El caso Maldonado
Santiago Maldonado no aparece. La justicia argentina, a todas luces cooptada por el poder político en prácticamente todos sus foros, y en connivencia con las fuerzas de seguridad del Estado, parece estar ayudando a los victimarios a “esconder” el cadáver de la víctima, y parecen querer «plantar» el cuerpo asesinado en territorio mapuche.
Los medios de comunicación hegemónicos, ahora entusiasmados por la fiesta de imágenes que regaló la «invasión y militarización» desproporcional (pero no casual) que las llamadas «fuerzas del orden» desplegaron sobre las chabolas de pueblos históricamente oprimidos y excluidos, instigados (digámoslo) por un juez cipayo que ha hecho gala de su parcialidad, paseándose frente a la cámara fotográfica de los periódicos oficialistas para dar su versión arbitraria y oportunista de los hechos, no parece indignar a la mayoría del pueblo argentino.
Quienes apoyan al gobierno dejan prácticamente sin argumentos a los defensores de la democracia y los derechos humanos en las discusiones, no justamente porque lleven consigo la razón, sino más bien debido a la sordera y la inconmensurabilidad manifiesta de sus cosmovisiones. ¿Qué contestar a un interlocutor que con sorna considera los derechos humanos como un «curro»?
Los estudiosos de la realidad local detectan un creciente micro-fascismo entre los argentinos. Al habitual porcentaje recalcitrante que pide mano dura, sangre, pena de muerte, no solo contra el delincuente que «acecha en las calles oscuras,» sino también contra el laburante precarizado o despedido que ejercita su derecho a la protesta, el empobrecido que se arrima a la indigencia y por ello demanda públicamente el pan para su subsistencia, el defensor de derechos humanos que exige que se cumplan las mínimas de la ley, o las bautizadas «feminazis» que atentan contra «el orden de sana normalidad patriarcal» que, eso si, viola y asesina, a estos históricos recalcitrantes ahora se suman los casuales, cuya complicidad es el resultante premeditado del discurso que replican sin filtro todos los medios, derramando desde las esferas del poder su visión maniquea del mundo que exige respuestas contundentes y dañinas.
Lo haremos desaparecer de la faz de la Tierra
Una ojeada a las noticias del día pinta otro panorama. Se habla de un cambio de época en el mundo. Los motivos para hablar de ese modo son evidentes. Nadie lo ha dicho con mayor claridad en los últimos días que el propio Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres:
“La comunidad global se está desintegrando.”
Y, con ello, las exiguas esperanzas de poner coto a los tres grandes desafíos que enfrenta la humanidad, y que solo pueden abordarse de manera concertada, globalmente: la guerra, la desigualdad socio-económica y el deterioro medioambiental. Mientras tanto, ante otros líderes mundiales reunidos en Nueva York en la sede de las Naciones Unidas, Donald Trump amenaza a Corea del Norte con hacerlo desaparecer de la faz de la Tierra.
En todos los rincones del planeta avanzan las fuerzas regresivas, ampliando la brecha de la desigualdad hasta el coqueteo con políticas explícitamente eugenésicas; promoviendo diversas formas de violencia hasta la amenaza de una conflagración nuclear; y atentando de manera flagrante contra la salud del planeta, indiferentes ante la contaminación y la explotación extractivista que amenaza con convertir la Tierra en un lugar inhabitable.
El voto popular y el sentido de la democracia
En las actuales circunstancias, el voto popular, en cada país del mundo, no solo decide la suerte de sus habitantes en el territorio al cual están circunscritos, sino que esa decisión pasa a formar parte de tendencias globales que, o bien acentúan, o bien contienen las fuerzas destructivas.
El voto a Mauricio Macri es un voto con una clara orientación ideológica. Sus políticas son violentas, alimentan la desigualdad, y claramente atentan contra los esfuerzos ecologistas de una manera flagrante, al borde del negacionismo puro y duro. La absurda pretensión de algunos periodistas de la progresía porteña – que intenta asumir equidistancia- de que el mínimo apego a las formalidades normativas convierte a Cambiemos en una «derecha moderna y democrática,» solo es comprensible en la mente de aquellos que insisten en leer eso, «la democracia,» con anteojos exclusivamente procedimentalistas. La materia democrática está ausente, como se dice en estos días, el macrismo promueve una democracia «de baja intensidad,» inocua. Es decir: una democracia que sea una «no democracia,» pero que en todo caso lo parezca.
En nuestra época, el control casi absoluto de los medios de información y el entretenimiento, y el control de la comunicación cotidiana entre los ciudadanos (ahora devenidos consumidores), sumado a una persecución constatable del opositor (devenido enemigo), no hace de Macri – estrictamente hablando – un dictador en sentido clásico, pero tampoco lo exime de su clara vertiente antidemocrática, aunque haya accedido al poder del Estado a través de las urnas.
La democracia y sus peores emociones
A comienzos de su presidencia, a propósito de la detención ilegal e ilegítima de la dirigente social Milagro Sala, el presidente desnudó su espíritu cuasi-fascista.
La detención de Milagro Sala, dijo Macri, era algo que validaba el pueblo, que sentía, como él mismo, que Sala era una delincuente. «Todos lo sabemos» – sentenció el presidente. Eso explicaba y justificaba su detención arbitraria y la completa ausencia de garantías en su juzgamiento. Lo dijo en un contexto preciso que facilita su interpretación en estas líneas. El gobernador de la provincia de Jujuy, su aliado, Gerardo Morales, archienemigo de la activista social, había deslizado, a través de sus legisladores, la posibilidad de emprender un referéndum que condenara a la “india.” El pueblo decidiría su condena.
La paradoja es notoria. No tenemos nada mejor que la democracia, pero el voto popular no es virtuoso por sí mismo, ni convierte en virtuosos a sus representantes, ni en legítimas sus políticas y conductas. Los ejemplos de esta paradoja se acumulan en estos días, y la historia parece darnos tristemente la razón.
Transitamos tiempos oscuros, en los que la verdad y la justicia han dejado de ser nombres mayúsculos, en los que los derechos humanos son objeto de burla, donde las masas atemorizadas festejan la brutalidad estatal, inconscientes de lo que eso implica y lo que ello les deparará, individual y colectivamente, en un futuro no muy lejano.