Inmigración y bilingüismo

Sobre los consensos

Leo en La Vanguardia un artículo titulado «bilingüismo», de Imma Monsó. Comienza con una de esas reflexiones habituales sobre lo que ha supuesto educarse o no educarse en catalán, sobre la brecha generacional y sobre todas esas cosas tan repetidas en el discurso oficial por eso del «consenso de país» (¿consenso? ¿intocable? ¿«inaceptable plantear siquiera la cuestión», como dice Tardà, «porque nos ha costado tanto» [1]? ¿como la Constitución española, pero acompañado con un tono de indignación más polite?). Si hay que dialogar, debatir, discutir, debemos poder hacerlo sobre todo, sin cortapisas, sin vacas sagradas a las que les debamos pleitesía, sin rasgarnos las vestiduras, sin impunidad manifiesta (¿no es esa la idea?). Abierto el melón, muchas semillas.

Sin embargo, el artículo me deparaba una sorpresa, porque se construye, como la misma autora reconoce, a partir del premio Cervantes concedido a Joan Margarit, un autor que escribe en ambas lenguas, castellano y catalán. Para eso sirven a veces los premios, dice Monsó, «para refrescar la cuestión del bilingüismo», que no es solo una cosa de catalanes (agrego yo), sino también de inmigrantes de todos los colores. Es decir, un fenómeno universal en tiempos de globalización (y antes también), que no solo afecta a los que están, y siguen estando por los siglos de los siglos amén, sino también a los que se fueron, y vinieron, y siguen «fuyendo» (o huyendo) en su inacabable exilio a través de los desiertos hacia la tierra prometida.

Ilustraciones

El otro día, sin ir más lejos, me encuentro nuevamente con mi vecina, que hace años parlotea sus necedades sobre chinos, magrebíes, subsaharianos e (imagino) sudacas, mientras compartimos incómodos el cubículo del ascensor, y vuelve a preguntarme, por enésima vez: «¿En tu tierra también hacen las cosas blablablabla?». Un bufón escondido en mi alma me obliga a contestarle: «En mi tierra no, ¿y en la suya?». «¿La mía?». «Si, la suya. ¿Porque usted es de Rumanía, no es cierto?». «¡No! Soy de aquí, de toda la vida». «Hubiera jurado que era rumana. Siempre creí que era rumana. Qué curioso, porque si es de aquí, no lo parece». La mujer se fue francamente dolida. La dejé ir, así, con un poco de malicia, pero también con espíritu pedagógico.

Hace unos meses, un chico muy majo, oriundo de Horta, me contó «muy suelto de cuerpo» que viajó a Madrid por cosas de trabajo, y allí, su huésped, le echó en cara lo mal que hablaba el castellano, y le corrigió varias veces los giros lingüísticos y las expresiones que utilizaba. En fin, primero me reí, pero como buen argentino le dije: «¿vos sos boludo, o te hacés?».

«Boludo» es una palabra perfecta, única, extraordinaria. Es la única palabra que ofende sin ofender, que puede ser, tanto una muestra de cariño, como un improperio. En este caso «ser boludo» significaba darle autoridad a un madrileño (por mera pertenencia territorial) para que te diga de qué está hecho el castellano, y quién manda en su expresión. Si a un argentino, o a cualquier otro latinoamericano, un madrileño le hiciera un comentario semejante, solo resultaría en una carcajada infinita.

Normalització y privilegios

Por eso, cuando estudié catalán, decidí abandonar el Consorci per a la Normalització Lingüística, y continuar en la Escola Oficial d’Idiomes, donde un profesor valenciano (un gran profesor valenciano), me confirmó lo que ya sabía: que el catalán se habla de muchas maneras, como ocurre con todas las lenguas del mundo en las diez direcciones: este, oeste, sur, norte, las cuatro direcciones intermedias, el cielo y el infierno.

En este sentido, aunque es comprensible y necesaria la codificación institucional, la pasión codificadora mata a la experiencia lingüística que se enriquece en la hibridación, en la apropiación «comunista» de los recursos que tenemos a la mano. Como ocurre con la religión, nadie es dueño de la «herencia de la palabra revelada», y quienes así lo pretenden, los burócratas eclesiásticos o políticos, y sus feligreses o seguidores militantes, los usan para conseguir y afianzar privilegios (siempre: no hay más).

Recuerdo que una profesora en el CPNL insistía que debíamos tener, para aprobar, el acento de un catalán de Barcelona, si es posible de la zona alta (esto último lo infiero). Ante la evidencia de que los catalanes, como el ser, se dicen de muchas maneras, el argumento de «la profe» fue conciso y policial. Aquí se te valorará por el acento normalizado que te enseñamos. Punto y pelota. Me fui a la EOI.

Vida de perro

Esto me recuerda una historia que todo catalán, inglés, francés, español, holandés, flamenco o alemán de estos días debería grabarse en su cabeza si no quiere problemas. La historia la cuenta el bueno de Horacio Verbitsky, un extraordinario periodista argentino que, en Vida de perro (a Verbitsky, como a Diógenes, se le conoce como «el perro»), contó lo siguiente. Verbitsky era nieto de un ucraniano que había sido ahorcado en su tierra natal. Su padre había llegado huérfano al país siendo un niño, se había convertido en un extraordinario periodista, y su nieto (Horacio) una figura clave de la historia del país.

Verbitsky es el autor, por ejemplo, del libro El vuelo, un reportaje-entrevista al capitán Scilingo, quien pilotaba regularmente uno de los «vuelos de la muerte» que tenía por objeto deshacerse de prisioneros, drogándolos primero, para que se ahogaran cuando los arrojaban al río o al mar, y de ese modo evitar que los cadáveres flotaran hasta las orillas de Uruguay.

La cuestión es que Verbitsky cuenta que, en su juventud, en cierta ocasión, un argentino de «pura cepa», de esos que hay aquí y allá en abundancia (me refiero a los «pura cepa») puso en cuestión sus derechos ciudadanos por eso de la «identidad condicional» (que tiene algo de «libertad condicional»). Verbitsky, que era manso en su voz, le respondió, con la osadía permitida en aquellos días de violencia generalizada en los que no se fingía la crueldad política con buenos modales o estridentes indignaciones: «Si me seguís jodiendo, terminarás con un balín en el medio de las cejas» (paráfrasis). La respuesta es anacrónica, pero admirablemente ilustrativa.

To be or not to be, that is the question

Todos sabemos cuál es la primera y última prerrogativa de la autoridad política: definir quiénes somos «nosotros», y quienes son «ellos». Produciendo de este modo, (legal o informalmente) ciudadanos de primera y de segunda, con derechos (de iure o de facto), de primera y de segunda.

Vox pretende definir el «nosotros» de manera estrecha y discriminatoria, xenófoba, racista – y de paso misógina. Sin embargo, otras sociedades europeas cultivan tendencias análogas, aunque maquilladas por formas burocratizadas de discriminación que acaban produciendo efectos semejantes (e, incluso, en ocasiones, más dañinos para la autocomprensión de sus víctimas y el lugar que se les acaba asignando en el imaginario colectivo donde están insertas).

Yo, personalmente, prefiero que me declares tu enemigo abiertamente (podré defenderme abiertamente), a que me juegues, de manera paternalista, de amigo condicional (¿acaso hemos de olvidar quién propuso el proyecto de implementar un «carnet del buen inmigrante» en este país; o que la «Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república catalana» contemplaba otorgar ciudadanía automática a «todos los españoles» en el territorio de Catalunya; sin embargo, a nosotros, los latinoamericanos, y otros inmigrantes residentes, prácticamente nos triplicaba la exigencia de residencia para otorgarnos una ciudadanía con plenos derechos? [2]).

En ese sentido, estoy de acuerdo con Imma Monsó. La «normalización» no puede ser un anhelo políticamente atractivo. Cuando lo es, pone en entredicho las supuestas libertades que se dicen defender. Hay muchas maneras de ser un «facha» (esa palabra maldita), y no todas llevan por delante el estandarte español en este territorio extenso y variado, lleno de «admirables (e incontables) anormalidades» [3].

Koiné. Sobre la lengua común

Haríamos muy bien en tomar nota de las advertencias de pensadoras como Wendy Brown o Nancy Fraser, quienes nos dice que, pese a lo «bien intencionado de los proyectos políticos y las posturas teóricas», en muchas ocasiones acaban sirviendo para lo opuesto de lo que se pretendía.

Recuerdo que, hace unos años (2016), un grupo de distinguidas personalidades del ámbito cultural catalán, conocido como Koiné (la lengua común), hicieron público un manifiesto en el que exigían que se llevara hasta las últimas consecuencias el programa de inmersión lingüística. Eso significaba, según ellos, terminar con la co-oficialidad del castellano, para convertir al catalán en la única lengua oficial del país.

Las razones para emprender esa gesta patriótica se argumentaba del siguiente modo. El castellano es la lengua de «colonos involuntarios» que sirvieron al régimen dictatorial de Franco en su obsesiva represión de los catalanes y su lengua. La solución era volver a foja 0. Lo cual significaba remover al castellano de las instituciones y los espacios públicos del país.

El pronunciamiento fue muy criticado, especialmente por ERC, pero los distinguidos firmantes no han desaparecido. Muy por el contrario, todo ellos siguen ocupando cátedras y lugares estratégicos desde donde continúan promoviendo una visión estrecha de la identidad catalana en el presente, y amparándose en la autoridad que concede la verdad histórica de los abusos pasados, para promover una suerte de «limpieza lingüística» que, según ellos, exige la futura República catalana para lograr una genuina integración.

La cosa no va de broma en tiempos de Trump y de Johnson. Recordemos que el castellano no es solo la lengua de los españoles, sino, también, la lengua materna de 400 millones de personas que, en su mayoría, nacieron y se educaron en América Latina (entre los cuales se cuentan numerosos descendientes de catalanes), que conforman una cuantiosa variedad de colectivos de inmigrantes en todo el territorio peninsular, y muy especialmente, en Catalunya.

Los idiomas del Estado

El catalán es una lengua excelente, preciosa, digna de ser conocida y cultivada. Como todas las lenguas, es una gran lengua, que además de respeto, exige cuidado. Para ello es necesario, evidentemente, tomar precauciones, especialmente si tenemos en cuenta su vulnerabilidad y su historia. Eso exige el estímulo de su estudio y su uso, primero, para que continúe existiendo, pero además, para que crezca, e incluso se expanda más allá de sus fronteras originales.

En este sentido, el Estado español tiene muchas deudas pendientes. Por ejemplo, el Estado debería comprometerse a incentivar su estudio, junto con el resto de las lenguas vernáculas, en todas las comunidades. Las facultades y departamentos especializados deberían incluir programas dedicados a su estudio y promoción. Las escuelas y los institutos deberían contar con cursos introductores en toda la geografía peninsular con el fin de facilitar la comprensión mutua, el respeto y la inmersión de todos los españoles en todas las comunidades.

La política como lingüística

Ahora bien, dicho esto, es evidente que la lengua no puede utilizarse como pretexto político, ni puede servir como marcador social. El grupo Koiné en su momento concebía la catalanidad en función del uso de la lengua catalana, y la voluntad de pertenencia a un colectivo marcado por esa características, mientras que señalaba al resto de los habitantes del país, como hemos dichos, como colonos involuntarios, al servicio de la posdictadura franquista (representada por el PP, el PSOE y el resto de los partidos españolistas, cualquier fuera su compromiso ideológico).

Sería absurdo negar que existen corrientes de opinión que se sienten identificadas con este discurso. Los firmantes de aquella convocatoria no salieron de ningún sitio, sino que son frutos que echan sus raíces en discursos diseminados dentro de la sociedad catalana. Eso no significa que la inmensa mayoría comulgue con esta visión de las cosas, pero tampoco que estos discursos sean residuales, especialmente si pensamos en el carácter influyente de los firmantes del manifiesto.

Sobre proyectos descarriados

Como señalaban Brown y Fraser, los proyectos y las teorías políticas tienen vida propia. Una vez se han articulado, como las novelas o las películas, resulta difícil prever sus consecuencias. En los Estados Unidos de Donald Trump, por ejemplo, la discusión en torno a la asimilación ha tomado tintes preocupantes. Incluso los republicanos se han visto empujados a tener que defender la diversidad que caracteriza a la sociedad estadounidense ante el éxito electoral que Trump supo conseguir con su encendido discurso anti-latino y anti-migración. El uso del castellano se ha vuelto en épocas recientes blanco de críticas y sus usuarios frecuentemente estigmatizados por quienes consideran un atrevimiento que esta lengua de «pobres e inmigrantes» se disemine en la sociedad.

Si bien es cierto, como señala el Senador Rubio en el video que adjunto más abajo, que hablar inglés en los Estados Unidos es un derecho y una ventaja que facilita la inclusión y el ascenso social, la frontera entre los derechos y las obligaciones resulta muchas veces difícil de establecer, y no resulta fácil garantizar que la exigencia de asimilación no acabe afectando los derechos fundamentales de otros, como ocurre con la libertad de expresión, que incluye el derecho de poder expresarse libremente en la lengua y el modo que uno crea conveniente.

Si el castellano es interpretado en Catalunya como la lengua de «nuestros enemigos», o su utilización se percibe como amenazante o dañina, es casi seguro que quienes hablen dicha lengua serán juzgados de manera peyorativa. Hay algunos signos de que algo de este tipo está filtrándose en la sociedad catalana, poco a poco.

Obviamente, no se trata de un torrente, pero deberíamos ser lo suficientemente inteligentes y precavidos para no negar el goteo de discriminación e intolerancia, ahora que repararlo resulta fácil y barato. Cuando las cosas «se salgan de madre», alguien se preguntará: ¿cómo hemos llegado a este punto? Pero entonces todo será excusas y acusaciones mutuas. Alguien debería decir alto y claro, que los distinguidos profesores que firmaron hace tres años el manifiesto Koiné merecen también, como los exaltados de Vox, un «cordón sanitario».

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[1] En su respuesta a Iceta, en el El periódico, Joan Tardà le explica al socialista por qué razón es inaceptable plantear siquiera la cuestión de la inmersión lingüística en Catalunya. Las razones se reducen a una: «nos ha costado tanto y es un éxito». Uno puede hacer el ejercicio imaginario de reemplazar «inmersión lingüística» por «Constitución» y lo que obtendrá es una argumentación espejo de suma 0.
Ahora bien, mi intención no es poner en cuestión la inmersión lingüística o la Constitución española. Se trata de instrumentos jurídicos que no entran dentro del horizonte de mi crítica actual. Lo que pretendo, exclusivamente, es echar luz sobre el moralismo político que anida en la política local en estos momentos, que acaba haciendo inviable cualquier tipo de compromiso, con los efectos perniciosos que ello supone, en última instancia, para los sectores más vulnerables de la sociedad.
Todo esto no quita que haya reivindicaciones justas e injustas, y que no todas estarán, al final del día, en pie de igualdad, pero el camino a recorrer para determinar qué lado de la balanza tiene más peso es más largo de lo que a los implicados les gustaría reconocer.
De un lado y del otro se esfuerzan por presentarse a sí mismos como impolutos o víctimas de las circunstancias, pero los registros históricos no dejan a nadie bien parado. Y, lo que es más importante: los conflictos mismos que preocupan a la opinión pública parecen haberse convertido en «cortinas de humo» que blindan la explotación económica frente a la discusión democrática. Todos los actores, por izquierda y por derecha, han acabado aceptando que el orden sistémico neoliberal que habitamos es el aire que respiramos. De este modo, suman al moralismo y el resentimiento, una cuota importante de fatalismo.
[2] En el capítulo 8, del título I, de la llamada «Ley de transitoriedad» se establecía que la nacionalidad catalana podía adquirirse a partir de los 5 años de residencia de los extranjeros en el territorio. Esto en la práctica casi triplicaba la ley de extranjería vigente en la jurisdicción española que, por ejemplo, para los latinoamericanos, aún hoy exige 2 años de residencia previa para iniciar los procesos de nacionalización.
Ahora bien, se ha argumentado que, comparada con las leyes de otros Estados europeos, la ley catalana era generosa con los extranjeros, pero el argumento es falaz, porque el punto de comparación debe hacerse siempre con la ley vigente anterior en el territorio en cuestión, que en este caso era la que regía las condiciones de los solicitantes en el momento de la hipotética transición en España.
Obviamente, si comparamos la ley catalana con la de otros países (creo que en Estados Unidos se exigen 10 años, como Gran Bretaña; y en los casos de Alemania y Suiza, si no me equivoco, son aún más exigentes), pero, respecto a la ley española, la ley catalana de transitoriedad era claramente un retroceso para algunos de los implicados.
Enfatizo este punto teniendo en cuenta que esa ley no fue fruto de una negociación entre fuerzas independentistas y no independentistas (no participaron las derechas habituales: PP, Ciudadanos, ni el PSOE, tampoco los Comuns), sino que fue el resultado exclusivo de las negociaciones entre la CUP, exConvergentes y ERC.
Eso dice mucho de algo que debemos afrontar. En ese «tira y afloje» entre las fuerzas independentistas, hay sectores que tienen una concepción de la igualdad, de la libertad, de la ciudadanía y de la democracia que no encaja perfectamente con la «visión republicana» que se promueve de cara a la galería. El sector conservador-neoliberal que, dicho sea de paso, tiene una enorme capacidad de veto frente a las iniciativas de los sectores populares del espectro político en Catalunya, pone en entredicho constantemente las políticas progresistas, e incluso impide que se discutan abiertamente los problemas de fondo que tiene la sociedad catalana.
Lo estamos viendo con mucha claridad en estos días en los que se empieza a hablar de una mesa de negociación, pero lo hemos visto a lo largo de toda la historia de Catalunya en otros registros. Pensemos la manera en la cual las derechas locales han pactado sistemáticamente con las derechas de Madrid cuando lo que estaba en juego eran los privilegios de clase, o cuando la visión que se defendía o promovía coincidía con la particular auto-comprensión que tiene ese bloque de una Catalunya conservadora política y culturalmente, y neoliberal económica y socialmente.
A esta altura todas estas cosas, deberían ser más o menos evidentes. Sino lo son, deberíamos empezar a preguntarnos, qué hemos hecho nosotros para merecer esto.
[3] A quienes crean que este asunto sobre la nacionalidad, su reconocimiento y adquisición es una cuestión menor, les recuerdo que la primera y la más importante prerrogativa que tiene el «soberano» es definir «quiénes somos», distinguiéndonos de quienes no lo son.
En este marco, cabe recordar que en ese documento pretendidamente fundacional, en el cual el «soberano» no tenía (en principio) otro límite más que su propia voluntad (era expresión de un «estado de excepción» que daría lugar, eventualmente, a un marco jurídico estatal independiente), se decidió que: solo serían catalanes los españoles que, o bien hubieran nacidos en el territorio, o habitasen en otros territorios, en caso que fueran descendientes de catalanes. En cambio, los extranjeros nacidos en Catalunya, no serían catalanes de origen, aunque podrían demandar su nacionalidad a posteriori través de un procedimiento específico. También se decidió poner fin a la relación especial con los países latinoamericanos que, por motivos históricos, reconocía la ley de inmigración española, al equiparar las exigencias para la adquisición de ciudadanía plena de estos con el resto de los nacionales de otros países. Las razones detrás de esas decisiones deben ser interpretadas y explicadas.
A primera vista, el debate puede parecer trivial o secundario, pero tiene relevancia si, en vez de quedarnos exclusivamente en los detalles jurídicos, pasamos a los imaginarios subyacentes que explican las alternativas descartadas por el soberano a la hora de articular la norma. En la historia sudamericana de liberación estas discusiones fueron habituales, y la propia Revolución francesa estuvo marcada  por los extensos debates promovidos por quienes pertenecían a categorías humanas no reconocidas plenamente, o reconocidas parcial o condicionalmente.