocráticos que defienden sus intereses, cuya legitimidad se construye a través de un compromiso de boquilla (siempre revisable en función de otras prioridades prácticas) con los derechos humanos; y (3) una ciudadanía privilegiada absorta en sus propios gozos de consumo y espiritualidad.
La Argentina consumista y espiritual
Ahora bien, lo que me interesa en esta nota es pensar en este último punto, con el fin de establecer la complicidad manifiesta de esa ciudadanía absorta en sus goces hedónicos, materiales y espirituales, en la injusticia, la violencia y la exclusión que conlleva el empecinamiento por mantener su estilo de vida.
Para empezar, tenemos que cancelar la falsa distinción entre las actividades consumistas consideradas mundanas, el goce de placeres sensoriales a los que accedemos a través del dinero, u otros goces más sofisticados como el que nos provee el arte o la espiritualidad cuando son interpretados como vías de acceso a horizontes de belleza y de libertad (entendidas en ambos casos de manera filistea) que en realidad suponen una suerte de “huida del mundo”.
Cuando la ciudadanía se convierte en mera población consumista, la distinción entre (1) la alienación que supone el acceso a los bienes de lujo (acompañada de la falsa experiencia de libertad que nos provee nuestra capacidad de compra) y (2) la alienación que trae consigo el ejercicio espiritual de “huida del mundo” (acompañada de la falsa experiencia de libertad que nos provee la capacidad de “fortalecernos” en nuestra “interioridad”), resulta superficial.
El escenario que propongo donde probar mis hipótesis es la Argentina contemporánea. Cualquier otro lugar del mundo serviría para mis propósitos. Sin embargo, la utilización de la Argentina actual como escenario de constatación tiene algunas evidentes ventajas.
Los paralelismos con el mundo imaginario de Elysium son notorias. Por un lado, la desigualdad crónica que aqueja al país, especialmente a partir de mediados de la década de 1970, cuando la dictadura militar dio comienzo a un programa de neoliberalización de la economía inspirado en los llamados “Chicago’s boys” que necesariamente iba acompañada de la destrucción del tejido social con el fin de facilitar su imposición, una sistemática estrategia genocida de desaparición de personas, apropiación de niños y exclusión masiva (con deportaciones forzadas de inmigrantes incluidas, con complicidad de otras dictaduras latinoamericanas de la época que compartían su mismo sesgo ideológico). El gobierno de Mauricio Macri es heredero de esa tradición, que volvió a imponerse, puesta al día, durante el menemismo y el delarruismo y que ahora regresa al país con el mismo beneplácito de una parte de la ciudadanía que aplaudió los tanques, festejó la reelección del Menem ucedeista y votó masivamente a la Alianza llevando al país a la debacle del 2001.
En segundo término, también es notoria la existencia en nuestro país desde la recuperación de la democracia, de una élite política y social que ha intentado minimizar o resistir las políticas más extremas de explotación y exclusión, armada con la retórica de los derechos humanos, entendidos estos en el marco de la justicia social y una representatividad política ampliada. Esta política “humanitaria”, comprometida con el reconocimiento, la redistribución y la representación, ha mostrado sin embargo su fragilidad (e incluso su superficialidad material) al perder las últimas elecciones de 2015 debido al programa de mínimos que presentó en aquella ocasión que fue incapaz de seducir a una ciudadanía cooptada por un malestar de época, y la promesa mentirosa dirigida a las clases medias (hasta ese momento ascendente) ilusionadas con la perspectiva de acceder a Elysium, para luego constatar que su destino era en realidad ser arrojadas a las alcantarillas de una Tierra contaminada y violenta.
La espiritualidad como «huida del mundo»
Al consumo de viajes y bienes que enloquece a quienes han sobrevivido el ajuste se suma la pasión espiritual de autoayuda e “inversión” interior. Los argentinos que se benefician con la crisis o aquellos que aún se mantienen a flote y favorece un “cambio atrasado”, quieren blindar sus almas frente a la inmundicia, injusticia y violencia que los rodea. La meditación y el yoga se han convertido en una oferta atractiva para un electorado obligado a concurrir a las urnas por las leyes que prefiere vivir de manera apolítica.
La meditación y el yoga prometen a sus practicantes amateurs descubrir el mundo interior. Los más avanzados practicantes sostienen exactamente lo contrario: la interioridad es una construcción egocéntrica que debe ser desmantelada para que podamos regresar al mundo.
Sin embargo, con la superficialidad que caracteriza nuestra cultura de masas, las técnicas espirituales son reconvertidas en herramientas de “fortalecimiento” de los egos, con el fin de proteger a los privilegiados de la sucia tarea de confrontar la ilegitimidad de sus estilos de vida en vista a la desigualdad y exclusión que supone su diferencia.
El carácter antipolítico, antidemocrático de la espiritualidad que se asume acríticamente ha sido constatada recientemente entre los adeptos estadounidenses a la cultura asiática del cuidado de sí, que han descubierto espantados que su arrogante indiferencia ante el mundo lindaba con la complicidad en la emergencia de un nuevo fascismo.
Wittgenstein mostró que lo que no puede decirse no debería decirse de ningún modo, dando a entender que debemos estar abiertos a la escucha. El compositor estadounidense John Cage, en el segundo movimiento de su obra 4’ 33’’ (originalmente conocido como 0’00») muestra que el silencio tiene una enorme cualidad expresiva, la que da lugar a los otros.
En esa dirección, mi pregunta a los consumidores privilegiados y a los espirituales de la nueva ola que hoy se refugian silenciosos tras las murallas con las cuales protegen sus transitorias interioridades del barullo y la injusticia del mundo que los rodea:
¿Qué dice vuestro silencio? ¿Dice “salud”? ¿O escucha el llanto de los que sufren?