Fratricidios

Vivimos una época que exige más inteligencia y más corazón del que habitualmente invertimos en nuestras vidas. La pandemia ha desnudado rincones oscuros en nuestras sociedades que, agazapadas durante mucho tiempo detrás del conformismo que impone la normalización de la vida social, ahora muestran su rostro horrible, vociferante, patotero, enloquecido. 

Roto el «contrato social» que el mercado, en su normalidad de injusticias y desigualdades impone institucionalizando el orden de clase que impera en nuestras sociedades, emerge la frustración y la ira, la sed de venganza, y la amenaza de volver al todos contra todos. 

De este modo, el orden visionado por la razón liberal muestra su límite. Nos aproximamos peligrosamente a condiciones que exigen un «estado de excepción». Las derechas lo huelen y anuncian que están dispuestas a dar el paso hacia lo prohibido. La democracia cruje. Los sectores populares exigen la protección y el derecho a defenderse que en raras ocasiones los gobiernos de consenso están dispuestos a conceder. 

Todo esto prueba lo que siempre supimos. La convivencia «democrática» basada en la debilidad de los consensos que se promueven exclusivamente en el marco de la pugna de intereses sectoriales a expensas del bien común, no resiste una pandemia.

Avanzan, por lo tanto, el racismo, la xenofobia, la misoginia, el fanatismo religioso o espiritualoide, el voluntarismo, el moralismo y el fatalismo en política, el sálvese quien pueda, la huida del mundo, el tribalismo en cualquiera de sus formas, étnico-nacionalista, religiosa o clasista.

En ese marco, las posiciones cautelosas, aparentemente precavidas, titubeantes, que piden diálogo y consenso dejan de escucharse. En el tumulto, los mensajes apaciguadores no resuenan. 

Frente a quienes pretenden incendiar el espacio de convivencia queriendo sacar ventaja en río revuelto, la paciencia se interpreta como traición. 

Se dan vuelta las bazas. Ahora son los cautos quienes exigen mano dura contra quienes atacan el orden de contención que débilmente manufacturan las instituciones. El enfrentamiento está servido. Razones no faltan. 

La «grieta» adquiere una apariencia sustantiva. Se coagulan en las orillas sus límites relativamente porosos hasta convertirse en impermeables. El atrincheramiento disuelve la identidad colectiva. El virus de la violencia y la guerra intestina comienza su proceso de multiplicación que, eventualmente, se expandirá por todo el organismo. 

La curva de los contagios, y el abismo emocional al que nos abocamos a medida que incineramos a nuestros muertos, entumece a la razón y endurece el alma. El temor (consciente o inconsciente), expresado como autoprotección obsesiva o temeridad manifiesta se convierte en un elemento corrosivo de las relaciones sociales. 

Sin «patria» o «matria», sin «humanidad», sin el otro infinito que exige mi responsabilidad moral por su sufrimiento, solo queda recomendarse a los dioses. Pero, como sabemos, porque así lo enseña la historia, los dioses no parecen haber estado nunca particularmente preocupados por nuestros fratricidios.