La gente elige cómo comportarse, vive la vida tal como eligió vivirla, y sufrirá tarde o temprano las consecuencias que traen consigo esas decisiones. Así de simple.
Después están las circunstancias que nos tocan vivir, que solo pueden explicarse aludiendo alternativamente a los misterios que encierran la parábola de los dones, la teoría del karma y la mera fortuna. Quién sabe…
Lo importante, sin embargo, sigue siendo lo primero, cómo elegimos comportarnos, porque es en nuestro comportamiento que definimos quiénes somos y en qué queremos convertirnos. Ya puede ponerse uno el traje y la corbata, o los hábitos de un monje, sacar pecho de gimnasio o hacer una mueca servil a las alturas trascendentales, pero lo que nos define es la conducta, lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.
Ahora bien, el problema que tenemos es que la apariencia de las cosas, el modo en el que se muestra la vida a la persona corriente es falsa como una moneda falsa: si lo único que podemos imaginar es el aquí y el ahora, la tentación del mal es cautivadora. El aquí y ahora es la prisión egocéntrica y egoísta que de manera retorcida repite hasta el hartazgo el mantra del ignorante: solo existo yo y mi mundo, el ojo y la imagen visual de mi ojo, mi felicidad y mi sufrimiento.
En cambio, si puedo imaginar otros mundos, habitados por otros individuos como yo, que también aspiran a la felicidad y a poner fin al sufrimiento, el poder de la mirada egocéntrica disminuye, y con ello el egoísmo rampante que le va a la saga.
Al problema de la autopercepción egocéntrica hay que sumar la complicidad social que festeja el arrebato prepotente y lo caracteriza como valor o inteligencia. Los cobardes se unen a los déspotas en busca de protección y alivio. El déspota perpetra el mal, destruye la lógica del amor, convirtiéndola en la lógica de la conveniencia, y pone a la comunidad en guerra consigo misma.
Necesitamos una suerte de «tercer ojo», no solo para ver lo que es invisible a los ojos corrientes que solo ven colores y formas, sino para entender lo que nos deparan nuestras decisiones y lo que nos trajo hasta esta encrucijada. La persona despiadada, inescrupulosa, olvida este pequeño detalle: el tiempo no perdona. La verdad de tu pecado actual te espera irremediablemente en algún futuro inescrutable con su espada vengadora.
Michael Handke es un director oscuro. Sus películas siempre nos dejan un sabor amargo y nos rodea con un halo de inquietud. En sus historias retrata brutalmente la decadencia de la vida burguesa europea (aunque es aplicable a las burguesías locales de otras latitudes) enfrentándonos a lo más horroroso: la naturalización del horror.
En su último film, «Happy end», en uno de los nudos del entramado morboso que despliega para mostrar la pornográfica decadencia de una familia de Calais, nos presenta un personaje perturbador, una niña de doce años que ha descubierto que tiene el poder de matar, envenenando a sus víctimas: una compañera de curso, un hámster y su propia madre. En cada ocasión, después de envenenar a sus víctimas, filma con su móvil cómo se derrumban, agonizan y mueren.
La monstruosidad inicial da paso a la perplejidad. En consonancia con los envenenamientos arbitrarios, monstruosos, y las relaciones familiares corrientes, se tiende un hilo de plata. La niña no es más monstruosa que su abuelo, ni más perversa que su tía, ni ningún otro personaje de esa «feliz familia» francesa, «normal». Bien mirado, el horror que nos transmite no desentona con un horror más profundo, una perversión moral que todo lo invade y, por eso mismo, se ha vuelto invisible para los ojos ordinarios.
En un escena clave, la niña rompe a llorar frente a su padre, quien la había abandonado después de su separación. El espectador espera una confesión de la niña («Fui yo quien la envenené»), pero se encuentra con estas otras palabras:
«Papá, no tienes que seguir fingiendo. Sé que no me quieres. Lo único que te pido es que no me abandones. No me internes en algún sitio, déjame quedarme aquí. No espero que me quieras, porque no puedes querer a nadie. No quisiste a mi madre; no quieres a tu mujer actual, a quien engañas con otra; no quieres a tu padre, al que solo soportas; no quieres a tu hermana; ni a tus sobrinos; ni a la gente que trabaja contigo. Ni siquiera a tu amante. Por lo tanto, deja de repetirme que me quieres, porque no es cierto. Solo te quieres a ti mismo».
Supongo que ese es nuestro mal. Fingimos que nos queremos, pero solo nos queremos a nosotros mismos, y lo demostramos cada día, socavando las condiciones de posibilidad de la felicidad de aquellos a quienes decimos querer.
El final feliz de Handke es verdaderamente feliz, a la manera de Handke. Hay apenas un descubrimos fugaz del rostro detrás de la máscara. La mujer se da vuelta, mira a la niña atrincherada detrás de su móvil contemplando a su abuelo hundiéndose en el mar, y con los ojos y la boca abiertos de par en par en un gesto de sorpresa, comprendemos al mismo tiempo la futilidad y el engaño de toda una manera de vivir… y de morir.