¿Estado de excepción?

La tercera ola 

Tedros Adhanom Ghebreyeus, el presidente de la Organización Mundial de la Salud, ha advertido que la «tercera ola» de la pandemia será especialmente agresiva con las personas más vulnerables del planeta. Si en los países ricos de la Unión Europea la pandemia se ha desatado con los gobiernos con el paso cambiado, con escasez de recursos, y una desorganización y des-coordinación que está haciendo estragos, la falta de previsión en los países más pobres, y la des-coordinación a la hora de implementar las estrategias de contención o destinar recursos, puede hacer que la tragedia se vuelva aún más letal.

La decisión del gobierno de Alberto Fernández de imponer una cuarentena obligatoria a toda la población es una buena noticia. El ejemplo italiano y español demuestran que las dilaciones se pagan caro. Los muertos se multiplican exponencialmente con el correr de los días, y los costos socio-económicos se acumulan con cada día que pasa sin tomar medidas contundentes para contener la expansión de un virus que, repitámoslo, no es una gripe, ni se transmite como una gripe, además de haber dado muestra de un nivel muy alto de contagio, especialmente cuando no se hace nada para interrumpir la cadena de transmisión. El caso español, una vez más, es una evidencia de lo que no se debe hacer. El gobierno argentino ha tomado buena nota, y está haciendo sus deberes. La oposición, por el momento, acompaña.

Sin embargo, como advierte el presidente de la OMS, la amenaza letal que afecta «teóricamente» a todos por igual, se cebará con mayor violencia sobre las poblaciones vulnerables. Para empezar, cuando dibujamos con trazo grueso el mapa del mundo, para las regiones pobres, como África, se prevé una catástrofe humanitaria de dimensiones colosales, a menos que se logre articular una respuesta. Hasta el momento, África ha detectado solo 600 casos en todo su territorio, lo cual representa un número insignificante si se lo compara con los miles con los que cuenta cada uno de los países europeos. Sin embargo, debido a la escasez de pruebas a la población, el dato no resulta verdaderamente significativo.

El centro y la periferia

Ahora bien, un dibujo más detallado nos obliga a trazar otras líneas de vulnerabilidad. Efectivamente, la desigualdad mata. Incluso en una ciudad como Barcelona, en épocas de «normalidad», la esperanza de vida difiere de un barrio a otro entre 5 y 8 años. Las razones son obvias. Si esto es así sin una amenaza global en el horizonte, se potenciará en momentos en los que vivimos.

En este contexto, cobra significación la afirmación de Pedro Sánchez, presidente de la coalición de gobierno PSOE-Unidas Podemos, de que «no se abandonará a nadie». Lo cual, bien visto, pone en evidencia el abandono sistemático de amplios sectores de la ciudadanía que ha caracterizado a todos los gobiernos españoles (y aquí incluyo a los gobiernos autonómicos) en las últimas décadas, obedientes con los axiomas de la ortodoxia neoliberal.

En América Latina, el trazo grueso de la desigualdad es sistémico, aún cuando es justo reconocer que el gobierno de Macri y sus aliados radicales han hecho estragos en la población más vulnerable, extendiéndola cuantitativamente, y debilitándola cualitativamente hasta convertir las cifras de pobreza e indigencia en números vergonzantes. En estos sectores, la pandemia, en caso de no contenerse, producirá también una tragedia.

¿Qué implica un estado de alarma?

Por otro lado, mientras las corporaciones farmacéuticas compiten por encontrar una respuesta contra el virus y el diseño de una vacuna, los Estados y las organizaciones humanitarias se enfrentan a un desafío desconocido. Para los sectores más vulnerables el confinamiento es más difícil o incluso imposible de implementar sin un cambio de paradigma. En las últimas horas hemos sabido, por ejemplo, que la policía local en Catalunya, ha multado a personas en situación de calle (indigentes) por incumplir el decreto de confinamiento. El absurdo de la noticia pone al descubierto la complejidad a la que nos enfrentamos. Estamos hablando también de sectores de la población que sufren profundas carencias previas, y que, por ello mismo, además de la asistencia sanitaria, exigen, ahora mismo, la implementación de políticas de integración que hagan viable las estrategias de contención que afectan a la sociedad en su conjunto.
El gobierno español ha dado muestras de que es posible poner en cuarentena al sacrosanto derecho de la propiedad privada. El ejecutivo se ha hecho, en un parpadeo, con el control de los servicios de sanidad privada para enfrentar la crisis y ha confiscado recursos en manos de especuladores por razones de salud pública.

También ha impuesto una moratoria hipotecaria a los bancos, además de prohibir a las empresas de servicios la interrupción de suministros esenciales para la población. En momentos en los que recibimos noticias de la extensión de facto del período de cuarentena por parte del gobierno, que en las últimas horas ha ordenado el cierre de todos los alojamientos hosteleros del país y avanza sobre algunos de ellos para recluir a los contagiados ante el colapso del adelgazado sistema hospitalario, resulta de sentido común garantizar un ingreso básico a las familias para que puedan enfrentar lo que se viene.

¿Para qué sirve la democracia?

Pero medidas de este tipo exigen otra mirada por parte de la sociedad. Como señala el filósofo argentino Ricardo Forster, “los mitos fundamentales de nuestro imaginario contemporáneo se derrumban estrepitosamente junto con la expansión de la pandemia”. Y se interroga:

«¿Quién nos protege ahora que el Estado ha sido jibarizado con la anuencia de los mismos que hoy le exigen a los gobernantes que se hagan cargo de subsanar lo que ellos desarticularon?»

No se pueden exigir medidas de crisis, sin conceder poderes extraordinarios que pongan en entredicho los fundamentos míticos de nuestras sociedades neoliberalizadas. El desafío consiste, como señala Mario Wanfield en Página12, en encontrar el equilibrio entre decisionismo y diálogo, pero sabiendo que ese equilibrio es visualmente asimétrico. El Estado debe imponer su respuesta con la legitimidad que exige la supervivencia de su población, especialmente, la de los estratos más vulnerables.

En ese sentido, tanto en España como en América Latina, la presencia policial y militar debe disuadir, no solo ni especialmente a los ciudadanos de a pie, quienes, como hemos visto, son propensos a desoír las advertencias de las autoridades sanitarias, sino y con mayor énfasis, a los sectores privilegiados de la sociedad que se resisten, no solo a quedarse en casa, sino a desatener su responsabilidad social, aferrados a una visión hoy ya caduca de lo que implica ser una persona en un mundo integrado e interdependiente en peligro, y la responsabilidad que ello supone.

El poder del ejecutivo, y del sistema democrático en su conjunto, debe mostrar su fuerza y su determinación frente al poder corporativo, cuando este intenta, como ocurrió en el pasado reciente, sacar tajada de la crisis o eludir la responsabilidad que supone para ellas su integración en una economía que, por vez primera en las últimas décadas, debe priorizar la integridad de la ciudadanía por sobre los intereses del capital.

Wolfgang Streeck explicaba recientemente, y así lo hemos comentado en algún post anterior, que en las sociedades contemporáneas se enfrentan por hacerse con el poder de decisiones (1) la democracia del pueblo vs (2) la democracia del mercado. En un momento de crisis como el que vivimos, la democracia del pueblo debe prevalecer, y las élites que toman decisiones a espaldas de las mayorías, deben ser forzadas, si es necesario, a obedecer el mandato soberano, especialmente cuando lo que está en juego es la vida misma.

Habrá quienes piensen que afirmaciones de este tipo animan a un autoritarismo desbocado. Lo cierto es, en cualquier caso, que la democracia, entendida como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, exige en estos momentos un cambio de rumbo, una reorganización de nuestras prioridades, acentuar el cuidado de los más débiles, los abandonados, y no solo por ellos, sino por el bien de todos. Y eso significa dejar atrás una época atrapada en el malsano ensueño de una libertad arbitraria, reservada exclusivamente para los dueños del dinero.