Introducción y epílogo. Derechos humanos y neoliberalismo

[Los siguientes textos: la «Introducción» y el «Epílogo», forman parte de mi libro CINCUNEGUI, J. M. (2019). Miseria planificada. Derechos humanos y neoliberalismo. Madrid: Dado Ediciones].

Introducción

I

En este libro he intentado ofrecer una respuesta preliminar a una serie de preguntas que surgen a propósito de una impresión generalizada: que pese a la vigencia de los “derechos humanos” como emblema de cierto horizonte moral, los Derechos Humanos (entendidos como forma socialmente institucionalizada), se encuentran a las puertas de una crisis de legitimidad. La descripción de una crisis de estas características mostraría a los Derechos Humanos en proceso de retroceso y deterioro, después de varias décadas de presencia hegemónica en el centro de nuestros imaginarios societales, y habiendo asumido de manera vicaria el rol de fundamento retórico de nuestros ordenamientos jurídico-políticos. 

Ahora bien, cuando se habla de “retroceso y deterioro” en este caso, se piensa vagamente en diferentes cosas. Por un lado, la impresión es que los derechos humanos han dejado de ser relevantes para los poderosos: ya no se les reconoce, aunque sea de boquilla, el lugar preeminente que tuvieron en el pasado reciente en la esfera internacional, y en muchos casos se perciben incluso como un obstáculo en toda regla para el cumplimiento del nuevo rol asignado al Estado en la dispensación neoliberal. 

Incluso en los países centrales, cuyos gobiernos se autodefinían hasta hace muy poco como los grandes adalides de los Derechos Humanos contemporáneos, las encadenadas victorias electorales de candidatos que atacan los principios fundacionales de la Declaración y sus tratados anexos, y cuestionan las instituciones encargadas de defenderlos son una ilustración elocuente de este retroceso y deterioro a nivel objetivo. También parecen haber perdido su legitimidad las justificaciones ético-políticas, las construcciones jurídicas y las instituciones de administración y ejecución de los “derechos humanos” entre un amplio sector de la población mundial. Hay quienes creen que los regímenes de “Derechos Humanos” no están a la altura de los desafíos para los cuales fueron imaginados. Otros van más allá, y sostienen que los Derechos Humanos, como entramado jurídico-institucional, promueven una suerte de complicidad ideológica con quienes hoy cometen los “crímenes más atroces”, y promueven una “miseria planificada”. 

La respuesta que he dado a esas preguntas se articula en un conjunto de hipótesis. Cada una de ellas aborda un aspecto o dimensión de eso que llamamos los “Derechos Humanos”, de tal forma que en conjunto podrían acabar convirtiéndose en una explicación integral de las limitaciones intrínsecas de la noción y su aplicación, o de su irrelevancia en la política actual. 

En términos generales, como en los párrafos anteriores, cuando me refiero a los Derechos Humanos (con mayúsculas) lo que tengo en mente son sus articulaciones normativas, y sus dimensiones jurídico-institucionales y ejecutivas. Los genuinos anhelos articulados por “los de abajo”, quienes en la actualidad utilizan también el lenguaje de los derechos humanos (con minúsculas), no es jamás un objeto de crítica por mi parte. El malestar en todos los casos está dirigido a las élites burocráticas, estatales y transnacionales, y las élites corporativas, que se han apropiado de una noción que sedujo en su momento la imaginación de los individuos y los pueblos, pero que hoy se ve traicionada al haber sido puesta al servicio de los intereses de las minorías, en desmedro de la justicia prometida.

Una manera de explicar esta distinción entre los “Derechos Humanos” y lo que aquí llamamos los “derechos humanos de los de abajo” consiste en reconocer que, en circunstancias críticas como las que vivimos, los actores sociales articulan sus luchas evocando los ideales, valores y principios que tienen a la mano, los que les ofrece el propio orden institucional que habitan. Por ejemplo, evocan en sus nombres los principios de la libertad y la igualdad en la esfera política; los valores del cuidado y la solidaridad en el ámbito de la reproducción social; los ideales de armonía y sostenibilidad en la esfera de la ecología; y las normas de racionalidad e intercambio justo en la economía. No obstante, aunque es cierto que esos recursos normativos se encuentran incrustados en el tejido de las sociedades capitalistas (y por ello se encuentran a disposición de los actores sociales), en tiempos de crisis se los utiliza de una manera diferente a la que ha sido instituida como “normal” por el orden social, convirtiendo de ese modo a esos “nombres” en portadores de un potencial explosivo (FRASER & JAEGGI, 2018, pág. 179). Algo de eso ocurre con los ideales, valores y principios que encarnan los derechos humanos. 

II

El texto que sigue está dividido en dos partes. Cada una de ellas está desplegada, a su vez, en cuatro capítulos. En la primera parte, titulada “Un nuevo punto de partida”, he intentado bosquejar un marco histórico-filosófico que revele el lugar de enunciación de mis análisis y críticas, expuestos en la segunda parte titulada “Derechos Humanos y neoliberalismo”. El planteamiento en ambos casos es sencillo. En primer término, la gravedad de los desafíos que enfrentamos actualmente exige que abordemos el tema de los derechos humanos desde una perspectiva “profunda”, que abandonemos el fatalismo y el moralismo, y devolvamos a los derechos humanos a la esfera de la política, de donde jamás deberían haber salido. Ello supone adoptar un nuevo punto de partida que nos permita superar las limitaciones impuestas por el imaginario eurocéntrico que confunde el final de su propio rol como centro del sistema-mundo, con el fin de la historia misma.  

En segundo término, la crisis que experimenta actualmente el movimiento de los Derechos Humanos exige que clarifiquemos el sentido de los derechos humanos. Desde su ascenso, junto con los imaginarios del fundamentalismo del mercado y la democracia liberal al podio del nuevo orden moral contemporáneo, el movimiento de los derechos humanos ha quedado cautivo de sus mitos. Sea cual sea lo que les depara el futuro (reinventarse o dar paso a una “utopía” alternativa), los derechos humanos exigen una “desmitificación”. Por otro lado, la creciente sospecha de que los Derechos Humanos transnacionales y el fundamentalismo del mercado o “neoliberalismo” han actuado en tándem, exige una clarificación histórica que determine de qué modo la coincidencia temporal de sus respectivas emergencias en la década de 1970, puede considerarse una circunstancia fortuita, el signo de un vínculo causal, o la complicidad con crímenes que hoy comienzan a percibirse, como decíamos, como “la mayor atrocidad”, y el resultado de una “miseria planificada”.

En el primer capítulo abordo los derechos humanos como objeto de conocimiento. Mi hipótesis de partida es que resulta imprescindible articular una crítica epistemológica de los mismos que nos permita superar las hipóstasis del “sentido común”. No se trata simplemente de pensar los derechos humanos de otra manera, sino de percibirlos y encarnarlos de otro modo. Abogo por adoptar una perspectiva profunda de los derechos humanos que, finalmente, nos permita acceder a las “raíces causales” de las violaciones más flagrantes a su espíritu, violaciones con las cuales parecemos fascinados en desmedro de las violaciones sistemáticas que se despliegan a plena luz del día y a la vista de todos.  

En el segundo capítulo trato cuestiones relativas a la violencia y al sufrimiento. Lo hago en el marco de una antropología filosófica concebida como “filosofía primera”, que asume las peculiaridades del animal lingüístico, pero con el fin de problematizarlas, eludiendo de ese modo la frecuente tentación de naturalizar los derechos humanos, reinventándoles un fundamento. Por otro lado, parece razonable que, si entendemos a los derechos humanos como instrumentos cuyo fin consiste en garantizar una serie de protecciones para los individuos frente a ciertos sufrimientos que padecen y ciertas violencias de las que son objeto, que hagamos un esfuerzo para comprender el sufrimiento en general, su extensión y profundidad, y la violencia, en su ubicuidad y en los contextos donde se nutre y disemina.

En el tercer capítulo me embarco en una dilucidación del tema de la ruptura y crisis de la modernidad a partir de una reflexión acerca de la noción de reificación. Los análisis de Heidegger, Lukács y los pioneros de la escuela de Frankfurt se convierten en una plataforma desde donde atisbo y esbozo las alternativas en este asunto, cuya relevancia para la comprensión de los derechos humanos resulta crucial: ¿son los derechos humanos, más allá de las continuidades o aires de familia que pueden establecerse en relación con otras formulaciones premodernas, una respuesta excepcional frente a los malestares propios de la modernidad? ¿Qué implicaciones supone asumir una perspectiva semejante? ¿Qué limitaciones y qué distorsiones produce una borradura de los hitos que establecen la modernidad o el capitalismo a la hora de establecer un diagnóstico de nuestros malestares actuales? 

El capítulo cuarto es una invitación a adoptar un “nuevo punto de partida”. La expresión implica una suerte de “regreso al futuro de nuestro pasado” para descubrir o inventar una instancia más fundamental de la que nos propone la actual dispensación, desde donde sea posible asumir nuevas perspectivas y cultivar nuevas actitudes frente a los derechos humanos, sin que eso signifique retornar de manera nostálgica a formas fundamentalistas de justificación. Una invitación de este tipo no aboga por empezar desde cero. Reconoce que las discontinuidades que exige el momento actual solo pueden darse sobre el trasfondo de la continuidad histórica. Sin embargo, la “crisis general” que aparentemente experimenta el orden vigente nos obliga a pensar políticamente la adaptación de nuevos paradigmas en cada una de las dimensiones en crisis que confluyen en esa crisis general que hoy amenaza con convertirse en una genuina “crisis de legitimidad” global. 

En el capítulo quinto trato a los derechos humanos desde una perspectiva metafísica, y los analizo desde el punto de vista de una cierta filosofía del lenguaje.  La hipótesis inicial es que los derechos humanos no son “reales” (en el sentido último del término), sin que ello suponga defender que se trata de unicornios o brujas. El carácter cuasi espectral de los derechos humanos alimenta una serie de paradojas insuperables que son constitutivas de toda institución humana.

En el capítulo sexto regreso a las cuestiones históricas e historiográficas introducidas en la primera parte, pero ahora enfocadas directamente al objeto principal que nos interesa dilucidar: los derechos humanos, y me pregunto: ¿Son los derechos humanos un fenómeno perenne, o tienen un carácter excepcional? ¿Podemos hablar de una prehistoria, una historia y una poshistoria de los derechos humanos? ¿Qué relación tienen los derechos humanos, tal como estos fueron formulados en el marco de las grandes revoluciones a finales del siglo XVIII, con la redacción de la Declaración Universal de 1948, y qué distingue a esta última de la nueva dispensación poswestfaliana que emergió en la década de 1970, alcanzando su apogeo como imaginario global en la década de 1990? ¿Estamos transitando hacia una época poshistórica? Si fuera así, ¿de qué manera afectan la multiplicación exponencial de los muros, y la reemergencia furibunda de los nacionalismos y los fundamentalismos religiosos al proyecto transnacional de los Derechos Humanos? 

El capítulo séptimo comienza explorando la compleja relación entre el anthropos desnudo, el sujeto jurídico y el orden simbólico del derecho, para luego sopesar la significación de diversos modelos cosmopolitas y un conjunto de interpretaciones de la fórmula arendtiana “el derecho a tener derechos”. Todo ello con el fin de identificar las mutaciones en el orden del sentido que la fijación de los conceptos tiende a ocultar. Si es cierto que el sujeto jurídico está constituido y coemerge junto con el orden del derecho en el cual está engranado, el tránsito de un modelo westfaliano a un modelo poswestfaliano de imaginario jurídico necesariamente implica la constitución de una nueva subjetividad jurídica.  

En el capítulo final analizo la coincidencia temporal de la emergencia del fundamentalismo del mercado y el movimiento transnacional de los Derechos Humanos, con el fin de determinar si dicha simultaneidad es el signo de un vínculo causal entre ambas configuraciones, la prueba de una complicidad política, o una circunstancia fortuita de la historia.

III

Finalmente, quisiera justificar el título de la obra. La expresión “miseria planificada” fue utilizada por el periodista y militante argentino Rodolfo Walsh en su famosa “Carta abierta a la junta militar” del 24 de mayo de 1977, hecha pública un día antes de su desaparición. En la misiva, Walsh denuncia desde la clandestinidad las sistemáticas violaciones a los derechos humanos (los asesinatos, detenciones ilegales, torturas y desapariciones de personas) perpetradas por la dictadura militar en su “guerra antisubversiva”. Pero también acusa a los líderes militares y civiles de haber emprendido su cruzada antipopular con el fin de implementar un programa neoliberal al servicio de las élites económicas del país, las corporaciones multinacionales y las potencias occidentales, cuyo efecto para “los de abajo” no era otro que “la mayor atrocidad”, la motivación oculta de un proyecto que no aspira a otra cosa que a la “miseria planificada” de las grandes mayorías.

De este modo, la expresión de Walsh explicita una estrecha vinculación entre los asesinatos, las torturas y las desapariciones, con la imposición de un programa neoliberal, ofreciéndonos de este modo una fórmula a partir de la cual puede indagarse en la oscura y compleja relación que existe entre la peculiar concepción de los Derechos Humanos en su versión transnacional (la que defienden quienes forman parte del complejo jurídico-institucional y burocrático de los Derechos Humanos contemporáneos) y el neoliberalismo (entendido este, no solo como un programa económico, sino más bien como la forma social institucionalizada que adopta el capitalismo a partir de la década de 1970). Se trata de una formula significativa porque en ella se destaca que la “planificación”, que en principio parece lo opuesto al neoliberalismo cuando se lo interpreta superficialmente en términos de “fundamentalismo de mercado”, es su esencia; y la “miseria”, pese a la retórica de libertad, eficiencia y crecimiento del que se vanaglorian sus defensores, es la consecuencia empíricamente constatable que sufren los que lo padecen “desde abajo”.  

IV

Para acabar, quiero advertir al lector que en las páginas que siguen se encontrará con un abigarrado y variopinto conjunto de posiciones que no se enfrentan claramente organizadas de manera escolar. Me he atrevido a apropiarme de recursos sin prestar atención necesariamente a las lealtades que habitualmente se exigen. No obstante, la razón de fondo que creo justifica una presentación de estas características no está relacionada exclusivamente a la idiosincrasia de su autor, sino a la naturaleza intercultural e interdisciplinaria de los intercambios que pide una materia como los derechos humanos. Soy consciente que en muchas ocasiones podría haber sentenciado un capítulo con una conclusión, pero he preferido adoptar una estrategia diferente. He optado por “mostrar” en vez de “demostrar”, lo cual agrega otra exigencia al lector, la de completar él mismo el proceso de reflexión, permitiendo que las tensiones irresueltas animen el uso de la “imaginación política”, evitando de ese modo los anquilosamientos que produce el apego a la razón y la práctica de la “política normal”.

Epílogo

I

Žižek contó en cierta ocasión la historia de unos granjeros polacos que vivían muy cerca de Auschwitz. Un judío del pueblo que había logrado escapar de la masacre volvió 30 años después del final de la guerra a su tierra natal. Intentó hablar con sus vecinos sobre lo que había ocurrido. Sentía curiosidad, pero también un enorme anhelo de entenderlos y justificarlos. No quería odiarlos, ni estaba resentido. Pero cuando les preguntaba, respondían que no sabían exactamente lo que había pasado, o se negaban rotundamente a hablar del asunto, o sostenía entre líneas que los judíos tenían parte de la responsabilidad por la suerte que les había tocado. 

A quienes se prestaban a escucharlo, les preguntaba: “pero ¿ustedes no vieron los trenes cargados de prisioneros que llegaban rutinariamente al campo? ¿No veían el humo de las chimeneas de los crematorios?  ¿No sentían el olor de los cuerpos quemados que inundaban el ambiente?” Los granjeros polacos decían no saber nada, o no querían saber, o decían que no era de su incumbencia. Algunos sentían vergüenza y cambiaban de tema.

En 1976, cuando se produjo el golpe cívico-militar que inauguró la dictadura, yo era apenas un niño. Sin embargo, eso no impidió que viviera de primera mano algunos episodios que revelaban de manera innegable lo que estaba ocurriendo en el país. El hecho de que un niño fuera capaz de reconocer que algo horrible estaba sucediendo a nuestro alrededor desmiente la versión habitual de muchos argentinos que afirman no haber sabido nada. Durante años, cuando se les preguntaba si eran conscientes de los secuestros y las desapariciones respondían con evasivas, o se negaban abiertamente a hablar del tema, o se justificaban señalando que no era un asunto de su incumbencia. Me ceñiré a la escueta memoria de uno de esos episodios con el propósito de ilustrar, a modo de conclusión, el tema central que he indagado a lo largo de este libro. 

II

Corría 1977, el año en el cual Rodolfo Walsh fue asesinado por uno de los grupos paramilitares con los cuales contaba el Estado para hacer el trabajo sucio en su cruzada de aniquilación y exterminio anticomunista. Mi madre estaba embarazada de seis meses de quien iba a ser bautizado con el nombre de Juan Cruz. Estábamos en Bella Vista, un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, ubicado a 50 kilómetros de la capital, donde entonces mi familia tenía una casa en la que pasábamos los fines de semana. Era un pueblo muy “católico”. Los chicos jugábamos al rugby y las chicas al hockey, y coqueteábamos durante las misas que se celebraban en la parroquia del pueblo. En la época de la que hablo, los referentes de la comunidad eran funcionarios de la dictadura, o formaban parte del aparato del Estado al servicio del llamado “Proceso de reorganización nacional” inaugurado por los militares. Otros eran parte de la “familia judicial”, y se desempeñaban en calidad de jueces, fiscales o secretarios en los tribunales. Había también empresarios y ejecutivos corporativos. La mayoría actuaba en complicidad con el régimen. El resto de nosotros, bien por ignorancia o rotunda convicción, simpatizábamos abiertamente con la dictadura. 

Hace unos años volví al pueblo. No fue algo planeado. Llevaba décadas lejos de mi país. Las circunstancias me condujeron misteriosamente a algunos de los lugares que habitaban en mi memoria infantil. Cuando llegué, como le ocurrió al judío del relato de Žižek, sentí curiosidad. Quise saber qué pensaba esa gente ahora. No quería odiarlos, tampoco justificarlos, pero sí entenderlos. Mi sorpresa fue que los pocos que se prestaron a hablar del asunto seguían viendo el mundo de manera muy semejante al modo en que lo habían hecho en el pasado. Los años de democracia formal, la extensa condena internacional frente a las atrocidades cometidas, los juicios por crímenes de lesa humanidad que siguieron a la derogación de las leyes de impunidad, nada de esto parecía haber hecho mella en su interpretación de lo ocurrido en Argentina. Incluso el vocabulario utilizado era familiar, pertenecía a una época anticomunista que yo creía había sido superada enteramente.  

En muchos sentidos, la razón por la cual la historia de los granjeros polacos narrada por Žižek me impresionó cuando la escuché por primera vez es que le hablaba directamente a mi propia experiencia infantil. Para muchas de las personas con las que me reencontré y con quienes tuve oportunidad de conversar, parecía como si el tiempo se hubiera detenido en aquel tiempo oscuro y triste. No se cansaban de repetir que era urgente mirar hacia el futuro, que era imperativo pasar página, pero su empeño por ocultarle la cara al horror en nuestra historia los mantenía cautivos, en sintonía con lo más siniestro del pasado. 

Muy cerca de la localidad de Bella Vista tiene su sede el Regimiento militar de Campo de Mayo. En su interior, entre comandos, batallones y escuelas, aún funciona el Hospital Militar donde, en su área de maternidad, convertida entonces en centro clandestino de detención, numerosas mujeres embarazadas fueron torturadas y asesinadas. La historia es bien conocida. A estas mujeres se las mantenía con vida hasta que parían. Después de cumplir con el período de lactancia eran separadas de sus hijos y asesinadas. 

¿Quién podría olvidar, después de haberla escuchado, la confesión del excapitán de corbeta Adolfo Scilingo, uno de los pilotos de los llamados “vuelos de la muerte”, quien en 1995 contó la rutina de los vuelos en los que se drogaba a las detenidas para luego echarlas al Río de la Plata, vivas, desnudas, para evitar que los cadáveres flotaran y llegaran con la corriente a las orillas de Uruguay? (VERBITSKY, 1995) El propio expresidente de una dictadura anterior, el general Alejandro A. Lanusse, dio testimonio de ello durante el “Juicio a las Juntas” (C. NINO, 1996), declarando contra los excomandantes porque le habían matado a su prima, y en la búsqueda de su paradero descubrió que los cadáveres de los detenidos asesinados se encontraban de a centenares en el río. 

III

El episodio al que quiero referirme ocurrió alguna noche del invierno de 1977. Lo elijo entre otros muchos episodios ilustrativos de aquellos años porque en la mirada ingenua del niño que fui y la inmensidad de la tragedia que se asomaba a la experiencia, se vislumbran los extremos del esquema conceptual que he intentado plasmar a lo largo de esta investigación. Lo que me interesa destacar en esta historia es la doble frontera que define un crimen contra la humanidad. La primera frontera, que habitualmente cautiva nuestra atención y nos fascina, es la que se interpone entre la verdad y el ocultamiento, la que separa nuestra comprensión explícita de los sufrimientos padecidos y las violencias impuestas sobre los cuerpos y las consciencias de los seres humanos, y el secretismo en el que se practican dichas violencias. La segunda frontera, en cambio, es la que se interpone entre las violencias explícitas, ostensibles, aunque ocultadas en las mazmorras o perpetradas en el anonimato que ofrece la nocturnidad, y los entornos públicos, visibles, consensuados, que hacen posible los crímenes más ominosos. Durante mucho tiempo, al narrar el episodio pretendía dar testimonio de la primera frontera, haciendo con ello alusión a las perturbadoras anomalías del mundo de mi niñez quebrado como en una pesadilla por el horror insospechado del mal radical. Hoy, en cambio, el episodio es un recordatorio de la existencia de una segunda frontera, la que nos separa y nos une a los verdugos, la que nos distingue de nuestros más abominables criminales, y nos convierte en cómplices tal vez involuntarios del horror que representan. 

Aquella noche, como hacía habitualmente, mi madre, quien entonces estaba embarazada, nos fue bañando a los seis hermanos “de a uno por vez” antes de llevarnos a dormir. Sin embargo, un esfuerzo inapropiado realizado por su parte cuando sacaba a uno de los pequeños de la bañera le causó una pérdida. Rápidamente nos subió a la camioneta y salimos disparados hacia el hospital más cercano de la zona: el hospital militar de Campo de Mayo, el cual forma parte de las instalaciones del Ejército argentino en la zona, situado a cinco quilómetros de nuestra casa. 

Ante la prohibición del personal del hospital de que los menores entráramos, mi madre nos regresó al vehículo, nos cubrió con las mantas y nos pidió que la esperáramos tranquilos. Desde la ventanilla espiábamos el lúgubre edificio, envueltos en la oscuridad de una noche cerrada en medio del campo abierto. No pasó mucho tiempo antes que mi madre regresara, asustada y nerviosa. Encendió el vehículo y sin mediar palabra volvimos a la carretera en dirección a la capital. Le habían negado asistencia. 

Después de tres semanas en incubadora, Juan Cruz murió en una clínica privada. Lo supe a través de una amiga de la familia que nos cuidó durante la internación de mi madre. Recuerdo que tras escuchar su relato me escondí en la cocina y lloré como nunca lo había hecho. En realidad fue una suerte de aullido. Como si la combinación de aquel inesperado contacto con el horror de un centro de detención clandestina, la muerte de Juan Cruz, y el peligro personal que había corrido mi madre, hubieran abierto un abismo en mi interior. 

Treinta años después, una fotografía en el portal digital del diario Página12 hizo aflorar en mi memoria las circunstancias de aquel momento y me permitió darles un nuevo sentido. Pese a que la imagen ilustraba el edificio a plena luz del día, de inmediato comprendí que se trataba del Hospital Militar.

En el artículo del diario Página12 se detallaban las circunstancias que los tribunales argentinos comenzaban a juzgar después de un periodo de impunidad impuesto, primero, a través de las leyes de “Punto final” (1986) y “Obediencia debida” (1987) y, a continuación, con los indultos presidenciales de Carlos Saul Menem (1989 y 1990), los cuales habían dejado en libertad a 220 militares y 70 civiles, entre ellos, los comandantes de las Juntas militares bajo cuyo mandato se habían cometido los crímenes de lesa humanidad, y el exministro de Economía y “Chicago Boy” José Alfredo Martínez de Hoz, ejecutor del plan económico denunciado por Rodolfo Walsh. De esta manera, los tribunales argentinos reconocían implícitamente la estrecha vinculación entre las violaciones de los derechos humanos y las políticas neoliberales implementadas por quienes las habían cometido. 

Un resquicio legal permitió que los juzgados reabrieran las causas relativas al secuestro de los hijos de detenidos-desaparecidos, una práctica criminal que se denunció como una actividad sistemática llevada a cabo por parte de la dictadura. Específicamente, el artículo de Página12 ofrecía detalles de lo que ocurría en la maternidad del Hospital militar de Campo de Mayo donde se mantenía en cautiverio a las mujeres embarazadas. El centro de detención era gestionado por Atilio Bianco, un vecino de Bella Vista, quien residía a menos de 80 metros de la casa de mi familia. 

Los niños que nacían en la maternidad eran apropiados por los responsables del centro, quienes se ocupaban de distribuirlos entre militares, policías y civiles afines al régimen, ocultándoseles su identidad biológica. Las madres, una vez daban a luz, y en ocasiones cumplían con el período inicial de lactancia, eran asesinadas y desaparecidas. Las reconstrucciones judiciales demuestran que en algunos casos las madres formaron parte, junto con otros detenidos del centro “El campito”, de los contingentes de personas que fueron lanzados al Río de la Plata aún con vida, aunque previamente inyectados con pentotal sódico, en los llamados “vuelos de la muerte”. El periodista argentino Horacio Verbitsky documentó en El vuelo estos episodios a partir de las confesiones del excapitán Scilingo, quien hoy cumple condena en una prisión española (VERBITSKY, 1995). 

No obstante, el artículo de Página12 me deparaba otra sorpresa. Además del nombre de Bianco, el vecino del barrio que dirigía el centro clandestino de detención, aparecía en el artículo el padre de mi compañero de banco en la escuela, con quien entonces tenía una especial afinidad. Ese nombre resignificaba lo que había ocurrido aquella noche, porque implicaba que no solo había “tocado” los muros exteriores de ese centro de detención en cuyo interior se perpetraban crímenes espantosos, sino que en mi imaginación un hilo invisible me unía con los criminales que los perpetraban. En la intimidad de mis relaciones personales, a la vista de todos, estaban diseminadas las más aberrantes violencias y crueldades. Ese hombre, aparentemente cordial, con quien yo había almorzado tantas veces, formaba parte del grupo de ginecólogos denunciado por su complicidad en las actividades clandestinas que se llevaban a cabo dentro de aquella maternidad. Pero esto fue solo el comienzo. A partir de entonces, fui tomando consciencia que además de las víctimas y los perpetradores directos de los crímenes, la red de complicidades con dichos crímenes se extendía hasta el punto en el cual ya no era posible asumirlos como anomalías dentro del orden moral que habitábamos. Eran expresiones de una mal sistémico. 

Es cierto que había responsables directos que habían asentido a la lógica exterminadora hasta sus últimas consecuencias y habían planificado o ejecutado los crímenes con sus propias manos, y por ello debían ser juzgados individualmente. Pero había otras muchas formas de participación, complicidades que habían servido como condición de posibilidad de los horrores perpetrados, que los códigos y los tribunales no tenían autoridad para juzgar, pero que así y todo ponían en entredicho íntegramente los propios marcos de justicia en los que se pretendía reparar el mal infligido. No eran solo las víctimas y los verdugos. Eran también quienes directa o indirectamente, pero en todo caso con su manifiesta anuencia o su silenciosa complicidad, se habían beneficiado con lo acontecido. ¿Hasta dónde podía rastrearse esa complicidad indirecta? ¿Qué significación podía tener esto para nuestra comprensión de los derechos humanos y, especialmente qué podía significar frente a la obstinada estrategia del movimiento de los derechos humanos de mantener incólume su supuesta imparcialidad ideológica que aseguraba la desvinculación de los crímenes de los objetivos y programas políticos donde esos crímenes encontraban su explicación? ¿Es posible acaso adoptar semejante subterfugio, aislando los crímenes de las intenciones, sin acabar siendo, al menos en parte, cómplices de esos mismos crímenes que decimos querer evitar o condenar? 

IV

Ahora bien, como acertadamente señala Samuel Moyn, la pretensión de establecer “correlaciones cerradas” entre el neoliberalismo y el movimiento de los derechos humanos está llamada al fracaso. Entre otras cosas, porque la imposición del fundamentalismo de mercado ha adoptado diversos disfraces en las variadas localizaciones que ha conquistado hasta alcanzar su actual ubicuidad planetaria. La experiencia de los países del Este de Europa, por ejemplo, es muy diferente a la de los países del cono sur. E incluso en América Latina, las políticas impuestas por las dictaduras militares en la década de 1970 fueron enormemente variadas, y la profundización de los programas de privatización, desregulación, financiarización de la economía y ajustes sociales se han llevado a cabo a partir de la década de 1980 en el marco de democracia formales (MOYN, 2018, p.176). 

De igual modo, el nombre “movimiento de los derechos humanos” es un paraguas bajo el cual se incomodanvisiones diametralmente opuestas, debatiendo y combatiendo (asimétricamente, justo es recordarlo) por imponer “las reglas globales” y sus “excepciones”, es decir, por conquistar el lugar de la soberanía política en esta esfera en la que está en juego la institución, nada más y nada menos, de una suerte de “Tribunal Supremo de la humanidad” (HOPGOOD, 2013, pág. X). En este contexto, recordemos que son muy diferentes los derechos humanos que invocan los de abajo, quienes expresan ineludiblemente sus reivindicaciones en el “barro de la historia”, de las limitadas e higienizadas articulaciones de los Derechos humanos que emergen de los centros globales transnacionales. 

Cualquier intento por explicar nuestros males actuales en términos monocausales distorsiona u oculta enteramente la complejidad de los hechos. Nuestra tarea consiste, precisamente, en recuperar cierta fe en los hechos, aunque su significación, en última instancia, resulte finalmente inabarcable e inexpresable, y por ello se encuentre siempre abierta a la contestación: los hechos se resisten a nuestras especulaciones ideológicas y nuestras construcciones abstractas.  

Sin embargo, aunque la coincidencia cronológica no puede traducirse en una relación causal estricta desde el punto de vista histórico, estamos en nuestro derecho cuando afirmamos vislumbrar, tras los exámenes de los hechos, hilos invisibles que se tienden entre los fenómenos estudiados que envuelven a ambos constructos (a los derechos humanos transnacionales y al neoliberalismo) con un aire de familia, hasta el punto de convertirlos en los condimentos determinantes de una época marcada por la “globalización de las desigualdades” (ROSANVALLON, 2012, p. 364).

Dicho esto, no está de más recordar que los horrores en nuestra historia no ocurren exclusivamente en la oscuridad de las mazmorras, que los crímenes se perpetran en la intimidad de sus contextos y por ese motivo acaban diseminándose en sus circunstancias. Los hilos invisibles que unen los actos más atroces perpetrados en la oscuridad, con la pretendida transparencia de las políticas oficiales son, al fin de cuentas, los motivos últimos a los que se refiere cualquier filosofía política crítica. Desde este punto de vista, aun cuando tomemos en cuenta todas las precauciones que nos exige el análisis histórico, centrarnos exclusivamente en el aspecto más espectacular de los crímenes contra la humanidad acaba desembocando involuntariamente en la adopción de una posición cómplice que termina desarmándonos frente a las violencias sistémicas que motivan, en última instancia, la perpetración de las violencias ostensibles. 

Por lo tanto, adoptar una mirada profunda hacia los derechos humanos significa resistirnos a las formas burdas, sutiles y muy sutiles de negacionismo intelectual que imperan en nuestra época, legitimadas por el mandato pragmático y humanitario de esta etapa neoliberal de nuestra historia en la cual los ideales morales de igualdad han cedido a un pretendido realismo que ahora se contenta con lograr apenas la suficiencia o incluso la mera supervivencia de las mayorías mundiales. Todo esto en el marco del rimbombante proyecto de la “justicia global”. Desde la perspectiva de los derechos humanos, adoptar una mirada profunda significa no quedar cautivos de las violencias explícitas e interrogar al horror: ¿por qué? ¿para qué? Y, sobre todo, ¿para quién? se cometen estos y otros crímenes. ¿Podemos verdaderamente seguir tratando estas violencias como anomalías que se miden contra el trasfondo de un nivel 0 de violencia? – como decía Žižek. 

Visto superficialmente, los asesinatos cometidos en aquella maternidad convertida en celda de cautiverio y laboratorio de tortura con la cual “accidentalmente” me crucé, no son parte de una pesadilla incomprensible e inexplicable que, aun cuando respondamos con indignación moralista, no por ello dejan de tener una entidad cuasi onírica, excepcional. 

En cambio, cuando nos enfocamos en las violencias explícitas y les preguntamos por qué, para qué, y para quién se cometieron estos crímenes, por qué motivo se torturó de esa manera, qué sentido podía tener llegar hasta los límites de la humanidad y dar un paso más allá, accionando sobre los cuerpos y las almas de los detenidos, hiriendo la memoria de los supervivientes y haciendo cómplice a un pueblo entero, enseñándole a guardar silencio y mirar hacia otro lado, empezamos a sospechar que esa profanación de los cuerpos y las almas individuales tenía por objetivo accionar sobre el cuerpo y el alma de la sociedad en su conjunto con el fin de imponer, para el beneficio de ciertos grupos y personas, un proyecto social, político, económico y cultural que de otro modo hubiera sido rechazado y resistido. ¿Qué dispositivos de ingeniería social suplantan hoy la coerción de entonces para imponer un orden de creciente desigualdad e injusticia? Alejados de la tentación minimalista de circunscribir nuestra atención exclusivamente a los crímenes más espeluznantes, reconocemos que otros dispositivos más sofisticados y eficaces accionan sobre los cuerpos y las almas con resultados igualmente ominosos. 

V

A lo largo de este estudio hemos intentado convenir que resulta imperativo para la tradición de los derechos humanos adoptar una nueva epistemología que le permita escapar de las perspectivas superficiales que afectan nuestras interpretaciones de los sufrimientos y las violencias que enfrentamos, llevando el análisis de los hechos a la indagación de sus “raíces causales”. Los esfuerzos por nuestra parte para pensar desde otro sitio, adoptando un nuevo punto de partida, nos han conducido a una reformulación ontológica de los derechos humanos y una reconsideración de su historiografía oficial. En ese contexto, la autopreservación e impunidad promovidas a favor del fundamentalismo del mercado han sido puestas en entredicho al vincularse los crímenes perpetrados a la vista de todos, con los más siniestros, cometidos en la oscuridad de las mazmorras, las guerras humanitarias y los programas que abocan a una “miseria planificada”. El resultado final de nuestra indagación no es conclusivo, pero las sospechas de que ya no es posible mantener herméticamente desvinculados a los llamados “crímenes contra la humanidad” de los programas tecnocráticos que alienta la “liberalización” de los mercados – que facilitan la explotación concertada de las grandes mayorías mundiales –  parecen justificadas.

De seguro, habrá quienes intenten diluir esta connivencia adoptando un tipo de realismo cínico fundado en la memorialización de la brutalidad de las utopías políticas que antecedieron a la actual dispensación. Sin embargo, las herencias no alcanzan para justificar o invalidar el presente. Resulta más honesto responder intelectualmente a los desafíos actuales sopesando los ideales utópicos triunfantes que encarnan los derechos humanos transnacionales y el neoliberalismo, con los hechos. 

Por consiguiente, nuestra alternativa epistemológica nos permite integrar algunos elementos que el modelo hermenéutico oficial está obligado a mantener reprimidos, ayudándonos de este modo a mover la discusión más allá de las fijaciones moralistas y positivistas con el propósito de devolverla al terreno de la política, donde las epistemologías alternativas se enfrentan, desestabilizando los escenarios constitucionales donde inicialmente estas confrontaciones tienen lugar, obligando a reconocer la fragilidad constitutiva de toda construcción política, siempre llamada a revisión y reinvención. 

Los derechos humanos, como fenómeno institucional, están cautivos de esa debilidad inherente. Este es uno de los factores que invita a la codificación y a la justificación fundamentalista, ante el temor comprensible de su contingencia y correlativa relativización histórico-cultural. Sin embargo, también puede ser una invitación a radicalizar una genuina “democratización” de los derechos humanos. Entre otras cosas, como hemos visto en la última parte del libro, eso significa movernos de una interpretación minimalista de los derechos humanos, que presupone la asunción de una perspectiva y una actitud paternalista frente a las víctimas, hacia una interpretación que se articula desde la experiencia misma, los anhelos y aspiraciones de bien y de justicia de los de abajo. Lo cual, a su vez, pone en cuestión el régimen actual de los derechos humanos, modelado como reflejo del orden internacional elitista que conduce el planeta.

Trabajos citados

FRASER, N. & JAEGGI, R. (2018) Capitalism. A Conversation in Critical Theory. Cambridge, UK: Polity Press. 

HOPGOOD, S. (2013). The Endtimes of Human Rights. Ithaca, NY: Cornell University Press.

MOYN, S. (2010). The Last Utopia. Human Rights in History. Cambridge, M.A.: The Belknap Press of Harvard University Press.

NINO, C. S. (1989). Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación. Barcelona: Ariel.

NINO, C. (1996). Radical Evil on Trial. New Haven, CT: Yale University Press.

ROSANVALLON, P. (2012). La sociedad de los iguales. (V. Goldstein , Trans.) Buenos Aires: Manantial.

 VERBITSKY, H. (1995). El vuelo. Buenos Aires: Planeta.