Estamos entrando en una zona de extrema peligrosidad. Ahora mismo, cualquier evento puede servir como detonador para una catástrofe social de dimensiones difícilmente mensurables de manera prospectiva. Los signos son ostensibles. La exacerbación del odio, el vilipendio continuado, la completa ausencia de medida a la hora de juzgar las actividades de los contrincantes políticos, transformados de manera rotunda e irreversible en enemigos, todo esto nos recuerda las peores épocas de nuestra historia.
Bastaría con echar un poco de inteligencia sobre los proyectados delirios que aviva el poder mediático y escuchar con una dosis de sentido común lo que repetimos con liviandad para comprender que el país que retratamos es una imposibilidad. No existen los demonios perversos que despiertan nuestros temores y nuestros peores instintos. Como en otras épocas, somos víctimas de nuestra ignorancia y la sugestión a la que nos someten los que necesitan hacernos creer que la democracia no vale la pena en estas circunstancias.
El odio distorsiona la inteligencia. No necesita verdaderos argumentos para dibujar sus resentimientos y venganzas. Le basta con echar combustible en el fuego que el malestar ha encendido en nuestro interior para convertir en un incendio nuestra realidad.
Pero hay que ser precavidos. La ingenuidad no es buena consejera en estos trances. Porque, aunque es cierto que el odio no tiene una base rotunda que lo sustente y está llamado, tarde o temprano, a mostrar su rostro mentiroso cuando así lo demande la historia, ahora mismo tiene un poder destructivo aterrador.
Mientras se encuentre contenido en los estrechos círculos de la consciencia individual, el odio arrecia el refugio interior de la persona despojándolo de toda felicidad. Pero cuando el odio se manifiesta públicamente, las consecuencias resultan letales.
Hemos llegado a un punto en el cual el odio ha dicho presente. Ya no se avergüenza de su ridiculez. Muy por el contrario, los retorcidos rostros poseídos por el demonio de la rabia y el resentimiento se dejan ver orgullosos. Se exhiben los unos a los otros como gestos de pertenencia y distinción. Las mandíbulas apretadas, el insulto fácil, el gesto burdo se ha hecho carne en las clases enfermas que ahora deambulan por los espacios públicos esperando la ocasión para mostrar su bravura y repugnancia.
Nace un nuevo sujeto. Un sujeto rencoroso que no le hace asco a la violencia porque se siente violentado, aturdido, amenazado, fragmentado por la manipulación concertada que ejercitan los dueños del discurso que consumen. Un sujeto, a un mismo tiempo, consciente de su poder y su impotencia. Poseído por la arrogante pretensión de ser libre, cuando en cambio se encuentra sujetado de manera apretada, colonizado de manera segura, por sus dueños. Este sujeto que aún no sabe quién es, que aun en su adolescencia se debate por darle un nombre a su nombre insignificante, se revuelve en su asiento, molesto ante el extravío de conjuntarlo con los “extras” entre los que convive en esta tierra de morochos turbios e incontrolables que este gobierno impostado es incapaz de disciplinar.
El odio tiene la mirada velada. Se alimenta de lealtades y silencios cómplices. Se aborrece al otro porque en lo proyectado en el otro vemos lo que somos: corruptos, feos, mentirosos, oportunistas, mediocres, incultos, impostores. Es el odio hacia el espejo de nuestra alma. El odio corrosivo que no encontrará su paz hasta no alcanzar la aniquilación del otro, mi alter ego.
El demonio está haciendo de las suyas, para él no hay sangre derramada que lo sacie. En estas circunstancias se necesita un patriotismo que las pugnas partidarias no permiten expresar. Una cordura que las exigencias electorales del todo o nada obstaculizan.
Puede que haya llegado la hora de rezar. Pero, ¿A quién dirigiremos nuestras oraciones? Será un Dios desconocido, un Dios desprejuiciado que no haga oídos sordos a la historia. Un Dios que se apiade de los justos y los pecadores, pero que no vuelva a darle al Cesar lo que prometió largamente devolver a los sufrientes. Puede que ese Dios ya no exista, que haya muerto, junto al otro, el Dios de la falsa decencia que en la orgía de su crueldad vuelve a querer pisotear nuestros anhelos de un mundo más justo.