En busca de la identidad perdida

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El filósofo canadiense Charles Taylor ofrece la siguiente distinción respecto a nuestra capacidad evaluativa como seres humanos. Dice que como los demás animales no humanos, somos capaces de sopesar diversas alternativas a fin de lograr lo que consideramos el mayor beneficio de consumación. Puedo comer helado de fresa o helado de chocolate, debo elegir entre aquello que resulta más atractivo para maximizar mi goce
Pero además de estas ‘evaluaciones débiles’, los humanos pueden realizar evaluaciones más complejas, en las que lo que se considera no son objetos o circunstancias, sino los propios deseos. La ‘evaluación fuerte’ es una evaluación de nuestros deseos. Juzgamos ciertos deseos como nobles o superiores, por ejemplo, y a otros como degradantes o inferiores.

Las evaluaciones fuertes se realizan a partir de contrastes. Decimos que una acción es noble (servir a la nación) porque la comparamos con otra que es degradante (servir exclusivamente al propio interés). Decimos que un deseo es superior (el anhelo de ayudar a nuestros semejantes), porque lo comparamos con otros que son inferiores (la ilusión de conducir un Ferrari).
Las evaluaciones fuertes no son objetos que cuelgan como las mariposas en la cuna de nuestros hijos, sino que constituyen esencialmente nuestra identidad.
Hablar de identidad en sentido fuerte, hace referencia a esas evaluaciones (noble-degradante; superior-inferior; justo-injusto) que constituyen el horizonte a partir del cual reflexionamos y evaluamos como personas.
Incluso aquellos que pretenden escapar a la dialéctica inherente del horizonte moral, se adhieren de modo inarticulado a sus categorías de sentido. Puede que sueñen con eliminar lo superior y lo inferior, lo noble y lo degradante, pero mantienen la dicotomía entre aquello que es el final de las dicotomías y aquello que permanece atado a las mismas.
Los bienes morales que definen nuestras evaluaciones fuertes, son la base sobre la que damos forma a nuestros ideales humanos, aquello que somos o queremos llegar a ser.

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Imaginemos ahora, que por medio de la tortura o un eficaz lavado de cerebro nos forzaran a abandonar todas nuestras distinciones cualitativas, y nos convencieran que lo único que cuenta es la maximización del goce. Imaginemos que nuestros amos acompañaran la tortura con una eficaz terapia post-traumática que nos enseñara a interpretar los repulsivos retornos a dichas evaluaciones fuertes como resabios de una época oscura de ideologías ahora superadas. Imaginemos que la rehabilitación fuera pasearnos diariamente frente a una infinidad de productos diseñados para azuzar nuestros deseos, y para acabar de completar el proyecto educativo, nos pusieran frente a una pantalla en la que diariamente expertos tertulianos discutieran sobre los objetos de nuestros deseos como si fuera la cosa más interesante del mundo, la única verdaderamente importante, y se rieran a carcajadas cada vez que un despistado intentara pensar en los propios deseos y se preguntara, por ejemplo, si son dignos de nuestro favor, o habría que desalentar algunos de ellos en pos de otros fines más nobles.

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Hace décadas que los publicistas descubrieron que el vaciamiento de las identidades a las que se había sometido a la población occidental era un escenario perfecto para ofrecer identidades alternativas, débiles, pero poderosamente atractivas.
Recuperar nuestra identidad es recordar quiénes somos, reconstruir horizontes de sentido que nos permitan juzgar el mundo con ‘profundidad’.
La frivolidad es esa incapacidad radical de hacer distinciones fuertes. Para la persona frívola los únicos criterios que cuentan son los que se fundan en las evaluaciones débiles, las que se fundan en la maximización de sus deseos y sus goces. La persona frivola siempre acaba encontrándose con su propia arbitrariedad e irracionalidad. Después de todo, sobre gustos no hay nada escrito, excepto lo que se dice y lo que se hace, sin más.
La tortura y el lavado de cerebro no son metáforas de nuestro olvido. Son las herramientas utilizadas durante el último siglo por la Gran Empresa, el asaltado poder político y los medios de comunicación, para hacer que nos mantengamos atados a nuestros deseos, incapacitándonos para juzgarlos. De otro modo, no se entiende como algunos pueblos puedan elegir su propia destrucción, y rechazar las posibilidades honradas que se les ofrece para presentar batalla a la indignidad de su frivolidad.