La «crisis de refugiados» – como se la ha bautizado, ha puesto en jaque el imaginario europeo. Nadie duda (seriamente) de la responsabilidad que tiene la propia Europa (su política exterior) en las circunstancias que han suscitado la tragedia. Nadie duda tampoco que la política migratoria ha resultado un fiasco que puede llegar a convertirse en una tragedia histórica que hunda definitivamente los ideales que alguna vez alimentaron la auto-comprensión de Europa, y con ello el músculo de su Unión.
Nadie duda que la acumulación de errores en este sentido ha dado lugar, y están acelerando el proceso de «desintegración» que padece la unión. El Brexit es, en parte, producto de una campaña deshonesta de los «populistas» británicos, pero fundamentalmente, es el resultado de una serie de circunstancias a la que han contribuido los tecnócratas al mando, por un lado, y los titubeos de una izquierda fantasmal, incapaz de hacerse cargo de la responsabilidad frente a una crisis que, prologándose en el tiempo, y afrontada con mano de hierro por el Bundesbank, amenazaba con destruir el frágil constructo identitario de los pueblos de Europa.
Por ese motivo, vale la pena regresar brevemente al dilema que enfrentamos sintetizando las posiciones extremas del debate implícito que subyace a la crisis de refugiados. La pregunta es, en principio, simple y milenaria: ¿Qué es Europa?
Los pensadores más conservadores e idealistas se han desvivido por plantearla en términos abstractos de mil maneras, despojándola de las complejidades que encierra su actual encarnación contemporánea, enfatizando un legado político-cultural – de ambigua relevancia en este caso – mientras sus contrincantes en el debate desacreditan las idealizaciones restauradoras endilgándole el mote de mera ideología negacionista (en el sentido marxista del término).
Para los primeros, Europa no es un territorio, un accidente geográfico, un conjunto variopinto de poblaciones humanas asentadas en un perímetro más o menos reconocible. Por el contrario, para este primer grupo, Europa es antes que ninguna otra cosa una suerte de ideal cultural, moral y político. El cual puede ser entendido en términos soteriológicos o espirituales; o bien puede ser reducido a una elevada meta histórica intramundana cuando se practica una suerte de autocontención discursiva secular. Europa, nos dicen, es el producto de una herencia única, la confluencia de un matrimonio – el de Atenas y Jerusalén, cuya proyección se extiende a todo lo largo y ancho del planeta. Europa está llamada a ser, en el más febril de los ensueños, la Tierra misma.
Para otros, en cambio, Europa es una suerte de «logo», una marca registrada, detrás de la cual se esconde el capital financiero, infiltrado en el entramado político-institucional con el fin de facilitar su operatividad, quebrar las resistencias sociales que aún alimentan el anhelo de recuperación del estado de bienestar, de una política redistributiva más justa e igualitaria, y una política democrática más radical.
La crisis de refugiados se ha convertido indudablemente en el más serio desafío a la concepción idealista de Europa, y la más nítida evidencia del carácter ideológico detrás de su retórica etnocéntrica. Sin el pretendido compromiso de modelarse a sí misma a la luz de los ideales ilustrados y los derechos humanos, Europa es simplemente «ideología», y las políticas abocadas a su expansión y consolidación pierden toda otra legitimidad que no sea el poder mismo: la mera excepcionalidad que impone el antagonismo con otras regiones del mundo en esta lucha de civilizaciones a la que ha sido reducida la política exterior.
Por ese motivo, cuando pensamos en la crisis de refugiados, y nos detenemos ante las reacciones políticas y sociales que está suscitando a lo largo del continente el dolor y la injusticia que padecen tantos millones arrojados a un océano de vulnerabilidad; cuando constatamos que, atemorizados por la inseguridad y la escasez de la crisis económica, nos resistimos al cumplimiento de nuestras propias promesas de respeto a la humanidad y nos entregamos sin filtros a la xenofobia, el racismo y la discriminación; resulta tan perturbador. Los refugiados nos obligan a mirarnos frente al espejo. Y al hacerlo, nuestro reflejo horada la pretensión de una falsa identidad, de una historia y un destino común traicionado. No somos lo que pretendíamos ser. Y eso nos enoja y nos violenta. Todos los horrores de nuestro pasado se cristalizan en los íconos trágicos que ha ido construyendo esta crisis, todas nuestras dudas acerca de la sociedad que estamos construyendo salen a la luz como monstruos nacidos en una pesadilla.
La crisis de refugiados se ha convertido en el talón de Aquiles de la construcción europea. Sin embargo, cabe advertir que no son las «invasiones bárbaras», los ejércitos de terroristas, las bombas en Madrid, Londres y París, las que ponen en cuestión quiénes somos, sino la dureza de nuestros corazones y las limitaciones de nuestra inteligencia que, obstinadas en el miedo, están haciendo trizas el sueño de Europa.