El Juez Federal Claudio Bonadio pidió ayer al Congreso el desafuero de la senadora recientemente electa y expresidente de los argentinos, Cristina Fernández de Kirchner. El propósito es detenerla preventivamente por el delito de “traición a la patria” – un crimen, dicho sea de paso, que solo ha sido objeto de procesamiento y condena en una única ocasión en toda la historia del país: en 1936.
El asunto es conocido por todos: el punto de partida es la famosa denuncia del fiscal Nisman (dos veces rechazada por los tribuntales) contra la expresidente y otros funcionarios y militantes kirchneristas. La hipótesis es la existencia de un complot internacional, materializado en la firma de un memorándum del gobierno argentino con el de Irán. El juez Bonadio considera que Argentina estaba en una situación de guerra no declarada con Irán. El atentado, según su hipótesis no probada en modo alguno, señala al gobierno iraní como el principal responsable. De ese modo, la estrategia de Bonadio confluye de manera perfecta con el relato de Trump, Netanyahu y los líderes saudis. De acuerdo con el gobierno de Cristina Fernández, por el contrario, el objetivo de los acuerdos era, exclusivamente, el intento por destrabar la parálisis de 20 años en las investigaciones judiciales en torno al mayor atentado terrorista cometido en toda la historia del país. Una investigación que estuvo a cargo, entre otros, del propio juez Bonadio, quien fue separado de la causa por petición explícita del fiscal Nisman en su momento. La acusación de Nisman apuntaba al cajoneo de la causa y el favoritismo de Bonadio a sus «amigos», entre ellos, el exjefe de policía de la metropolitana de Mauricio Macri, el «fino» Palacios y otros secuaces.
La decisión de firmar el memorándum recibió en su momento la aprobación de las dos Cámaras en el Congreso. No se trató de una operación secreta, sino abiertamente discutida por la opinión pública. Por otro lado, es bien sabido que nunca se implementó, por decisión del propio gobierno iraní, ni produjo efectos que beneficiaran de modo alguno a los sospechosos que se pretendía indagar gracias a la firma del acuerdo. Los responsables de Interpol, por ejemplo, testimoniaron que ninguna de las órdenes de detención internacional contra los denunciados fue suspendida o cancelada debido a la firma del documento bilateral.
Evidentemente, estamos hablando de un caso extremadamente complejo. El atentado en Buenos Aires causó la muerte de 85 ciudadanos argentinos. En la trama se involucró en su momento a Siria y a Irán. Pero no son pocos los que señalan con su dedo al gobierno israelí y estadounidense. Muchos consideran que sus respectivas embajadas y servicios de inteligencia en Buenos Aires obstruyeron el caso judicial o lo dirigieron desde detrás de las bambalinas. El caso Amia, por lo tanto, tiene todos los condimentos para una ficción de acción: el brutal atentado terrorista, las tramas de espionaje y contraespionaje, los asesinatos posteriores, las escuchas ilegales, altos funcionarios hipotéticamente involucrados en ambos lados del espectro político, jueces y fiscales corruptos, un fiscal suicidado (o asesinados, según el gusto o utilidad de los usuarios en disputa) convertido en héroe o paradigma de la corrupción de los tribunales argentinos, adicto a la prostitución de alto standing, un tren de vida inexplicable para un fiscal, conexiones con multimillonarios, fondos buitres y operadores mediáticos, etc. En síntesis: un entramado que ensombrece los guiones de series cinematográficas como Misión imposible, Bourne o el agente 007.
Baste recordar que actualmente se están juzgando en un tribunal de Buenos Aires a 13 individuos estrechamente relacionados con el poder político actual, por el encubrimiento del atentado que costó la vida a 85 ciudadanos argentinos. Entre los procesados destaca, como ya dijimos, Jorge Alberto “Fino” Palacios, quien acompañó en un procesamiento por asociación ilícita y escuchas ilegales al propio Presidente Macri. La causa contra Macri y sus secuaces fue desestimada un día antes de que ocupara (y para que ocupara) la Casa Rosada.
Mientras en Medio Oriente se desata la furia por la decisión del Presidente Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel, desbaratando la mesa de negociación arbitrada por los Estados Unidos desde los acuerdos de Oslo, y el mundo se prepara para una nueva ola de violencia palestina como respuesta a la ofensa y la represión sanguinaria por parte del Estado de Israel y otros países árabes, ahora aliados contra el régimen iraní, en Argentina, el juez Bonadio ordena la detención de una expresidente (por el momento protegida por sus fueros), confirmando de este modo la versión del fiscal Nisman de una compleja trama que señala a Irán como el principal sospechoso de los atentados en la sede judía en Buenos Aires.
Estos hechos no están necesariamente conectados materialmente, pero son parte de un mismo rompecabezas geopolítico. El gobierno argentino fue de los primeros gobiernos mundiales en reconocer y acompañar la decisión de Donald Trump, pese a las críticas que ha recibido (i) por parte de los más altos representantes de las Naciones Unidas, (ii) pese a que haya sido convocada una reunión de urgencia del Consejo de Seguridad por la gravedad que supone dinamitar la mesa de negociación, y (iii) pese al tono elevado de la comunidad internacional y, en especial, de los representantes de los países miembros de la Unión Europea criticando duramente la decisión. Una decisión que está en continuidad con otras decisiones anteriores del gobierno de Estados Unidos, ofuscado con las organizaciones y tratados internacionales, y decidido claramente a adoptar la unilateralidad desacomplejada como nueva estrategia en sus relaciones exteriores.
Con respecto al pedido de Bonadio de detención de Cristina Fernández de Kirchner y la detención efectiva de otros miembros de su gobierno y militantes de su espectro político, son muchas las voces que se han alzado para defender el Estado de derecho y la democracia en Argentina. El antecedente de Milagro Sala en Jujuy fue solo un caso entre muchos otros casos anónimos para la opinión pública en los cuales ha brillado la arbitrariedad judicial al servicio de la persecución ideológica.
El uso arbitrario de las prisiones preventivas para perseguir a opositores políticos (que en ningún caso han desafiado las decisiones judiciales), sumadas a las reiteradas amonestaciones de organizaciones y organismos internacionales sobre el amenazante peligro de desembocar en un estado de excepción jurídico en Argentina, parece confirmar una sospecha largamente anunciada y menospreciada por una parte de la población argentina que se niega a reconocer, o sencillamente festeja, el rumbo despótico de la nueva dispensación: Argentina se está convirtiendo peligrosamente, pese al formalismo electoral y el retorcido procedimentalismo que se pretende respetar, en un país gobernado de manera autoritaria.
La actuación de los periodistas de los medios masivos es otra señal de alerta. Incluso entre aquellos que han puesto el acento en las “anomalías” antidemocráticas de algunas actuaciones gubernamentales, el miedo se les evidencia en el cuerpo. Sus críticas se expresan con cuotas notorias de autocensura. Cuando se formulan, siempre son acompañadas con apiladas excusas y sospechosamente se justifican asumiendo públicamente, como contrapartida, gestos de antipatía contra la oposición política para contentar a los nuevos amos de la tierra. La intención es clara: eludir los castigos que se reparten con eficacia a quienes ocupan la esfera pública y no se atienen a las partituras oficiales.
La proscripción de facto de una parte de la oposición política kirchnerista en Argentina, pese a la densidad de su presencia entre los electores y su cuantía en términos de votos, es difícil de soslayar. La decisión de Bonadio y el beneplácito por defecto del gobierno con su silencio, convierte la censura implícita en el espacio de discusión pública, en jurisprudencia.
El macrismo necesita legitimidad jurídica para avanzar en sus controvertidas decisiones políticas (algunas de ellas francamente discutibles a la luz de la legislación y la jurisprudencia vigente). Eso significa afianzar un modelo normativo que le permita a largo plazo criminalizar las posiciones ideológicas de sus contrincantes políticos. Para ello necesita consolidar un poder jurídico-mediático que le sea fiel ideológicamente y que lo acompañe en el proceso de «reconstrucción nacional» que se ha propuesto.
El ataque de Bonadio (un verdadero casus belli) es tan grave, que convierte «la grieta» en un mero eufemismo frente al conflicto abierto e irreconciliable que, de proseguir en esta senda, se traducirá en más sangre. Porque la sangre política ya corre en la Argentina de Macri. El intento por minimizar los homicidios y asesinatos recientes en el sur (incluido el de Santiago Maldonado, cuyo ahogo se produjo en un operativo ilegal y violento que aun exige responsabilidades), no disminuye la herida abierta en la memoria colectiva por estos y otros casos menos resonados, y agiganta el sentimiento de ofensa que supone el intento de silenciamiento de los líderes políticos populares a través de una justicia cuestionada.
En línea de continuidad con las dictaduras militares que le antecedieron, el gobierno de Mauricio Macri ha desatado su propia guerra ideológica. No se trata de perseguir crímenes o condenar la corrupción, se trata de criminalizar ideas y perseguir ideologías en una caza de brujas que continúa preparando el terreno para un nuevo capítulo de violencia política en la Argentina.