Grecia: «Synthome» o anomalía?

Dejemos la disputa en torno a la descripción de los hechos a los profesionales del asunto. Concentrémonos en lo que creemos es el aspecto determinante de los sucesos. Para ello, comencemos con una breve ilustración que puede clarificar nuestra perspectiva.

Si llegamos a un pequeño pueblo en una mañana de luto en la cual sus habitantes acompañan a los familiares y amigos de un difunto al camposanto, la falsa impresión que la imagen transmite es que el difunto es una suerte de anomalía en el curso cotidiano de los hechos.

Los propios protagonistas se enfrentan al cadáver de ese modo, reverenciándolo como a un rey. Sin embargo, una breve reflexión sobre el suceso pone de manifiesto la universalidad que oculta la falsa excepcionalidad. Todos y cada uno de los partícipes del acto funerario ocuparán en su momento el lugar privilegiado del muerto actual. La distorsión epistemológica oculta la verdad de nuestra finitud al convertir en extraordinario un suceso que forma parte constitutiva de nuestra naturaleza humana. La cosmética funeraria nos permite continuar con nuestra vida diaria como si nada “fundamental” hubiera pasado.

Lo cierto es que la muerte del otro debería ser un espejo en el cual se reflejara nuestra propia muerte. Esta, a su vez, debería servir como acicate para reordenar nuestras prioridades en vista a nuestra auténtica realidad. Pero bien sabemos que, después de una breve conmoción, la mayoría de nosotros olvidamos el acontecimiento para continuar bregando con nuestros asuntos más o menos importantes.

Sabemos que la muerte forma parte de la vida (y en eso consiste la otra estrategia habitual frente a la misma: reducirla a mero suceso biológico), pero acertadamente sospechamos que la muerte irrumpe con la nada en el ser, amenazando con nihilizarlo enteramente. Frente a la muerte, las cosas “valen” bien poco o casi “nada”.

La muerte amenaza la totalidad de las relaciones sociales. Reduce peligrosamente la legitimidad del orden constituido haciendo caducas las jerarquías que sostienen la ficción comunitaria (frente a la muerte todos somos peligrosamente iguales). En la muerte la individualidad se cancela. El cadáver (el regreso al polvo indiferenciado de la carne), trastorna el orden de los nombres. Los nombres humanos están asociados a los rostros que los portan. La muerte transfiere las nominaciones a las efímeras construcciones imaginativas que habitan la memoria. El esfuerzo colectivo, el ritual conmemorativo, consiste en realizar dicha transferencia desde lo físico-material a lo psíquico. La vida anterior de los muertos se condensa en un relato que intenta vanamente rescatar su “haber sido” del incontenible poder destructor de la nada.

Sea como sea, la muerte es nuestro destino común e inescapable. Ningún esfuerzo nos ahorrará el trance. Nuestra individualidad en el sistema-mundo está condenada a su irreversible desaparición.

De manera análoga, los esfuerzos mediáticos que acompañan a la troika oficiante en el funeral griego están dirigidos a aplicar una cosmética que contenga las amenazas nihilizantes que trae consigo el acontecimiento. La función de la labor es doble y aparentemente contradictoria. Sin embargo, resulta eficaz para contener el verdadero “sentido” de la crisis a la que nos enfrenta el descalabro.

Por un lado, se trata de naturalizar la catástrofe aduciendo mecanismos inherentes del sistema. Desde esta perspectiva, los “ajustes” forman parte de la dinámica correccional que exige el capitalismo para lograr su propia continuidad. De este modo, los agentes sociales son “convencidos” que la amenaza no debe impactar de modo alguno en las estructuras que sostienen el orden social. Se trata de hacer el luto y continuar como si nada hubiera ocurrido.

La segunda estrategia consiste en apelar a la extraordinariedad de los sucesos de un modo perverso. El tipo se murió, pero dicen que lo que causó la muerte es que fumaba mucho, era un bebedor empedernido o tenía un mal talante (lo cual – explican – es causa de cáncer). Cualquiera sea el veredicto que el peritaje popular haga del asunto, lo cierto es que el tipo se murió porque los tipos y las tipas se mueren, independientemente de sus estilos de vida.

Ahora bien, de manera análoga a lo que ya hemos dicho, los sucesos pueden llevarnos a comprender el “acontecimiento-crisis” como un “symthome” que revela la constitución y sentido último del capitalismo; o bien puede llevarnos a adoptar una perspectiva superficial sostenida por una estrategia de ocultamiento que nos evite una “transvaloración de los valores” imperantes.

Grecia es un cadáver en la mesa del capitalismo. Echado el muerto, cabe reflexionar qué deseamos hacer (nosotros los vivos) con el tiempo que nos queda.

La “troika” pretende obligarnos a olvidar el verdadero sentido de esta muerte. Los ajustes, como las prácticas de luto, son un llamado a continuar transitando el mismo rumbo. Nuestra tarea, para muchos incomprensible, es permitir que la nihilidad que el acontecimiento-muerte inyecta en el actual sistema-mundo se expanda hasta alcanzar los límites de esa esfera de la realidad epocal que es el capitalismo. El propósito, como decíamos en entradas anteriores, es permitir que el acontecimiento-Grecia, entre otros, muestren en su desnudez la brutalidad esencial que oculta el rostro amable que el capitalismo se esfuerza en transmitir a sus víctimas, acompañado en su tarea por la publicidad, los mass-media y la expertise académica.